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Mis libros de cabecera: «Falling Angel» y «Angel’s Inferno», de William Hjortsberg

Hace años que escuchaba lo buena que era Falling Angel (El ángel caído en la edición de Valdemar), la novela de culto de 1978 en la que se había basado El corazón del ángel (Angel Heart, 1987). Siendo un fan entregado de la película de Alan Parker ‒vapuleada en el momento de su estreno español por la crítica más fervorosa de la alta cultura (o sea, la más cavernaria), como por otro lado siempre le sucedía al pobre Parker con su filmografía…, y a casi todo lo que a mí me gustaba, desde el Conan de Milius a la Lolita de Lyne o La madre muerta‒, fue esa misma devoción la que me impedía echarle el guante al libro. Temía vivir una experiencia contradictoria con la del filme, que la obra original opacara la inmaculada huella de la representación cinematográfica, o viceversa. Que crearan intermitencias entre sí: cualquier cruce de estelas me parecía dañino.

Recuerdo perfectamente con qué paso pesado emergí de la oscuridad del Cineart 3 de Sabadell en octubre de 1987, empapado a mis 16 en la claustrofobia sorda y el entumecimiento vil del propio antihéroe confinado en su ascensor ‒que no ascenso‒ al Averno. Prefería mantener intacta esa sensación, así como recordar al detective privado Harry Angel con los rasgos de Mickey Rourke, a su cliente Louis Cyphre con los de Robert de Niro y a su amante Epiphany Proudfoot con los de Lisa Bonet.

Pero cuando hace unas semanas leí la noticia de que el autor de la novela, William Hjortsberg, había fallecido en 2017, legando a la posteridad un mecanuscrito inédito con la continuación de Falling Angel para ser impreso a su muerte, supe que había oído por fin la llamada celestial que me impelería a coger a Lucifer por los cuernos.

Así que compré ambas novelas (¡publicadas con más de cuarenta años de diferencia entre sí!) decidido a leerlas una detrás de la otra.

La experiencia lectora ha sido francamente brutal y preciosa. Para empezar, Falling Angel es el sueño húmedo de todo friqui que ame a la par la novela negra y la fantasía terrorífica. No sólo se trata de una amalgama perfecta con ingredientes de ambos géneros, sino que ante todo estamos ante una novela negra formalmente modélica punteada por escalofriantes resbalones al abismo de lo sobrenatural. Uno entiende y aplaude que Alan Parker decidiera alejarse de la fórmula insuperable de Hjortsberg: de haber seguido al pie de la letra la propuesta sobre el papel, no le hubiera quedado otro remedio que pergeñar un filme-homenaje al cine negro de los 40-50, casi seguro en blanco y negro, con un tono supeditado a los clichés de los clásicos de estudio, una impostación estilística que hubiera hecho rechinar y sufrir el resultado y lo hubiera acercado peligrosamente a un Cliente muerto no paga con pretensiones de seriedad pero, qué nos apostamos, involuntariamente autoparódico…, y tal vez igual de hilarante.

Para empezar, toda la novela se desarrolla casi exclusivamente en Nueva York. De hecho, es una INMERSIÓN sensorial en el Nueva York de 1959, el de la adolescencia del autor, con visitas a todos los locales emblemáticos de la época: hoteles, restaurantes, cines y en especial sus míticos antros de jazz. El lector puede seguir por internet los lugares reales que recorre el protagonista en su quimérica pesquisa. Todo el aspecto vudú de la historia tiene lugar en la Gran Manzana, incluida la infame ceremonia sangrienta que de un fantasmal Central Park se desplaza, en la versión fílmica, a Nueva Orleans.

Como narrador, Hjortsberg parece que hubiera vendido su alma al diablo para reencarnarse en Raymond Chandler, pero quitándole a Marlowe el exceso de tontería. Donde otros autores tantas veces han fallado en sus conatos de voz chandleriana, ya desde los lejanos 60, Hjortsberg triunfa sin aparente esfuerzo, uniendo concisión expositiva, ingenio elegante y requiebro irónico con una fluidez que apabulla y muy de agradecer. Además, si la película fue acusada en su momento de excesivamente violenta y sexual, la novela no se queda corta, mostrando a pecho descubierto su salvaje espíritu setentero: coged toda la escabechina humana y revolcones incestuosos que recordéis de la adaptación a la gran pantalla y añadidle de entrada un bebé degollado y una orgía de satanistas.

