Eleanor Steber debutó en el Metropolitan Opera House el 7 de diciembre de 1940 como Sophie de Der Rosenkavalier de Richard Strauss. Posteriormente sería una Mariscala de primer orden. Se mantuvo en la compañía durante 22 años siendo allá una de las sopranos principales. Con un repertorio extenso, fue en Nueva York la primera Konstance de El rapto en el serrallo, la Arabella de Strauss y Marie de Wozzeck. Ello da cuenta de su versatilidad. Menotti y Barber pensando en ella crearon Vanessa que fue estrenada con inmenso éxito en 1958. Unos años antes, a petición propia, el mismo Barber compondría Knoxville. Verano de 1915, para voz y orquesta que se mantiene en repertorio como lo demuestran interpretaciones sucesivas de Dawn Upshaw, Karina Gauvin o Renée Fleming.
Pese a esa asiduidad en el primer escenario norteamericano tuvo sus avenencias apareciendo por última vez en 1961, cuando dirigía el teatro Rudolf Bing. Luego volvería para catar en una gala al cerrarse definitivamente la veja sede del teatro.
Poco después se retiraría de los escenarios dedicándose a la enseñanza.
El mercado lírico norteamericano, en cierta manera, la monopolizó pero cantó en Europa dejando de sus pocas actuaciones dos memorables que se han conservado en disco: Elsa de Lohengrin en el Festival de Bayreuth de 1953 y Minnie de La fanciulla de West en el Maggio Fiorentino de 1954.
Dejó, obviamente, un suficiente legado discográfico, incluso visual ya que apareció en televisión en un famosísimo programa financiado por Firestone, material al que hay actualmente acceso.
Steber nació en una localidad de Virginia en 1914 (otras fuentes indican que fue en 1916) y murió en otra de Pensilvania en 1990.
El disco que va a dar cuenta del arte de la Steber (Eleanor Steber: Verdi Heroines, Sony Classical) fue grabado entre agosto de 1950 y diciembre de 1951 con la orquesta del Metropolitan y la dirección de uno de los maestros más asociados al teatro con buen oficio y beneficio: Fausto Cleva.
Por esos meses, la Steber se lucía en el escenario neoyorkino como la Condesa Rosina mozartiana la Marschallin straussiana, pero el registro se centra exclusivamente en Verdi. Mas se trata un Verdi muy variado, ya que incluye partes ara soprano lírica, para lírica de cierto peso específico y para dramática de agilidad.
En los pasados años cincuenta la Elvira de Ernani en el Met había sido recuperada por Zinka Milanov; y poco después se asociaría a Leontyne Price.
La voz de Steber poco se asemeja a cualquiera de las dos, por anchura y color. Diferencias asimismo apreciables si se compara con grabaciones previas muy difundidas como las de Claudia Muzio o Rosa Ponselle.
En cambio, Steber posee una frescura, una luz y una suavidad sin perder por ello poderosa presencia que, de inmediato, es fácil que subyugue al oyente. Esta cavatina está soberbiamente planteada y realizada de manera fascinante. Supera las notas graves que pueden parecer una trampa puesta adrede por el compositor (como el s’insegue del recitativo, un si rave) y las agudas. En el allegro con brio o más vulgarmente la cabaletta, sin el da capo, como era entonces (y a veces ahora) una constante omisión, realiza de manera sorprendente el tránsito entre las dos secciones. Con el trino, algo borroso por lo demás, y las notas picadas todo resuelto con una sencillez que parece ser, lo que en realidad o es, de una facilísima realización.
A partir de Aroldo (1857), una amplia revisión del anterior Stiffelio, Verdi prescindió de la soprano con exigencias de agilidad. Tal como aparecen en el disco en los personajes de Elisabetta di Valois, la Leonora sevillana y Desdemona.
Elisabetta de Valois en Don Carlo, tanto en la versión original francesa como en la más frecuentada italiana, a medida que avanza la partitura va adquiriendo mayor significado y grandeza. Esto se concreta en el último acto con su magnífica aria y el siguiente y sublime dúo con el tenor.
Inexplicablemente en la grabación se omite el excelente preludio orquestal (largo, allegro agitato), que retoma el tema del coro de frailes de la anterior escena en el monasterio de Yuste. A cauda de ello pierde el aria algo del clima, pero la cantante enseguida nos pone en situación. A pesar de que, a continuación, se produce otra anomalía: la parte central de la página, la evocación de Elisabetta a Fontainebleau donde conoció a Don Carlo, asimismo desaparece del registro. Algo sin ninguna lógica ni justificable explicación.
En cambio, con su hermosa voz, musicalísima u sensible, la Steber expone claramente el contenido, aunque esté menoscabado, del momento. En el plano interpretativo, es de destacar la diferencia que ofrece de las dos plegarias que hace ante la tumba del Emperador Carlos V: Tu che le vanità, un detalle que a menudo se escapa a otras colegas, dando así al desarrollo del aria una novedosa variedad expresiva.
Si Elisabetta no pudo lograr su satisfacción sentimental por razones políticas, a la Leonora sevillana de La forza del destino se lo impidió el racismo recalcitrante de su padre el marqués de Calatrava. La soprano cuenta con varias oportunidades solistas en esta obra, aparte de dos dúos con el tenor y, más amplio, con el bajo. La última intervención en solitario, Pace, pace mio Dio, es una mezcla de oración y de desgarrado reflejo de su atormentada situación, subrayada por el insistente tema del destino insistente en la orquesta. Comienza el canto con una nota tenida (fa agudo), permitiendo a la cantante hacer algún que otro detalle regulando el sonido. Steber resuelve convenientemente el momento, poniendo énfasis en la dolorida resignación del personaje. De nuevo la frescura vocal, su sonido limpio y cristalino es un arma poderosa para que la intérprete transmita el contenido del aria. Hay un momento especialmente destacable: el salto de octava en las tres palabras, invan la pace, y ese anhelo de “paz” está lógicamente muy destacado por el compositor. Steber las resuelve atacando la nota alta con una suavidad y firmeza de enorme atractivo. El grito-agudo final de desesperación forma con ello un extraordinario contraste. Una lectura que puede considerarse “clásica”.
