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Martín Bonfil Olivera: «Decir que la ciencia es asombrosa no basta, hay que mostrarlo»

En El mundo y sus demonios, Carl Sagan se plantea esta duda:»¿Por qué tiene que ser tan difícil para los científicos transmitir la ciencia? Algunos científicos –incluyendo algunos muy buenos– me dicen que les encantaría hacer divulgación, pero carecen del talento para ello. Dicen que saber y explicar no es lo mismo. ¿Cuál es el secreto?»

Hablamos de una cualidad que no abunda. No la regalan en los laboratorios o en los talleres literarios, y tampoco hay una X que en el mapa académico señale la presencia de ese tesoro.

Como divulgador, Martín Bonfil Olivera se ampara en la escritura para dejarse tentar por los nuevos horizontes de la investigación, y por eso mismo aplica la fórmula que recomendó Sagan –»encender la chispa del asombro»– en los múltiples frentes donde ejerce su labor.

Autor de libros como La ciencia por gusto, una invitación a la cultura científica (Paidós, 2004), Bonfil Olivera trabaja en la Dirección General de Divulgación de la Ciencia, de la UNAM y colabora en el diario Milenio con una columna de divulgación científica. Desde su blog, confirma día a día que profundizar en la comprensión de estos temas y presentarlos al gran público es una necesidad de primer orden.

A través de los medios de comunicación, la seudociencia, la superstición y la charlatanería compiten con la verdadera cultura científica a la hora de atraer nuestro interés. En muchas crónicas periodísticas, el charlatán adquiere protagonismo por encima del científico ¿Por qué a muchos periodistas les resulta tan fácil ceder a ese impulso sensacionalista? ¿Qué papel debería desempeñar el periodismo en la difusión de la verdadera ciencia y en la denuncia de patrañas como la homeopatía?

Hay múltiples razones por las que las charlatanerías y seudociencias tienen tanto éxito, por encima del conocimiento científico legítimo. Dos de ellas las menciona Carl Sagan en su libro El mundo y sus demonios: las seudociencias son mucho más fáciles de explicar que la ciencia, pues constan sólo de un aparente sentido común, a diferencia de las explicaciones científicas, que son normalmente complejas y abstractas, y que muchas veces desafían ese sentido común. Y en segundo lugar, siempre prometen cumplir lo que uno desea, mientras que la ciencia frecuentemente frustra nuestras expectativas mostrándonos las dificultades para obtener algún resultado que ansiamos.

Además, las seudociencias y charlatanerías siempre son negocio; siempre hay un vivales que cobra por ellas y se enriquece a costa de la credulidad de los demás, y por tanto hace propaganda para promover su «producto». Cosa que los científicos no hemos hecho suficientemente. De ahí la importancia de promover, además de una mejor educación científica en la escuela, una cultura científica «popular», como lo hacemos los divulgadores y periodistas científicos y en general quienes nos dedicamos a la comunicación pública de la ciencia.

La frecuente y desesperante presencia de la charlatanería en los medios se debe, sin duda, a la falta de preparación especializada de periodistas y editores, que muchas veces no están capacitados para distinguir ciencias de seudociencias, a comprender los conceptos básicos detrás de una nota de ciencia, ni a profundizar con cuestionamientos inteligentes y penetrantes ante la información que se les ofrece; por ello, se limitan a reproducirla acríticamente. Además, en ocasiones hay presiones políticas o comerciales para incluir algunos temas que no tienen que ver con ciencia pero que se presentan como «científicos».

La difusión de seudociencias y patrañas nunca cesará, siempre ha existido. No se puede prohibir. Pero al menos debería defenderse la importantísima distinción entre lo que es la ciencia legítima, validada por un método, por la evidencia y argumentos que la sostienen, y por el consenso de la comunidad de expertos relevantes que la avalan, y las creencias sin fundamento verificable que se quiere hacer pasar por ciencia. Si se van a publicar, que no sea en la sección de ciencia, y que no se diga impunemente que son ciencia cuando no lo son.

Y en muchas ocasiones hay que ir más allá, sobre todo en el caso de seudociencias médicas, como el negacionismo del sida y de las vacunas, y se debe dar la batalla para combatir la difusión y aceptación de creencias que pueden dañar la salud de los ciudadanos. En esos casos, la libertad de expresión de los charlatanes se topa con su límite: el bienestar de la comunidad.

