En este 2022 que transitaremos podrá emplearse, entre otras cosas, en celebrar centenarios natales de varios cantantes que marcaron épocas. En febrero de 1922 (día 1) nació en la rossiniana Pesaro Renata Tebaldi, una de las voces sopraniles más hermosas de todos los tiempos. El 30 de agosto vio la luz en Nueva York la volcánica Regina Resnik, soprano devenida en mezzosoprano destacada por su voz desde luego pero también por su temperamento expresado a través en un repertorio variadísimo. El 24 de septiembre en la bellísima Siena llegó al mundo Ettore Bastianini quien de bajo paso convertirse en la voz de barítono más importante de la segunda mitad del siglo XX, pese a una carrera truncada por un maldito cáncer surgido donde peor puede atacar a un cantante: en la garganta.
Y en Roma, cerrando el año el 18 de diciembre, el protagonista de este capítulo sonoro, fue censado el exquisito tenor Cesare Valletti.
Una década destacadamente generosa en voces tenoriles. Mientras en 1921 fallecía el tenor de tenores, Enrico Caruso (el 2 de agosto), el relevo se estaba asegurando con Franco Corelli (nacido cuatro meses antes), Giuseppe di Stefano (a menos de una quincena de la muerte de aquel napolitano universal), sin olvidar que Gianni Poggi abriría sus ojos por vez primera dos meses más tarde.
Tras estas voces rutilantes, soleadas y generosas, a las que hay que sumar al destacado barcelonés Juan Oncina, llegaron Gianni Raimondi, el de la voz de oro, y el meticuloso Giuseppe Campora (1923), el del fraseo infalible Carlo Bergonzi (1924), el versátil y talentoso Nicolai Gedda, el sólido wagneriano James King y un aristocrático André Turp (los tres de 1925).
El superlativo Jon Vickers, el desigual pero potente James McCracken y el excepcional en su categoría Gerhard Stolze nacieron en 1926. Un primoroso a la francesa Alain Vanzo en 1928, además del maestro Alfredo Kraus. El esmerado Luigi Alva, el muy atendible Flaviano Labò, junto a otro recio wagneriano, Jess Thomas, y el digno de recuerdo Gastone Limarilli son todos de 1927.
Una década, pues, que se concluye con un imponente tenor cordobés, Pedro Lavirgen, y el siempre presente y malogrado Fritz Wunderlich, habiéndose iniciado con otra voz afín en personalidad y estilos con nuestro protagonista actual, el milanés Nicola Monti.
Una lista susceptible de aumento según gustos o conocimientos del lector; con la tentación seguir aquí ampliando la lista con unos cuantos más a quienes el brillo de su compañera la Callas (en funciones o registros) de alguna manera sigue iluminando sus nombres, profesionalidad y actividades: Gino Penno (1920), Eugenio Fernandi (1922), Pier Miranda Ferraro (1924), Renato Cioni (1929), además de un Piero de Palma (1925), comprimario de lujo junto a la Divina y otras celebridades de la época. Década, sin duda, de enorme cosecha tenoril. Con algunos de estos tenores nuestro hoy celebrado compartió un repertorio operístico que fue mayoritariamente italiano.
En el disco seleccionado para dar cuenta de la clase de este cantante (Cesare Valletti: 1949-1952, Urania, 2006) no aparece ninguna interpretación verdiana de cuyo catálogo fue Valletti destacadísimo Alfredo Germont (junto a dos maravillosas Violetta, la Callas y Rosanna Carteri), además del Duque de Mantua y especialmente el Fenton de Falstaff. Ni tampoco de Puccini, cuyos Rodolfo y sobre todo Pinkerton hizo memorables creaciones. Pese a ello, dicho disco le representa con suficiencia respeto a lo que fue su carrera con páginas captadas entre 1949 y 1952 en las RAI italianas en compañía de selectas batutas de por entonces: Mario Rossi, Arturo Basile y Gianandrea Gavazeni.
Don Ottavio en el Don Giovanni mozartiano cuenta con dos arias de diferente cualidad. Una de canto spianato (Dalla sua pace) otra de diversas dificultades relativas a la capacidad de fiato y unida a algún que otro problema de agilidad (Il mio tesoro), consecuencia de lo cual el compositor se vio obligado a componer la primera de las citadas para un tenor limitado (Francesco Morella) al estrenar la obra en Viena. Hoy día se cantan las dos, salvo en esas ocasiones en que no se sabe por qué se elige cantar la versión original de Praga 1787, privándonos así de esta y otras páginas añadidas.
Valletti canta Dalla sua pace aprovechando ya las oportunidades de exhibir su atractivo centro vocal y, sobre todo, su óptima, inmaculada dicción, en una lectura elegante y al mismo tiempo decidida, nada blandengue, un peligro que conviene evitar. Curiosamente no acude, salvo en una ocasión, a la mezzavoce y en el Da capo no varía la dinámica, como suelen hacer algunos colegas. Sin embargo, es una lectura tan canónica como disfrutable.
