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¿Por dónde se sale de aquí? El consumo de noticias en la era digital

Los protagonistas de Tres de la Cruz Roja (1961), de Fernando Palacios, son hinchas del Real Madrid. Como las entradas del Santiago Bernabeu tienen un precio astronómico, los tres deciden afiliarse a la Cruz Roja. Creen que, luciendo el uniforme de voluntarios, podrán ir gratis a los partidos.

El caso es que uno de ellos, Jacinto (José Luis López Vázquez), tiene fobia a las agujas. Tampoco soporta la sangre. En el peor momento, se encuentra ante una enfermera que debe inyectarle la jeringuilla. «No se preocupe ‒dice Jacinto‒. Que yo ya me anestesio solo». Y a continuación, se desmaya.

Los seres humanos somos así. En lugar de sufrir, nos tomamos estas libertades. Sin ir más lejos, cuando toca leer la prensa. La decisión es obvia: mejor desinformarnos y ocultar la realidad que llevarnos un berrinche.

Nos sentimos más listos que el mejor periodista con solo encender el ordenador. «El ordenador ‒como dice Javier Pérez Andújar‒ es una bola de cristal a la inversa, que convierte en espíritus a gente que realmente existe»

Lo malo es que fijar demasiado la vista en el periódico cansa los ojos. Por eso nos da por visitar Twitter o Facebook, esos lugares donde se echa de comer a las fieras.

¿Y qué tipo de prensa consumimos allí? Pues titulares y poco más. Pero los titulares necesitan una razón para existir. Basta con mirarlos de reojo para percibir su efecto. Algunos sirven de relleno o de cortina de humo. Otros nos animan a hacer una reverencia. También los hay que buscan coartadas. Pero los mejores son siempre cuchillos afilados. Dagas que atraviesan a nuestro adversario, mientras lo contemplamos por última vez antes de pasar al siguiente enemigo.

La diferencia entre un titular honesto y una soflama digital siempre ha sido esta. El primero es un camino que nos lleva y nos trae. La segunda es un pelotón de fusilamiento.

¿Por qué nos hemos acostumbrado a ese delirio? Hay quien echa la culpa a la televisión. Hubo un tiempo lejano ‒cuentan‒ en el que las noticias no eran rentables. Los informativos eran un negocio humilde y había periodistas honestos e imparciales. Con el tiempo, el poder descubrió que podía comprar a los medios con una moneda invisible ‒las subvenciones y la publicidad institucional‒ y el mercado publicitario encontró un filón en tres formatos: las tertulias a cara de perro, los magazines matutinos con toques de reality show y el informativo humorístico (un late-night con sátira e ideología).

Repitamos todo el párrafo anterior y añadamos un narcótico: el partidismo feroz de la audiencia. No tengo ni que decir cuál ha sido el resultado.

Me temo que no hay remedio. El odio, la lágrima y la carcajada son los tres vectores de eso que llaman infotainment ‒o infoentretenimiento‒, un género posmoderno que prospera en todas las pantallas, incluida la del móvil. Sus ingredientes son tres: información, opinión y espectáculo. Ya me entienden. El accidente de tráfico, el mítin electoral y el perrito bailarín de YouTube. La chorrada que se camufla como noticia de interés humano. El gorila que da volteretas tras las imágenes de un orfanato en llamas. La bronca política como invitación a la taquicardia. El carrusel iluminado y la celebridad pop.

¿Quién lanzó la primera piedra? No lo sabemos. Quizá nosotros mismos. La banalidad y la desinformación son como un boomerang que acaba rebotando en la frente de quien acusa a los demás de consumir basura.

Engullimos titulares tendenciosos por simple pereza. Porque confirman nuestros amores y nuestros odios. Porque cualquier ignorante será de los nuestros si nos da la razón. Porque el enemigo de nuestro enemigo siempre nos parecerá encantador. Porque concebimos la política y la gestión pública como una vistosa pelea de gladiadores. Porque somos adictos a internet, y este es el gueto de la chatarra: el mundo mutante donde los yonquis compramos nuestra dosis de información averiada.