Las redes sociales son otro medio extremadamente útil para los charlatanes. ¿Siempre tendrán ventaja las seudociencias en Facebook o Twitter? ¿Cómo ha de plantearse la divulgación científica en las redes sociales para contrarrestar el atractivo de las seudociencias y el esoterismo?

Quisiera tener la respuesta a esa pregunta. Puedo decir que hay dos factores que facilitan la propagación de charlatanerías. Uno, la extraordinaria facilidad con la que cualquier persona puede difundir información por las redes sociales, así como en blogs y páginas web. Y dos, la desafortunada tendencia de los seres humanos a creer en las cosas más descabelladas por encima de creencias más razonables –el gusto por las teorías de la conspiración y las explicaciones místicas en vez de explicaciones más parsimoniosas lo comprueba. Si pensamos en las ideas como memes (unidades de información que pueden reproducirse a sí mismas al pasar de un cerebro a otro), y los comparamos con la propagación de un virus, diríamos que las ideas seudocientíficas son altamente propagables (como el catarro, que se contagia fácilmente, a diferencia del VIH, por ejemplo) y además muy infecciosas (una vez que está uno en contacto, es fácil adquirir la infección –porque hay ideas que nos llegan pero que no adoptamos). Es una combinación desafortunada.

Hay dos maneras principales de combatir esta ola de desinformación seudocientífica. Una es la que adoptan muchos colegas divulgadores escépticos, que es atacarlas frontalmente, rebatiendo cada uno de los falsos argumentos y datos que presentan, y proporcionando a cambio información verídica. Lo malo es que esta estrategia tiende a ser desagradable para el público –a nadie le gusta que le digan que sus creencias, sobre todo si son muy queridas, son falsas, a nadie le gusta estar equivocado y sentirse tonto–, y que muchas veces la forma, el tono en que se combaten las seudociencias llega a ser regañón y hasta agresivo, lo cual hace que quienes creen en las charlatanerías se alejen, y se acabe predicando sólo a los ya convertidos.

La otra estrategia es no tanto confrontar, sino insistir en presentar información verídica, y sobre todo, fomentar el pensamiento crítico, la cultura científica, del público, para intentar así que las ideas científicas legítimas vayan poco a poco sustituyendo en el imaginario colectivo a esas creencias sin fundamento que venden los charlatanes. Es una vía mucho más lenta e insegura, pero quizá más eficaz a largo plazo para llegar a una población amplia, y no sólo a un círculo reducido. La cultura científica amplia debería actuar en cierta medida como vacuna contra los memes seudocientíficos.

Quizá lo mejor sea una combinación sabia de ambas estrategias.

Aún así, hay individuos y núcleos de la población que nunca abandonarán sus creencias seudocientíficas; incluso hay estudios en que se ha modelado la difusión de ese tipo de ideas en una población y se ve que quienes creen en ellas se agrupan en pequeños cúmulos que rechazan toda idea que no coincida con las suyas. Al menos, podemos tratar de que esos grupos no crezcan o que se reduzcan lo más posible. No de una manera represiva, sino por medio del convencimiento razonado y la insistencia constante en difundir la ciencia real.

¿Qué puede llevar a una persona aparentemente culta a defender ideas tan estrafalarias y peligrosas como el negacionismo del SIDA o el engaño antivacunas?

​Yo tengo una hipótesis: la llamo «el nicho de credulidad». Además de la deficiente educación científica que recibimos en la escuela –al menos en países como México–, estamos inmersos a un constante bombardeo de mensajes seudocientíficos. Desde los simples horóscopos en cada diario o revista, hasta la propaganda de remedios milagro en la TV, a la serie de terapias «alternativas» y disciplinas esotéricas o de autosuperación como acupuntura, homeopatía, reflexología, iridología, constelaciones familiares, cristales, reiki, eneagrama, cienciología y un larguísimo etcétera.
Y parte de esa propaganda omnipresente y constante es el mensaje de «hay que creer». Tener fe, suspender el escepticismo, aceptar que hay cosas que la ciencia no ha logrado o no logrará explicar, desconfiar del pensamiento racional, abrirse a otras posibilidades, reconocer las limitaciones del pensamiento científico, no ser cuadrado, reconocer que la ciencia no lo sabe todo… Mi hipótesis es que luego de una vida de estar sometido a este tipo de mensajes, los hábitos de pensamiento crítico de cualquier persona comienzan a debilitarse.