Asimismo modélica de exposición es Il mio tesoro, donde no acusa la menor dificultad en los saltos de octava ni en la dilatada frase cercate d’asciugar que no todos emiten con una sola respiración. Ductilidad de nuestro tenor sumando ternura y firmeza, definiendo muy bien al a menudo anodino Don Ottavio un poco ninguneado ante tanta autoridad femenina que le rodea. Hay que agregar que en 1948 Valletti se presentó con este papel en el Gran Teatro del Liceo.
Lindoro de L’italiana in Algeri es un prototípico cometido destinado a un contraltino, es decir un tenor agudo, por lo que cuenta con una escritura vocal “alta”. Valletti lo grabó con Carlo Maria Giulini en 1954 y en compañía de la soberbia Giulietta Simionato y con las hueste de la Scala milanesa. La versión del aria recogida en el disco comentado se remonta a años atrás con la RAI de Turín según carátula del disco (existen dudas sobre esta datación que no vienen a cuento). Lo importante es que el tenor soporta la tesitura aguda y lo que es asimismo muy a subrayar es que transmite esa sensación de nostalgia, algo lánguida luego en la sección segunda (o cabaletta) trasmutada en contagioso optimismo. Dos tipos de canto resueltos sin problemas y con los finales ascensos al agudo, sin que la complicada vocal “e” sobre la que están escritos le ocasiones contratiempos.
De Almaviva de Rossini se incluye solamente la primera página solista del personaje: Ecco ridente in cielo que refleja una estructura algo semejante, aunque menos exigida que la anterior mozartiana: una parte lenta y otra rápida. En la primera la afectuosidad del canto, culminando en el sugestivo “ah” que separa las dos secciones, contrasta de nuevo con la segunda en la cual Valletti, pese a parecer un poco pesada su voz para la agilidad del momento, sigue manteniendo su clase y estilo. A este respecto, cabe poner en evidencia que Valletti fue el primer tenor en tiempos cercanos que rescató la olvidada o evitada Cessa di più ressistere, intervención final del conde rossiniano escrita a favor del gran Manuel García. El alarde tuvo lugar en la grabación completa de El barbero de Sevilla dirigida por Erich Leinsdorf para RCA en 1958
Con Almaviva Valletti tuvo ocasión de demostrarnos sus cualidades como tenore di grazia. Con Nemorino, su disposición como tenor puramente lírico.
Nemorino fue sin duda el personaje que mejor conviene a la personalidad del tenor. Este joven donizettiano, entre ingenuo o algo simple, está descrito por varias situaciones que lo definen perfectamente en solitario o en compañía. Las tres de carácter solista figuran en el CD, tres situaciones anímicas del encantador aldeanito: el amor y la admiración por Adina (Quanto è bella), el patetismo y la compasiva súplica ante la aptitud de la muchacha (Adina, credimi) y la confianza y seguridad conclusivas (Un furtiva lagrima). Los tres estados de ánimo están descritos impecablemente por el compositor y traducidos por Valletti, con un canto de referencias clásicas y con una expresividad fascinante, de tal manera que remite a la calidez y modales de un Tito Schipa. No en vano, el mítico colega le dio clases y consejos. Con ese plus de enseñanzas y semejante plus de italianidad, el Nemorino de Valletti es una perfecta fusión entre hondura y clase.
Pese a que puede suscitarse que el Edgardo en la Lucia donizettiana salía adelante con mayor impacto sonoro y quizás dramático que el de Valletti en otros coetáneos, si se recuerda que en la Scala lo cantaban Di Stefano, Poggi y Gianni Raimondi, y en la Royal Opera ya triunfaba como tal Alfredo Kraus, el fragmento elegido para el disco parece estar hecho a medida de recursos y sensibilidad del intérprete romano: Tu che a Dio spiegasti l’ali.
Sí con el povero Ernesto de Don Pasquale puede Valletti competir con quien sea. La influencia o el modelo schipiano reaparecen en los dos momento seleccionados por el disco presente y sin renunciar el tenor a añadir su propia personalidad. Por ejemplo, llama la atención su manera de exponer Cercherò lontana terra en la que transmite una intensa pero al mismo tiempo delicada desolación. Doble matiz que define al personaje y refleja la situación que vive porque no hay que olvidar que Ernesto es la parte prácticamente seria de la obra en medio de la comicidad del resto.
En la serenata, la mórbida musicalidad, acorde con ese clima nocturno en el que se desarrolla, se erige como un modelo por la seducción de ese concepto, la variedad de fraseo y las regulaciones, dando la inmediata impresión en el oyente de que el cantante, que la acaba con un irresistible pianissimo se siente feliz interpretándola.