La soprano de Bari en la Apulia italiana, dominó en el Metropolitan el papel de Violetta Valéry de La traviata, impidiendo en parte que lo asumiera la Steber. Sin embargo, esta lo ofreció en enero de 1949 en selecta compañía: un joven Giuseppe di Stefano y el espléndido Robert Merrill, bajo la dirección de Giuseppe Antonicelli. Felizmente, de una de las veladas ha sobrevivido un registro completo de tal interés que ha merecido entrar en dos catálogos, el de Myto y el más oficializado de Naxos. Testimonio del profundo retrato que del personaje hacia esta inteligente cantante capacitada para la compleja vocalidad de un variopinto y exigido personaje.
En el cedé presente la Steber canta su intervención al final del acto I, escena donde esa complejidad vocal está resumida. Tres maneras de expresividad que se corresponden con recitativo, aria y cabaletta. Steber define sin titubeos su turbación ante la inesperada declaración amorosa de Alfredo en È strano; un extraño anhelo de redención en el andantino Ah fors’è lui; y el despliegue técnico en el allegro brillante de Sempre libera bastante desahogado tratándose de una soprano más lírica que ligera. Por ello evita en el no escrito sobreagudo. Aún más: dejando de lado la carcajada entre aria y allegro, donde no todas la encajan con el buen gusto deseado. De la lectura global se desprende un encano, una elegancia y una feminidad realmente asociables a esa hermosa cortesana parisina.
La parte conclusiva del disco está dedicada tres fragmentos del Otello.
Arturo Toscanini, que sigue siendo una referencia directiva en cuestiones no solo operísticas, dejó al completo una versión de esta obra verdiana (en 1947) que se ha instalado como una referencia para ejecuciones posteriores. Podría haber elegido (la tenía cerca) para su Desdemona a la Steber, en lugar de una digna y respetable Herva Nelli. Pero un soberano acierto fue contar como protagonista titular al tenor chileno Ramón Vinay de voz tan interesante e imponente que llegó a combinar Otello y Yago a lo lardo de su carrera.
Con Vinay precisamente cantó Desdemona en el Met la Steber en 1952 junto al inmenso Yago de Leonard Warren con la batuta de Fritz Stiedry, una batuta más asociada a la obra wagneriana. Vinay es quien la acompaña a la soprano en esta pequeña y jugosa selección de la ópera.
Hay que fijarse en un punto de partida importante en estos dos intérpretes. El colorido y anchura de medios del tenor-Otello contrastando con el angelical y límpido de la soprano-Desdemona, dando a la pareja una diversidad tímbrica que permite añadir un dato más a su caracterización. Años más tarde, ya en pleno siglo veintiuno, Antonio Pappano buscó esa misma identidad característica encomendando Desdemona a la pureza sopranil de Federica Lombardi frente a la tenebrosidad vocal de Jonas Kaufmann. En ambos casos, el efecto es imponente.
El hermosísimo dúo que cierra el acto primero nos muestra a dos cantante en plenitud de medios y expresión. Todo el lirismo que impregna a página, como en un éxtasis amoroso lleno de cálida sensualidad, se escucha en una pareja que toman las melodías verdianas y las traducen con admira plenitud. Y lo que es un añadido inexcusable: el texto, a la manera toscaniniana, sale de esas vice con una claridad expositiva como el compositor deseaba. Lectura importante de este fragmento considerado uno de los dúos de ópera italiana más inspirados.
Como muy acertada continuación a este corte, el siguiente está dedicado a otro dúo, cuando las insidias de Yago comienzan a dar su fruto. La diferente relación entre la pareja es diametralmente distinta a la anteriormente escuchada y los dos intérpretes se hacen eco de esa diferenciación. El tenor esculpe cada frase con unas intenciones que nos suenan com0o las más ajustadas, mientras que la soprano va marcando paso a paso las reacciones esperadas ante semejante provocación. Es inevitable, si se sigue con atención el trabajo de la Steber, concluir que su Desdemona es producto de una inmensa compenetración entre canto y significado dramático. Es el eco necesario e intercambiable a las palabras que le dedica el personaje masculino. En suma, la plenitud tímbrica de la soprano, un sonido rico y cambiante que va evolucionando a medida que la voz y la intensidad de l del tenor en una correspondencia dramática de extraordinaria compenetración.
Esta casi media hora del Otello se cierra, lógicamente, con la gran escena de Desdemona en el acto IV.
A partir de Mia madre aveva una povera ancella, ya que prescinde de las intervenciones de Emilia.
La sensación de que Desdemona está atormentada por peligrosas premoniciones aparece en el canto de la Steber en una hermosísima paina que es bastante más que una delicada exposición melódica. Cuando llega al Ave Maria, la aparente relajación de la plegaria viene traicionada por algunas frases donde se retoma su inquietud con emocionantes matices, en bastante manera anunciando el desenlace trágico. Se trata de una de las versiones más extraordinarias de esta sublime escena, por la relación establecida entre canto e intensidad dramática, tratándose además de una escritura vocal perfectamente adaptada a las posibilidades de la cantante. .
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