Primero empieza uno divirtiéndose con el horóscopo, luego dándole el beneficio de la duda, quizá en un momento de necesidad o desgracia, a alguna terapia «alternativa», luego hallando sentido a alguna filosofía mística, luego aceptando teorías de complot… es como si nuestro «sistema inmunitario» mental se debilitara, como si estas ideas poco a poco lo fueran minando y nos causaran una especie de sida intelectual. Y así, luego de aceptar una serie de ideas absurdas pero inocuas o relativamente poco dañinas, cuando llega una idea realmente peligrosa, como negar que el sida se puede adquirir por el contagio de un virus, o creer que vacunar a los hijos puede causarles autismo… ¡la aceptamos! Y entonces ocurren las verdaderas desgracias.

Cuando uno piensa en divulgación científica, salen de inmediato a relucir nombres como los de Carl Sagan, Stephen Jay Gould, Neil DeGrasse Tyson o Richard Dawkins. ¿Qué lecciones podemos extraer, desde Hispanoamérica y España, de los grandes divulgadores anglosajones?

Una de las cosas que me llaman la atención a este respecto es que, desde mi punto de vista, y platicando con varios de mis colegas, nos damos cuenta de que no hay grandes estrellas de la divulgación científica en Hispanoamérica. Hay nombres como Julieta Fierro en México, Pere Estupinyà y Eduard Punset, de España, o Diego Golombek, de Argentina, pero ninguna «gran estrella» en el sentido de ser alguien admirado y respetado ampliamente no sólo por sus «fans», sino por unpúblico realmente amplio, incluso internacional, y además por sus pares, y de convertirse en un clásico y un modelo a imitar. Quizá es sólo cuestión de madurez; la divulgación científica en español es todavía relativamente joven.

Pero contestando la pregunta, yo creo que los personajes que mencionas, a quienes yo añadiría, entre muchos otros posibles, al gran Isaac Asimov, han sido precisamente modelos a seguir para muchos divulgadores de mi generación y de las anteriores: figuras que nos acercaron a la ciencia y al gozo que puede proporcionar, que en muchos casos despertaron vocaciones por la divulgación y a los que muchos comenzamos imitando, o al menos inspirándonos en ellos, en el sentido de pensar «algo así es lo que yo quiero hacer».

Como en todo oficio y arte –mi colega Ana María Sánchez Mora ha dicho que la divulgación es una «artesanía»–, la mejor manera de aprender es estudiando a los maestros, a los clásicos, viendo cómo lograron lo que lograron y aplicando este conocimiento para construir uno su propia obra, su propio estilo y caminar en la dirección que uno deseé. Que puede ser una dirección totalmente novedosa, claro, pero no se puede partir de cero.

La creación del Departamento de Ciencias en la Dirección General de Difusión Cultural de la UNAM en los setenta y la fundación, diez años después, del Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia (CUCC), dirigido por Luis Estrada, figuran como hitos de la comunicación científica en México. Si no me equivoco, se cumplen quince años de la revista ¿Cómo ves? y más de treinta de Ciencias, ambas editadas por la UNAM. En la actualidad, usted trabaja en la Dirección General de Divulgación de la Ciencia de la UNAM. ¿En qué medida todo este esfuerzo institucional ha contribuido a que la ciencia tenga el reconocimiento que merece entre los ciudadanos? ¿Qué nuevos retos pueden acometerse, en este sentido, desde la UNAM?

Sin duda la labor del grupo de científicos reunidos alrededor de la figura de Luis Estrada Martínez fue la que hizo posible gran parte de lo que hoy tenemos en divulgación científica en México. La UNAM, y dentro de ella el Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia (hoy, desgraciadamente, degradado a Dirección General de Divulgación de la Ciencia, una decisión burocrática muy desafortunada que le arrebató, al menos en el papel, el carácter académico y la convirtió en una dependencia meramente de servicio) han sido, junto con la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica (SOMEDICYT), en cuya fundación participó también mucha gente de la UNAM, las semillas de las cuales se ha desarrollado gran parte de los esfuerzos que hoy están floreciendo en gran parte del territorio nacional.