En medio de Edgardo y Ernesto, Valletti canta Tonio de La fille du régiment pero en versión italiana o sea La figlia del reggimento. Lo hizo años antes que lo pusiera de moda Luciano Pavarotti, abriendo camino a infinidad de tenores posteriores con ostentación de agudos para ello hasta hoy, en especial, Spyres, Flórez y Camarena.
Para ese estreno italiano de la obra, Scala en el mismo 1840 que la conoció París, Donizetti hizo arreglos y sustituciones. La más importante: evitarle al intérprete el hoy muy (y siempre esperado) popular fragmento donde el tenor ha de alcanzar nueve do agudos considerando posiblemente que al Tonio italiano (Lorenzo Salvi, partícipe asimismo de otros estrenos del compositor) no le sería fácil alcanzarlos como sí lo lograba el francés (Mécène Marie de l’Isle). Compensó esa ausencia añadiéndole otra página, colocada a modo de presentación en escena (Eccomi finalmente), que tomó prestada de Gianni di Calais (Nápoles, 1828).
Valletti canta las dos, la primera muy rossiniana con los correspondientes modales agiles y saltarinas; la segunda con sus notas agudas, limpias y fáciles aunque no tan ostentosas como las muchos otros cantantes que le sucedieron. Pasa un poco por alto sobre ellas.
La Callas y Valletti coincidieron por vez primera en un escenario cuando en Roma se representó, tras años de ausencia, Il turco in Italia de Rossini en 1950. Posteriormente se reencontrarían en otras ocasiones más; una de ellas destaca especialmente: La Sonnambula de Bellini en 1955 en la Scala milanesa con dos gigantes a sus veras: Leonard Bernstein y Luchino Visconti. De hecho, esas representaciones fueron el mejor legado de Amina que nos dejó la gran soprano.
El tenor, pese al fulgor de su compañera, se hizo notar con un Elvino tierno, sugestivo y fervoroso. Tal como en cierta forma nos consigue evocar en el corte del disco dedicado a este personaje: Ah perché non posso odiarti. Un tanto abreviada, en su traducción, Valletti expone con claridad el conflicto interior de Elvino siempre por medio de un canto musicalmente matizadísimo, pero el generoso agudo final es de agradecer aunque debería haberlo evitado.
En la parte final del disco, Valletti ofrece testimonios de su repertorio francés, cantados en el idioma original, aunque hay que recordar que Werther se estrenó en alemán en Viena antes de ser estrenado en francés.
La canción de Ossian de Werther, versionada hasta el hartazgo, incluida una primerísima lectura de quien la estrenara, Ernest van Dyck (1903), halla en Valletti una ejecución extraordinaria. En ella la elegancia francesa se alía con la calidez lírica italiana, mientras que en el plano expresivo desgrana un crescendo emocional de un valor dramático apabullante. Se puede sentir el recorrido interior de los sentimientos que embargar a Werther leyendo esos tristes y premonitorios versos.
A su lado el canto a la naturaleza, primera y apasionada intervención del personaje, es otro modelo de concepción donde, como en la página anterior, los modales de Schipa y Gigli, tamizados por los propios, se dan la mano en implacable fusión. Habría que comentar frase a frase para hacerle justicia en torno a lo que consigue Valletti con tan magnífica aria.
El tenor romano acaba el cedé con el aria de Saint-Sulpice de Manon. Otra muestra de su sensibilidad musical y dramática. Ningún sello discográfico le ofreció a Valletti la oportunidad de grabar esta obra massenetiana. Por suerte existe una lectura más o menos completa, en toma de 1954 en Nueva York en la que el tenor tiene a lado a la mejor intérprete femenina de entonces (y de siempre): Victoria de los Angeles. Dirigida por un maestro indiscutible cual fue Pierre Monteux, las dos voces se funden por timbre y sensibilidad logrando una versión capaz de situarla entre las mejores del catálogo.
Valletti se retiró de la profesión bastante antes de que su edad y condiciones se lo aconsejaran. Se detecta una de sus últimas apariciones en el Festival Caramoor de Nueva York como Nerone de L’incoronazione di Poppea de Monteverdi. Murió en Génova en mayo de 2000.
Aunque se presentó en teatros de importancia como la Royal Opera londinense, el Metropolitan neoyorkino, así como en el Festival de Salzburgo, a punto con Mozart (fue sin duda el tenor italiano que mejor cantó al compositor austriaco), su carrera fue sobre todo italiana. Es necesario destacar que en el Maggio Musicale Fiorentino ofreció tres títulos entonces de poca consideración: Idomeneo, La gazza ladra y La donna del lago. De la segunda, como Giannetto, quedó constancia sonora.
Como ya se adelantó, Valletti fue asimismo muy celebrado como el joven y enamorado Fenton de Falstaff. Por suerte, de su Fenton quedó una grabación en vivo en la Scala de junio de 1951, con el protagonismo de Mariano Stabile sumado a otras glorias (Tebaldi, Cloe Elmo en cabeza) a la que remitimos al lector si se considera interesado. Para animarlo más: dirige Victor de Sabata.
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