Érase una vez un director de cine alemán apellidado Murnau, que no quiso pagar los elevados derechos de autor a la viuda de Bram Stoker, y se lanzó por la calle de en medio a rodar un Drácula al que bautizó como Nosferatu.
En aquella película muda de 1922, producida por la UFA, se cambiaron los nombres de los protagonistas, y la historia se situó en una Alemania gótico-romanticista, más próxima al contexto histórico y estético de artistas como Goethe, el pintor Friedrich, o el poeta Hölderlin, que al del victoriano Londres industrial del mismo Stoker.
Y este espíritu más propio de tiempos alquímicos que científicos lo recoge la presente versión, cosa que beneficia al tono de la historia y la envuelve en una atmósfera de oscuridad antigua muy pertinente.
Un film poético y sutil
Nosferatu (2024), es una excelente actualización del mito cinematográfico expresionista. Dirigida y escrita por Robert Eggers, está interpretada en sus papeles principales por un delicioso Willem Dafoe, junto a Lily-Rose Melody Depp, Nicholas Hoult, y un irreconocible Bill Skarsgard en el papel del conde Drácul… perdón, del conde Orlok, que es como se llamó al monstruo en esta franquicia vampírica alternativa.
No es necesario recordar su argumento. La historia es sobradamente conocida por sus anteriores versiones y por la novela que la inspira, y es fiel a estos patrones. Sí resulta reseñable, y es algo notable, la cuidada calidad literaria de los diálogos, que engalanan cada escena con un elegante bordado lírico e intelectual.
La película se despliega con una naturalidad humilde, sutil, y sobria en los detalles artísticos, recreando ruinas, bosques y paisajes con la pátina de lo esencial -rozando el blanco y negro-, sin ruido ni excesos esteticistas.
La banda sonora subraya esta puesta en escena, con notas y tensiones que evocan la partitura que Wojcieck Kilar escribiera para el Drácula de Coppola, un referente sonoro absoluto en el género del terror gótico.
Este Nosferatu supone una muy meritoria y atractiva versión de la obra maestra del expresionismo alemán, y es una recreación muy apta para las nuevas generaciones amantes del cine y la cultura, acaso desconocedoras tanto del clásico original como de la réplica que en 1979 dirigiera Werner Herzog.
La fuerza seductora de los manipuladores
Y es que Nosferatu, definitivamente, no es ese Drácula victoriano descrito en el cine con el glamur de un Jack el destripador donjuanesco, emboscado en los neblinosos callejones londinenses. El ser sobrenatural que nos muestra este universo paralelo, está relacionado con la fuerza telúrica de la superstición, de la maldición, del miedo a la peste y al demonio, y se enmarca en una sociedad que recela del pensamiento moderno.
El alegórico Nosferatu de Murnau, advertía de lo que ya estaba siendo una plaga extendiéndose por Europa, con la irrupción de ideologías totalitarias proyectando su funesta sombra sobre el continente, como un gigantesco vampiro ávido de sangre y vidas.
Este mito señala el peligro moral y estructural que representa la fuerza seductora de los manipuladores, aquellos que someten a la sociedad desde el poder, y a los individuos en las relaciones personales y sentimentales.
Una lectura contemporánea
Se entrevé en este Nosferatu de Eggers un apunte sutil y una prevención contra lo que hoy se puede considerar «la peste del siglo XXI», que no es otra cosa sino las patologías narcisistas, que derivan en relaciones tóxicas y en conductas depredadoras que subyugan a las almas bellas al imperio de la vacuidad y del mal en estado puro.
Una plaga intangible que se exhibe seductora, impúdica e impostora. Y que el espíritu cándido sufre en las redes sociales, en el ámbito público, laboral, familiar, e incluso cohabitando con esa «divina maravilla» de colmillos invisible, quien, mordisco a mordisco, nos llega a robar la paz, la alegría, la energía y el alma.