Poco a poco, a través de los años, la labor que inicialmente se hacía casi exclusivamente en el centro del país –aunque siempre ha habido pequeños esfuerzos en los Estados– se ha ido extendiendo, fortaleciendo y profesionalizando, y hoy puede hablarse de que se ha formado una red, todavía un poco deshilvanada y tenue, pero que existe, de divulgadores a nivel nacional, que estamos cooperando, dialogando y compartiendo experiencias. También se ha logrado cambiar paulatinamente la imagen negativa o de irrelevancia que las autoridades –y muchos científicos– tenían de la divulgación: hoy se están dando más apoyos y se están promoviendo más proyectos de divulgación.

En mi opinión, lo indicado es seguir en esa dirección: fomentando la formación cada vez más profesional de divulgadores, sin caer en improvisaciones; el promover la realización de proyectos de divulgación de todo tipo, con distintos niveles de profundidad, por todos los distintos medios y para todos los distintos públicos; insistir en el reconocimiento de la divulgación científica como una labor valiosa, necesaria, incluso indispensable para el buen funcionamiento del sistema científico-tecnológico del país, que debe ser llevada a cabo por profesionales preparados, por especialistas. Y apoyar también su desarrollo académico, a través de la investigación, la reflexión, la sistematización y la documentación de toda la experiencia adquirida en estas décadas que han pasado, sin descuidar por ello la formación de divulgadores en activo, que no sólo reflexionen sino que divulguen.

¿Qué ha de caracterizar, en su opinión, a un buen divulgador científico?

Sin la menor duda, antes que nada, el entusiasmo. La divulgación es una labor que, como las artes o la misma ciencia, no te va a hacer rico, y ni siquiera famoso, y que requiere una gran cantidad de tiempo para formarse y prepararse, así como un esfuerzo diario en su práctica. Si no es a lo que uno quiere dedicarse de corazón, es mejor buscar otra ocupación.

En segundo lugar, es absolutamente indispensable, para ser un buen divulgador, tener una base sólida y amplia –lo cual no quiere decir a nivel de especialista, sino de un buen generalista– de conocimiento científico. No se puede divulgar lo que no se entiende, porque divulgar es explicar, contextualizar, recrear, extender. Hoy noto una preocupante tendencia entre los jóvenes aprendices de divulgadores en México a menospreciar la importancia del conocimiento de las bases científicas de las diversas disciplinas, los principios generales, los hitos de la ciencia. Es probable que esto esté relacionado con el declive de los ya por sí bajos niveles de lectura en mi país. Sin una buena comprensión de la ciencia quizá se puede ser un divulgador pasable, pero no un buen divulgador.

Un tercer requisito es tener una buena base de redacción, porque todo medio, aunque no use directamente la palabra escrita, parte de un guión escrito. Y saber redactar bien es saber expresar de manera clara y ordenada las ideas. Es lamentable ver que incluso en los medios profesionales el manejo del lenguaje –escrito o hablado– es cada día más pobre y más deficiente; más rudimentario. Se comunica cada vez menos en un discurso cada vez menos claro y más lleno de aire, de palabras redundantes, ambiguas o incorrectas, de ideas que, si se rasca un poco, ni siquiera quien las está diciendo o escribiendo entiende. Una buena formación en redacción es un antídoto contra todo eso.

Como requisitos adicionales o mencionaría, entre otros, la creatividad, una amplia cultura general, la curiosidad, la responsabilidad, la facilidad para explicar, el pensamiento lógico y el pensamiento crítico.

Además de su blog La ciencia por gusto, ha desarrollado otras iniciativas en la blogosfera. ¿Qué le atrajo de los blogs como medio para desarrollar parte de su tarea como divulgador?

Desde que yo estudiaba la carrera de químico farmacobiólogo ya era conocido por llegar con mis amigos, que estaban preocupados por cosas más importantes como estudiar para un examen o terminar el reporte de laboratorio, blandiendo alguna revista o libro y diciendo «¡mira!, ¿ya viste esto?» y queriéndoles explicar alguna noticia o concepto interesante relacionado con la ciencia que había yo hallado por ahí. Incluso participé, con algunos compañeros, en fundar un pequeño boletín mimeografiado para la Facultad de Química, y mi primer artículo publicado formalmente apareció en la Gaceta oficial de la Facultad al poco tiempo de egresar. Años después, cuando ya trabajaba en el Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia, a donde ingresé en 1990, solía fotocopiar los artículos o noticias que me parecían interesantes e irlos repartiendo de puerta en puerta entre mis colegas.

