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Los criticones

En un reciente artículo me referí a mi cuento Jerome Perceval, el crítico perfecto, protagonizado por un hombre que quiere convertirse en el más perfecto de los críticos literarios.

Eso me dio ocasión de ocuparme de la crítica de la crítica y de la obsesión de algunos críticos, como Harold Bloom de gastar casi más energías en lancear a sus rivales de la profesión como en entender o explicar a los autores que estudian.

Otro aspecto asociado al mundo de la crítica literaria es la presunción de que “crítica” significa “crítica negativa” y que se demuestra más penetración y agudeza al señalar los defectos de una obra literaria que al resaltar sus virtudes.

Cualquier crítico se siente en la obligación de empezar, terminar o trufar su crítica de reproches a los errores cometidos por el autor, No es que yo crea que no se deban señalar los defectos, pero sí considero que ese rasgo no se debe tomar como una especie de carta de identidad del crítico inteligente.

Robert Musil escribió acerca de este asunto un breve texto llamado “Un principio de la más excelsa crítica” en sus Escritos póstumos publicados en vida: «Hace patente más genio encomiar una obra de arte de mediana calidad que una excelente. Al ser humano la belleza y la verdad le saltan a la vista en primerísima instancia; y así como las frases más sublimes son las más fáciles de entender (sólo lo minucioso es de comprensión ardua), igualmente lo bello gusta fácilmente; únicamente el disfrute de lo defectuoso y amanerado requiere esfuerzo. (…) Cuán conmovedora es la invención en más de un poema: sólo que tan desfigurada por el lenguaje, las imágenes y los giros lingüísticos, que suele ser menester un sensorio infalible para descubrirla. (…) Por tanto, quien alaba a Schiller y Goethe no me prueba con ello, como cree, su extraordinaria y refinada sensibilidad para la belleza; pero a quien aquí y allá le complacen Gellert y Cronegk, ése —aunque solamente acierte en una de sus afirmaciones— me hace intuir que posee inteligencia y sensibilidad —y por cierto que ambas en rara medida.»

Es parecido a lo que decía Borges, citando a Plinio: “Incluso el libro más malo puede ser salvado por una línea”. En una obra mediocre en cuanto al estilo, puede esconderse, como dice Musil, una excelente idea o invención, mientras que en un tedioso volumen puede  descubrirse una línea llena de fuerza, sentido y belleza. No me interesa demasiado que un crítico me señale las torpezas que yo mismo puedo apreciar en un libro, pero sí que me descubra las bellezas que se me pueden escapar. Creo, de todos modos, que la crítica negativa es necesaria, a veces muy necesaria, pero casi siempre por razones ajenas a la obra misma, relacionadas, por ejemplo, con una celebridad excesiva que hace que se imite algo que consideramos malo, o por cuestiones morales, e incluyo entre estas ciertos aspectos que muchos considerarían puramente literarias, por ejemplo, el lenguaje confuso, pretencioso, manipulador o estúpido.

Pero muchos dictámenes críticos son innecesarios, pues se limitan a ser una expresión del gusto personal del crítico y a mí, por regla general, eso me interesa muy poco. Puede ser apasionante en una charla de café discutir de gustos, manías y prejuicios diversos, pero no es suficiente para dar sentido a un texto publicado en un periódico, una revista o una web.

Creo, como dije en el artículo anterior, que una crítica es en cierto modo una obra de arte también, o si se prefiere un lenguaje menos pomposo, un trabajo de creación, que debe tener su propia razón de ser y su propia belleza estética, aunque ésta se base a menudo precisamente en la claridad y penetración del análisis: del mismo modo que podemos sentir la belleza de un poema, se sabe que los matemáticos sienten la belleza de un teorema y, ¿por qué no?, que los lectores de ensayistas o críticos como Frances YatesEric Havelock, Werner JaegerPierre AubenqueUmberto Eco o George Steiner o Samuel Johnson, pueden (podemos) sentir también la belleza de un análisis certero y preciso, e incluso de uno no tan certero o preciso, pero si lleno de estímulos, por ejemplo el que hace Bajtin de la obra de Rabelais.

Es algo, ya lo he dicho, que no abunda mucho porque muchos críticos creen que su oficio consiste en gritar sus opiniones y difundir sus manías personales como si fueran indiscutibles, y la mayoría comete el error de pensar que si algo no les ha gustado es porque es malo: casi siempre sucede que no lo han entendido, que no se han entregado a ello en ningún instante, como decía Oscar Wilde que había que hacer ante la obra de arte, que no se han permitido, en definitiva, lo que recomendaban los escépticos: suspender el juicio o por un instante e intentar entender las intenciones del autor, incluso aunque no las compartan ni las aprueben. Me gusta mucho algo que dijo Marshall McLuhan y que incluí en el último capítulo de mi libro El guión del siglo 21, pero que quité en las revisiones finales: «Durante muchos años vengo observando que los moralistas suelen sustituir la ira por la percepción.»

Cambiando dos palabras, podríamos aplicar esta frase a los críticos: «Durante muchos años vengo observando que los críticos suelen sustituir el desprecio por la percepción.»

Seguiré hablando de la crítica de la crítica, pero será en un próximo artículo.

Copyright del artículo © Daniel Tubau. Reservados todos los derechos.

Daniel Tubau

Daniel Tubau inició su carrera como escritor con el cuento de terror «Los últimos de Yiddi». Le siguieron otros cuentos de terror y libro-juegos hipertextuales, como 'La espada mágica', antes de convertirse en guionista y director, trabajando en decenas de programas y series. Tras estudiar Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, regresó a la literatura y el ensayo con libros como 'Elogio de la infidelidad' o la antología imaginaria de ciencia ficción 'Recuerdos de la era analógica'. También es autor de 'La verdadera historia de las sociedades secretas', el ensayo acerca de la identidad 'Nada es lo que es', y 'No tan elemental: como ser Sherlock Holmes'.
Sus últimos libros son 'El arte del engaño', sobre la estrategia china; 'Maldita Helena', dedicado a la mujer que lanzo mil barcos contra Troya; 'Cómo triunfar en cualquier discusión', un diccionario para polemistas selectos. Además, ha publicado cuatro libros acerca de narrativa audiovisual y creatividad: 'Las paradojas del guionista', 'El guión del siglo 21', 'El espectador es el protagonista' y 'La musa en el laboratorio'.
Su último libro es 'Sabios ignorantes y felices, lo que los antiguos escépticos nos enseñan', dedicado a una de las tendencias filosóficas más influyentes a lo largo de la historia, pero casi siempre ignorada o silenciada. A este libro ha dedicado una página que se ha convertido en referencia indispensable acerca del escepticismo: 'Sabios ignorantes y felices'.
En la actualidad sigue escribiendo libros y guiones, además de dar cursos de guión, literatura y creatividad en España y América.