En suma, el viaje por El corazón del ángel literario recompensa con creces, por más que uno ya sepa qué sorpresa y destino aguardan al protagonista al resolver su caso.

En cuanto a los personajes, curiosamente Harry Angel no resulta tan empático en su forma primigenia como interpretado por Mickey Rourke ante las cámaras, o será que yo siento debilidad por Rourke y su aire vulnerable al primer Glenn Ford.

Este Angel no tiene ángel: el tipo se conduce casi siempre con cierto cinismo parasitario, no es alguien de quien el lector pueda prendarse fácilmente, ni tampoco fiarse; sin embargo, se revela eficacísimo como vehículo de desventuras y uno no se cansa de acompañarle en su descubrimiento de calamidades y horrores sin fin. Físicamente es descrito como un tipo corpulento, regordete y algo torpe, y Vincent D’Onofrio me vino inmediatamente a la cabeza, tal vez porque en la película asoma también Pruitt Taylor Vince, otro adiposón que tal baila: aquel secundario de aspecto onofrítico y un nistagmo horizontal, condición que le hace espasmar las pupilas y que siempre ha generado en mí una compasión piadosa y ganas de adoptarle.

Sin embargo, ay, en mi cabeza Lisa Bonet no pudo dejar de ser en todo momento Lisa Bonet, caracho…

Quien sale ganando en el libro en cuanto a carisma ‒¡y eso que me enamora el alma su encarnación “mortal” de 1987!‒ es sin duda Louis Cypher: para disfrutarlo del todo, resulta aconsejable desprenderse de la magnética envoltura de Robert de Niro ‒ya sé que cuesta‒  y atenerse a la descripción del narrador. Yo lo ensoñé más cercano a un Kenny Rogers en su última etapa zurcida, con sus ojos de zafiros garbanceros (más bien aguamarinas) y su sonrisa rígida de Monchito…, que reconozco es casi lo mismo que invocar a un Chuck Connors cincuentón y con perilla blanca; también funciona un Kris Kristofferson menos pelanas. Un cruce entre lo country y lo mefistofélico, vamos.

En cualquier caso, los mejores pasajes del libro tienen a Cypher como estrella absoluta ‒ya sabéis que el demonio es un robaescenas‒, en especial durante una actuación ilusionista en Times Square que deja sin aliento y casi sin ilusiones.

Un mes después de terminada la lectura, ya recuperado de lo exhausto que uno concluye el primer viaje, emprendí el segundo. ¿En qué modo continuaría Hjortsberg el garbeo por el Hades de Harry Angel? ¿Cuándo y dónde lo reencontraríamos y de qué manera podría replantearse o prolongarse una historia que había quedado tan hermética y primorosamente cerrada?

Bueno, pues la primera en la frente: Angel’s Inferno, escrita 40 años después, continúa EXACTAMENTE donde finaliza su predecesora. Y hasta ahí puedo leer: no voy a destripar la trama porque, aunque creo que en el fondo su ignorancia previa no resulta un elemento tan indispensable para disfrutar la novela (la lógica motivacional de los personajes no es precisamente el fuerte de este díptico, ni en la primera aventura ni en la segunda), sí me parece sagrado respetar el derecho del lector a llegar virgen al punto de partida de este nuevo descenso a los Infiernos.

Sólo mencionaré algunos detalles que espero aderecen las expectativas lectoras en lugar de disuadirlas:

En esta ocasión las localizaciones cambian: París (y en parte Roma) ocupan el lugar de Nueva York, descrito con parejo puntillismo y con la aparición estelar de músicos reales de jazz ¡y hasta del mismísimo William Burroughs como secundario y parte activa de un complot criminal! (Y por lo que pude deducir de su descripción y acciones, Hjortsberg alberga hacia Burroughs la misma simpatía que yo…, o sea, ninguna).