De modo que mi afán de difundir la información que me parece valiosa viene de hace mucho. Los medios digitales (el correo electrónico, primero; luego las listas de correos y páginas web, y actualmente los blogs y las redes sociales) me proporcionaron la manera de pasar de esa comunicación directa, «a pie», a la posibilidad de llegar a una cantidad mucho mayor de personas incluso en distintos países a cero costo.

En realidad, mi primer acercamiento a los blogs se debió a que Milenio Diario, el periódico donde publico mi columna semanal de ciencia, comenzó a cobrar por entrar a su página web; yo pedí autorización para reproducirla en un blog. Luego, al tiempo que me daba cuenta de que así podía llegar a muchos lectores que quizá no leen periódicos, descubrí que podía utilizar herramientas como los correos electrónicos y las listas, y posteriormente las redes sociales, para difundir y hacerle propaganda al blog, y además que en él podía poner una versión del texto más extensa y más rica, con imágenes, links, videos y otros recursos, de lo que podía hacer en el diario.

Posteriormente he abierto otros blogs secundarios para seguir llevando a cabo ese «¡Mira!» que siempre me ha caracterizado. Hoy no dejo de sorprenderme del a veces inusitado poder de internet para difundir información: uno no sabe cuando algo se pude volver viral, o salirse de control y producir resultados inesperados, a veces positivos, pero a veces también negativos. Internet y en especial las redes sociales son una herramienta que todavía no aprendemos a manejar correctamente como sociedad.

El blog comparte título con su libro La ciencia por gusto: una invitación a la cultura científica (Paidós). Este ensayo se presenta como un libro hedonista. ¿Cómo convencería al público general de que es posible disfrutar a lo grande leyendo textos sobre ciencia?

Demostrándolo. Creo que decir que «la ciencia es asombrosa» no basta; hay quemostrarlo. Hay que asombrar con la ciencia, emocionar, sorprender, conmover. El problema es que, aunque hay muchas cosas en ciencia que pueden producir un asombro inmediato –ver la luna a través de un telescopio, sentir cómo un avión comienza a elevarse cuando adquiere suficiente velocidad, ver la vida microscópica en acción–, en general el asombro en ciencia tiene que pasar primero por la comprensión racional, intelectual. En ciencia primero la menteentiende, y sólo entonces es que el corazónsiente. Y para lograr esa comprensión racional se requiere muchas veces al menos un mínimo de trabajo cognitivo por parte de la audiencia, un pequeño esfuerzo –y a veces, no tan pequeño. Es por eso que el público para la ciencia nunca será tan grande como para cosas como el deporte o el mundo del espectáculo.

Y sin embargo, si se tiene una oferta de divulgación variada, diversificada, dirigida a todos los distintos niveles y tipos de público, y por lo tanto en distintos niveles de profundidad, de extensión y de abstracción lenguaje, desde pequeñas cápsulas en cualquier medio hasta libros extensos, documentales o series, pero siempre teniendo cuidado de que haya un elemento de asombro, de maravilla, se puede ir creando un público cada vez mayor de aficionados a la ciencia, que de consumir productos «para principiantes» se irán convirtiendo en más conocedores que buscarán productos más profundos… y más maravillosos. Si logramos que la gentedisfrutela ciencia, así sea por un instante, iremos logrando que poco a poco la aprecie y la entienda más. Y la busque y la consuma más.

Leí en su blog un artículo sobre el programa El mundo de Beakman, protagonizado por Paul Zaloom entre 1992 y 1997. Creo que en todos los países donde se ha emitido, incluidos México y España, este espacio ha fomentado vocaciones científicas entre los niños. ¿Por qué en países como los nuestros parece que hay más reparos a la hora de divulgar la ciencia de manera divertida?

Quizá por el prejuicio simplista, que albergan sobre todo los investigadores científicos, de que ver el lado divertido, informal, irreverente o incluso ridículo de la ciencia de alguna manera la desautoriza o la abarata. Y eso, como queda claro con Beakman y con muchos otros ejemplos, no es necesariamente cierto, por más que Beakman siga reproduciendo el ya tan gastado y criticado estereotipo de bata y greña despeinada (aunque en este caso la bata es «verde moco» y la greña no es canosa).