No tiene más secreto. Somos como somos. Y es lo que nos merecemos.

Lo repito: ya nos desinformamos solos, sin necesidad de ayuda. Que la hay, por supuesto. Porque siempre habrá manipuladores ‒dentro y fuera del país‒ dispuestos a organizarle otra sesión a esta audiencia embrutecida.

Vivimos en la era de los bots, de los ciberactivistas y de los charlatanes. Pero lo importante no es eso. Lo importante es que, muchas veces, lo preciso está reñido con lo simple, y cuando la realidad se convierte en un galimatías, preferimos abreviarla en 280 caracteres.

Por supuesto, hay un sector del público que nunca llegará a entender casi nada. Y en los medios siempre habrá mercenarios que trafiquen con mentiras. Por ahí andan, con su panoplia de clichés. Gacetilleros, bufones y cantamañanas, dispuestos a que sigamos en Babia. Una vez más.

Pero a estas alturas, entornar los ojos cuando descubrimos una noticia falsa sirve de poco. Así que lo siento mucho: ya es hora de admitir que la culpa también es nuestra.

Decía Jean-François Revel que el resentimiento con el que opinamos no es fruto de la ignorancia, sino de la voluntad de no saber. Esa es nuestra desgracia: preferimos deslegitimar a otros y engañarnos con tal de no dar el brazo a torcer.

Esta cabezonería es una de las pocas cosas que no se quitan con la edad. Viejos y jóvenes se dedican a desquiciarse con la actualidad. Y cuando las noticias no les cuadran, buscan a un árbitro que juzgue lo que es verdad y lo que es propaganda.

¿Qué más queremos? ¿Guardianes de la exactitud? ¿Verificadores de noticias? ¿Y quién se ocupará de controlarlos? ¿Tan bajo ha caído el periodismo que necesita ángeles de la guarda? Es posible, pero un ángel también puede ser parcial y sectario. Aunque nos caiga bien.

Me dirán que los poderes públicos y privados dominan a la prensa. Es cierto. Y no es una novedad que muchos periodistas son militantes activos. Pero no deberíamos comportarnos como niños sobreprotegidos, sino como adultos escépticos. Denle una vuelta y ya verán que conseguir información veraz ‒no lo duden‒ siempre será posible.

Solo necesitamos tres cualidades. Y las tres se adquieren a golpe de entrenamiento: una mediana lucidez, cierta cultura y una paciencia bíblica.

¿Dije tres? Añadan otra, que quizá sea igual de importante: la humildad. Humildad para apreciar el contexto y para admitir errores. Humildad para no ser dogmáticos y obsesivos. Humildad para contrastar fuentes ‒aunque duela‒ y para quitar la razón a quien te dice siempre lo que quieres escuchar.

La humildad: esa es la brújula que nos hará avanzar por este loco mundo. El truco que nos permitirá informarnos ‒reconociendo a los que saben‒ en lugar de exigir lealtades.

«La frenética búsqueda del escándalo y la chismografía barata que se encarniza con los políticos ‒escribe Mario Vargas Llosa‒ ha tenido como secuela en muchas democracias que lo mejor que conozca de ellos el gran público sea sólo lo peor que pueden exhibir. Y aquello que exhiben es, por lo general, el mismo penoso quehacer en que nuestra civilización ha convertido todo lo que toca: una comedia de fantoches capaces de valerse de las peores artimañas para ganarse el favor de un público ávido de diversión».

Como ya se imaginan, la rueda del hámster seguirá girando. Y puede que a muchos les agrade subirse a ella. ¿No es esto lo que debería desear todo el mundo?

Alguien me dijo una vez: hay que darle a las cosas un principio y un final. No dejen que la desinformación se convierta en una costumbre. Bajen de la rueda hoy mismo. Descubran el placer de releer y de escuchar con calma. Busquen respuestas a las preguntas que de verdad importan. No se revuelquen en sus propios prejuicios. Desconfíen de la pirotecnia política. Por favor, sean prudentes, antes de que la cosa se nos vaya de las manos.

Y fíjense: cuando lo hayan conseguido, se sentirán orgullosos. Y con razón.

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Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.