Grata sorpresa esta película. Y no resulta fácil de primeras, pues le pesa desde su arranque, inevitablemente, la comparación con la original. Pero hace algo inteligente, y es que, manteniéndose fiel al canon, actualiza sutilmente el discurso, y a medida que el drama avanza, su puesta en escena cautiva al espectador, y se gana su favor en un crescendo de intensidad y emoción hasta su soberbio desenlace.
Sinopsis
En el Nosferatu de Eggers, el agente inmobiliario Thomas Hutter (Nicholas Hoult) acude a Transilvania para encontrarse con el Conde Orlok (Bill Skarsgård), un posible cliente vampírico. Durante su ausencia, Helen (Lily-Rose Depp), con la que se acaba de casar, se queda con un matrimonio amigo, Friedrich y Anna Harding (Aaron Taylor-Johnson y Emma Corrin). Perseguida por visiones y un creciente temor inexplicable, Ellen se enfrenta a una fuerza que no puede controlar.
Rodar Nosferatu representa la culminación de un sueño para Eggers, que de niño quedó prendado con la película Nosferatu: Una sinfonía del horror, rodada por F.W. Murnau en 1922.
Al aumentar el interés del director por el cine, también creció su deseo de representar una idea suya de Nosferatu inspirada en el guion de Henrik Galeen para la primera película y en el libro Drácula, de Bram Stoker.
De hecho, cuando era estudiante en el instituto, Eggers escribió y dirigió una adaptación teatral con su compañera de clase Ashley Kelly-Tata, ahora una conocida directora de teatro. La obra llamó la atención del director artístico Edwin Booth, de Dover, New Hampshire, que les invitó a trasladarla a su teatro. Fue toda una oportunidad para Eggers, que reconoce: «Entonces entendí que quería ser director».
Comentarios del director (Robert Eggers)
«En muchos aspectos, esta adaptación de Nosferatu es mi película más personal. Una historia que no creé, pero con la que he vivido y soñado desde mi infancia. A menudo sentí que llevaba en mí la misma chispa creativa de un director novel debido a los años que llevaba pensando en este proyecto. Y he tenido una suerte enorme por la oportunidad de rodar esta película con mis colaboradores habituales, en los que confío plenamente. Está incrustada con numerosos recuerdos, así como experiencias personales trasladadas a la Alemania báltica de 1830.
Me llevó tiempo llegar hasta ahí, entender la fascinación que sentía. Por fin tuve claro que la imagen de Max Schreck me perseguía desde que era niño. Había algo esencial en el misterioso vampiro y en el sencillo cuento de hadas que es Nosferatu. Y estoy del todo seguro de que cuando Hutter abrió la tapa del ataúd de Orlok, los espectadores ahogaron un grito de terror e imaginaron el hedor que despedía el monstruoso muerto viviente. ¿Cómo iba encontrar mi camino en todo esto?
No hace más de veinte años, en el sur de Rumanía, se exhumó el cuerpo de un hombre que se creía que era un vampiro y se mutiló su cuerpo de acuerdo con el antiguo ritual.
Era un hombre difícil, bebía mucho. Después de muerto, su familia dijo que regresaba bajo la forma de un strigoi y que les atacaba de noche. Su nuera era la que más sufría estos ataques nocturnos y acabó por enfermar.
Cuando se destruyó su cuerpo de acuerdo con la tradición popular, las visitas vampíricas se detuvieron. Había acabado su reino de terror. Su nuera se curó.
¿Qué trauma tan oscuro es ese que ni siquiera la muerte puede borrar? Una idea desgarradora. Esa es la esencia de la creencia en el vampiro.
El vampiro folclórico no es un elegante seductor vestido de esmoquin, ni tampoco es un atractivo y tenebroso héroe. El vampiro folclórico encarna la enfermedad, la muerte y el sexo brutal, despiadado. Y este era el vampiro que deseaba exhumar para un público actual».
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