Pero por contraste yo añadiría que muchas veces la divulgación de este tipo que se hace en nuestros países no logra tener la calidad de productos como Beakman: en muchos casos los productos que se logran no son realmente graciosos, no son realmente asombrosos, ni divertidos, ni creíbles –se siente a los actores actuando, no a un personaje en el que uno pueda creer–, y a veces ni siquiera llegan realmente a divulgar la ciencia, sino sólo a mencionarla de refilón, sin profundizar en lo más mínimo. Uno termina preguntándose «¿y dónde está la ciencia?». Si lográramos hacer cosas con la calidad y gracia de Beakman, quizá las cosas se verían distintas.

Dos de sus libros se dirigen al público infantil, ¿Barriga llena? (Ediciones Castillo), con ilustraciones de Ixchel Estrada, y Charles Darwin: El secreto de la evolución (SM), ilustrado por David Lara. ¿Cómo fue esa experiencia de escribir un libro para niños sobre la vida de Charles Darwin?

Tengo que decir que en los casos en que he escrito para niños (hoy hay un tercer libro, El catarro y otras horribles amenzas, de ADN Editores, que pronto estará a la venta) ha sido siempre por invitación del alguien más. Los niños son un público especialmente difícil, y para mí al menos es un reto, pues son exigentes –en términos de que si algo no les interesa, lo abandonan sin miramientos, y si algo no les gusta, lo dicen sin tapujos– , y yo en lo personal los conozco poco.

Por eso mismo, la experiencia de intentar escribir algo que pueda atraer a un público como ese ha sido especialmente interesante. Al hacerlo, he tratado de ponerme en sus zapatos, no sólo recordando qué cosas me gustaba a mí leer de niño, sino también de entender qué les gusta a los niños de hoy (soy un gran amante de los modernos y maravillosos libros para niños, cuya oferta hoy es infinitamente más rica y diversa que lo que había en los años 70…). Y por lo que me han dicho los pocos lectores infantiles (o sus padres) de los que he tenido noticias, no lo he hecho tan mal. 😉

Hablando de televisión, hay una serie que ha influido bastante en su vida. Me refiero a Doctor Who. ¿Cómo recuerda su descubrimiento de esta serie en los setenta? ¿Ser fan de Doctor Who le animó de algún modo a seguir el camino de la ciencia?

Descubrí la serie simplemente mirando la televisión (en blanco y negro) en mi casa de niño, luego de ir a la escuela. La combinación de historias extrañísimas, personajes distintos a todo lo que había en otras series, monstruos fascinantes (obviamente los Daleks eran y son mis favoritos), además de la música y las atmósferas que el programa creaba bastó para hacerme fan vitalicio.

Doctor Who ha sido una especie de obsesión para mí toda mi vida. Y afortunadamente a lo largo de los años la BBC y los productores que la han manejado han mantenido su capacidad de fascinación. Hoy por fin Doctor Who ha dejado de ser una serie de culto para volverse mainstream.

No podría decir si la ciencia me gustó –en parte– gracias a Doctor Who (que no es realmente una serie tan «científica», en el sentido de que no tiene muchos conceptos científicos serios; es más bien fantasía científica que ciencia ficción), o si Doctor Who me gustó porque ya la ciencia me atraía desde antes. Probablemente ambas cosas; fue un proceso de sinergia. Pero ha habido pocas ocasiones en que haya podido relacionar ambas aficiones en mi trabajo profesional.

Pertenece a la generación que vio Cosmos de Carl Sagan, durante la adolescencia. ¿Qué opinión le merecen los nuevos episodios presentados por Neil DeGrasse Tyson?

Tengo que confesar que no he terminado de ver la nueva serie, pero yo diría que, desde mi perspectiva de que fui un adolescente absolutamente conquistado y fascinado por la serie original de Sagan, y que hoy soy un casi cincuentón que ve la de Tyson como una «segunda versión» y no puede evitar comparaciones, diría que la nueva Cosmos me parece un producto impecable, de primera calidad, que puede provocar asombro, cambiar mentes, comunicar conceptos y fomentar el aprecio y la comprensión pública de la ciencia, exactamente de la misma manera que la original.

Obviamente las diferencias son muchas; la personalidad de Tyson es muy distinta de la de Sagan, y el uso abundante de animaciones en vez de las dramatizaciones con actores en lo personal me dejan un poco añorando. Siento también que a Tyson, con todo y su manera entusiasta, vehemente de comunicar, le falta un poco de la poesía de Sagan. Pero son otros tiempos, otro contexto cultural, sobre todo en Estados Unidos. Creo que es, sin duda, una magnífica serie, y la recomendaría ampliamente. Pero siempre, me temo, seguiré prefiriendo en el fondo de mi corazón a la que a mí me conmovió y me cambió la vida de adolescente.

