Eduardo Úrculo (1938-2003) es un alto ejemplo de artesanía sin mundo: ha sido un neopicassiano, un abstracto expresionista con rasgos informalistas, un pop que acredita, en su más reciente manera, una síntesis de estéticas como la historieta, el cartelismo y las reminiscencias del kitsch alimentado de cine espectacular.
Su excelencia operativa es infalible. Su gusto, menos infalible. Pero no hay en su obra un universo, sino un cumplido afán de ornamento. Es de esos pintores que “siempre quedan bien” haciendo pintura a la manera de Tal o Cual. Su marca de fábrica son unos personajes que aparecen de espalda, mirando, con rostros que nunca conoceremos, el espectáculo de un mundo cartelizado: rascacielos, puertos, cielos con aviones.
Espléndidos cuerpos de mujer, más o menos o nada vestidos, a veces mutilados, y varones cubiertos con trajes y gabardinas, y los típicos sombreros Borsalino que sombreaban los ojos de Humphrey Bogart y Charles Boyer.
A veces, sus cuadros muestran ropas vacías, maletas anónimas, los restos que dejan en la escenografía sofocante de nuestras ciudades, el paso de Nadie y de Ninguno. A menudo, la pintura contemporánea nos entrega estas colecciones de objetos derelictos, abandonados por vidas que se han interrumpido sin que podamos escrutar sus historias.
Vivimos rodeados de desconocidos, compartimos las existencias de números sin nombre, seres que no merecen un retrato. No son las poblaciones de Murillo, de Brueghel o Velázquez, ni siquiera las de Monet, Seurat o la Alameda de Diego Rivera. No merecen ni la atenta caricatura de Picasso. Son decorosos ninguneos de una humanidad cuantitativa.
Ante esas espaldas de Úrculo dan ganas de tocar un hombro, pedir una cara, una respuesta. Pero no: esa gente nos vuelve unas traseras intercambiables. Van de culo, como se dice en España. No es que la pintura renuncie al retrato, sino que parece encontrarse con seres sin retrato.
Hace décadas, Jules Romains intentó hacer una estética de esta constatación, y la denominó unanimismo. La sociedad de masas ha creado la multitud unánime, la voz callada del ninguneo, la naturaleza muerta de la acumulación. Un bodegón barroco podía personalizar una manzana, un besugo, un tenedor. Estos bodegones exhiben la despersonalización de la persona.
¿Estamos ante una estética del anonimato, ante un “anonimismo”? La previno Eugène Delacroix con ese cuadro suyo que representa una cama deshecha y vacía. No sabremos jamás quien durmió en ella, qué sueños tuvo, qué escenas de amor o de enfermedad soportaron esas sábanas arrugadas.
Delacroix inventó la metafísica del ninguneo, que luego explorarían, con variable destreza, De Chirico, Morandi o Antonio López García. Ahora me resulta difícil firmar estas líneas. ¿De quién es el nombre que las cierra?
Imagen superior: Eduardo Úrculo sobre su obra «Equipaje de ultramar» en Fuerteventura (Oscar Benito Fraile, CC)
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Vuelta, y aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.