El personaje principal femenino, Bijou, se plantea tan prometedor en su caracterización como Epiphany Proudfoot lo fue en Fallling Angel…, y también, como Epiphany, a la hora de la verdad se queda a medio gas, sin que sus hermosas posibilidades fructifiquen. Sobre el papel, Bijou es incluso más interesante: jamaicana cincuentona, dionisíaca convencida y dueña de un cabaret vudú, da gusto que la contrapartida amorosa del protagonista le saque diez años y varios orgasmos de ventaja.

En ocasiones el recorrido por el París de época parece realizado por un nuevo rico de turismo en Francia, con esa fascinación estadounidense hacia la piedra vieja que los nativos tenemos más vista que el tebeo; en otras, recuerda a incursiones en la monumentalidad europea también concisas y turbadoras como la de Thomas Harris en su maravillosa Hannibal. Y asimismo, la constante traducción paralela de frases en francés puede llegar a irritar un poco… Pero todo esto es peccata minuta en comparación con las alegrías que aguardan al lector paciente: el nivel de violencia y salvajismo no mengua (Belcebú bendiga a los escritores duros de esa generación) y de regalo tenemos a una Iglesia Católica ejerciendo la labor de Satanás en la Tierra sin modificar un ápice sus actividades reales, un Satanitas muy perjudicial para la salud moral. Además, si queréis saber en el patio de qué casa le chupa su golosina salobre un eclesiástico a un arzobispo francés, sólo tenéis que introducir en Google Maps la dirección que proporciona la novela y…, ¡voilà! Aparece exactamente el edificio descrito, incluso la cañería por la que trepamos para espiarles… ¡y para más inri, se trata de la sede oficial del arzobispado!

El final de esta secuela está a la altura del anterior. Un final fastuoso e igual de definitivo (ja ja) que el primero. Ambos te hacen recordar aquellas novelas de los años 50, tipo Richard Matheson, que te dejaban impresionado, saciado y feliz.

Si habéis leído Falling Angel, creo que Angel’s Inferno también os encantará: está muy bien escrita y es absolutamente fiel al espíritu de su antecesora, contiene otro montón equiparable de sorpresas envenenadas y la olla a presión de su suspense funciona de nuevo sin necesidad de recurrir a los mismos resortes. Sólo concibo una tesitura desde la que pueda decepcionar esta segunda obra: si quien leyó la primera lo hizo ANTES de ver la película, es decir, sin saber de antemano cuál sería el desenlace. Quizá si lo viera desde su perspectiva ‒y además, yo no he gozado de décadas para “agrandar” el libro en mi memoria‒, podría admitir que un segundo trayecto en la montaña rusa junto al crápula de Harry Angel resulte menos excitante, porque el elemento sorpresa debió de ser abracadabrante en esa primera oportunidad. Pero en mi caso, esta doble inmersión infernal a pulmón libre ha merecido muchísimo la pena.

Ahora sólo falta que alguien se anime a publicar Angel’s Inferno en España. Eso sí, ambas novelas están tan intrincadamente unidas, que yo aconsejaría una edición conjunta.

Posdata.

Una de las mayores virtudes del Hjortsberg fabulador, si no la mayor, reside en que a lo largo de su relato minucioso, convincente y fisicista permea indeleble y distanciada una fina mirada socarrona, como si el autor de lejos ‒¡como un diablo juguetón!‒ nos estuviera haciendo partícipe con sorna de una gran humorada. Lo cual nos alivia en los fragmentos menos verosímiles si pensamos que todo lo que estamos leyendo no es más que una fantabulosa farsa…, y nos preocupa en los más plausibles, cuando intuimos que tal vez las vidas cuya caídas en picado estamos presenciando en vivo no sean la de Harry Angel ni la de Johnny Favorite, sino las nuestras: y que sólo el autor sabía desde que arrancó con su primera profética frase que tú y yo estamos irremediablemente condenados.

Copyright del artículo © Hernán Migoya. Reservados todos los derechos.

Hernán Migoya

Hernán Migoya es novelista, guionista de cómics, periodista y director de cine. Posee una de las carreras más originales y corrosivas del panorama artístico español. Ha obtenido el Premio al Mejor Guión del Salón Internacional del Cómic de Barcelona, y su obra ha sido editada en Estados Unidos, Francia y Alemania. Asimismo, ha colaborado con numerosos medios de la prensa española, como "El Mundo", "Rock de Lux", "Primera Línea", etc. Vive autoexiliado en Perú.
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