¿Por qué bastantes escépticos creen que la filosofía es prescindible e incluso contraproducente en el ámbito de la ciencia?

Por tres razones. Primero, por ignorancia. A pesar de que muchos de ellos han leído filosofía, no la han entendido. No han logrado estudiarla desde el marco de referencia que le es propio –el filosófico–, e insisten en tratar de entenderla y juzgarla desde el punto de vista científico. Es por eso que le exigen «pruebas» y «resultados» del tipo que se le exige a la ciencia, en los términos que se le exige a la ciencia y a la tecnología.

Para mí es un absoluto misterio por qué personas tan inteligentes pueden arreglárselas para lograr no entender ni siquiera conceptos básicos de la filosofía. Es decir, sí los entienden, pero no los aceptan; los rechazan en unos términos que indican que en realidad no entendieron la cuestión de la que se trata. A veces me recuerdan a los creacionistas que, aunque pueden recitar perfectamente la explicación darwiniana de la evolución por selección natural, la siguen rechazando, porque handecidido no entenderla.

Y esto me lleva a las otras dos razones: la segunda es un pésimo hábito de soberbia intelectual, que les lleva a ellos, a personas que constantemente critican a todos esos charlatanes y seudocientíficos que descalifican a la ciencia y creen tener la razón absoluta cuando pontifican que «Einstein se equivocó» (o Darwin), o que «hay cosas más allá de la ciencia», a adoptar la misma actitud respecto a la filosofía (en particular respecto a la epistemología y la filosofía de la ciencia). Esto hace que sean incapaces de aceptar la posibilidad de que, en el transcurso de una discusión, se les demuestre, o se les muestre que, adoptando el marco de referencia adecuado, muchas de las objeciones o descalificaciones que arrojan hacia la filosofía dejan de tener justificación. Y se vuelven así dogmáticos y cerrados; justo lo que critican en otros. Al grado de que llevan a molestarse y ponerse agresivos.

El antídoto contra esto sería una mínima humildad que les permitiera pensar que quizá estudiando más a fondo, y con una actitud más abierta y menos a la defensiva, se darían cuenta de que una disciplina que ha existido durante siglos y que es practicada y desarrollada por miles de especialistas a nivel de licenciatura, maestría y doctorado en todos los países, y que forma parte de los planes de estudio y la oferta educativa y de investigación de todas la universidades serias del mundo, probablemente no es una charlatanería sin sentido. La probabilidad de que ellos pocos estén en lo correcto y toda esa comunidad que durante tanto tiempo se ha dedicado a la filosofía sean sólo unos tontos ofuscados es, francamente, muy baja.

Por desgracia, los divulgadores escépticos que suelen tener esa visión de la filosofía suelen ser precisamente aquellos que no recibieron una formación formal como científicos: los que no hicieron una tesis de licenciatura en ciencia, los que no pasaron al menos algunos meses, o años, en un laboratorio realizando experimentos, participando en seminarios y discusiones, asistiendo a congresos y preparando ponencias o artículos para ser arbitrados antes de publicarse. Y por tanto tienen una visión idealizada de la forma en que se produce el conocimiento científico, que no incluye los factores azarosos, la mezquindad humana, el sufrimiento de una labor muchas veces ingrata, la importancia de muchos factores ajenos a la lógica y el pensamiento racional en la producción de eso que, en su versión terminada, se ve como la cumbre de la racionalidad: el conocimiento científico. Quizá otro requisito para ser un buen divulgador científico –y también para ser un buen filósofo de la ciencia– sería haber vivido, al menos por un breve tiempo, la experiencia de hacer investigación científica real.

Y finalmente, la tercera razón, que quizá es la más de fondo: por miedo. Por alguna razón estos «filosofóbicos» creen que, si se aceptan las ideas que la filosofía propone, eso necesariamente dañará la credibilidad de la ciencia; la socavará y quizá acabará con ella. Lo cual es, por supuesto, una tontería. Es cierto que la filosofía de la ciencia cuestiona los supuestos básicos en los que se basa la ciencia. Pero eso es lo que hace la filosofía: cuestionar los supuestos básicos de todo. Hacer las preguntas incómodas. Es cierto que, desde el punto de vista filosófico, la ciencia no deberíafuncionar tan bien como lo hace; una de las preguntas más fundamentales en filosofía de la ciencia es «¿por qué la ciencia, a pesar de todos los graves problemas lógicos, epistemológicos y metodológicos que presenta, funciona, y funciona tan bien que nos permite todos estos constantes avances tan asombrosos?». Pero eso no quiere decir que la filosofía se oponga a la ciencia: simplemente, quiere entenderla. Existen, por supuesto, filósofos e incluso corrientes filosóficas que hacen una crítica a la ciencia bastante absurda y violenta. Pero eso es como señalar que hay científicos que atacan virulentamente a la filosofía, o que desarrollan armas de destrucción masiva. Eso no es argumento para descalificar a la ciencia –ni a la filosofía– como un todo.

La ciencia es una actividad humana, y como tal tiene sus fallas, carencias, contradicciones y hasta su lado oscuro. Quererla presentar como una princesa de cuento es un engaño: lo mejor que podemos hacer como divulgadores es presentar la imagen más completa y honesta que podamos de ella, y eso incluye la visión filosófica de la ciencia, con todos sus lunares, verrugas e imperfecciones, que no por ello la invalidan.

No hace mucho, entrevistando al filósofo y ensayista José Antonio Marina, me comentaba que la filosofía de la ciencia es una disciplina fundamental a la hora de establecer vínculos entre las ciencias y las humanidades. ¿Lo cree también así? ¿Es posible que la filosofía de la ciencia sirva de base al proyecto de la tercera cultura, vinculando letras y ciencias?

Sin duda. No sé si de base, pero sí como un elemento fundamental. Si los extremos de las «dos culturas» siguen siendo la ciencia, por un lado, y las humanidades y artes, por el otro, las disciplinas como la filosofía, la historia, la antropología y otras pueden servir de puente. Porque, aunque son muy distintas de las ciencias naturales, nos permiten entenderlas más profundamente, de una manera quizá más múltiple, menos «objetiva», pero sin duda útil.

Si la ciencia busca entender la naturaleza más a fondo, la filosofía y otras disciplinas que toman a la ciencia como objeto de estudio buscan, lejos de atacarla o destruirla, conocerla y entenderla mejor. No siempre lo que encuentren le va a gustar a los científicos, ni a los que insisten en mantener una visión idealizada de la ciencia (en el que se usa un «método» más o menos infalible para producir conocimiento «objetivo»), pero eso no quiere decir que no sea una visión válida y, sin duda, útil.

En el fondo, «cultura» es todo aquello que es producto no de la naturaleza, sino de la actividad humana. La ciencia es parte de la cultura; es sólo que no la valoramos como tal, cosa que sí hacemos con las artes y las humanidades. Éste es el principal cambio que perseguimos los divulgadores cuando hablamos de «cultura científica».

¿Será posible algún día corregir el desfase entre los científicos y los intelectuales de letras? Se lo comento por algo que aún es habitual encontrarse a estudiosos de las humanidades que, sin ningún reparo, exhiben un desdén absoluto por el conocimiento científico.

Yo tendría que decir que sí. Es cada vez más frecuente –o menos infrecuente– encontrar artistas y humanistas que expresan al menos un interés superficial en la ciencia. Muchas veces con conceptos confusos, o incluso erróneos, pero que ya no ignoran olímpicamente su existencia.

Al mismo tiempo, muchos científicos valoran las artes y humanidades. Yo confío, porque ese es el ideal de la labor de divulgación científica, que poco a poco vayamos logrando, a través de nuestra labor, que la ciencia vaya permeando en la sociedad para irse convirtiendo en cultura popular. La base para ello tiene que ser, además de una labor continuada y eficaz de comunicación a públicos cada vez más amplios, un diálogo respetuoso en que cada quien aprecie lo que el otro tiene que decir, sus razones y el valor y la utilidad de su labor y sus productos. Sinceramente, creo que es una meta utópica, pero a la que puede uno irse a aproximando al menos un poco. Lo mismo, si lo pensamos, ocurre con la ciencia: nunca entenderemos todo acerca del universo, pero podemos ir acercándonos a entenderlo un poco más cada día.

Copyright © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.