En estas páginas, a medias documentales y autobiográficas, examino un fenómeno que todavía carece de cierre, cual es la emigración de escritores argentinos a España, a partir de la dictadura militar de 1976–1983. Digo emigración y no exilio porque, si bien el origen fue compulsivo, no puede hablarse de exilio desde que se restauró la legalidad democrática.
Desecho, por absurdo, lo de exilio voluntario. Además, el paso del exilio a la emigración tiene un carácter cualitativo. Mientras un escritor está exiliado, se lo puede considerar parte de un colectivo. Otros están en la misma situación por las mismas causas. Cuando el castigo del ostracismo cesa, cada cual permanece por razones personales y divergentes. Hay quien desarrolló una vida más interesante, o está retenido por lazos de familia, o descubrió una patria secreta, o prefiere ser extranjero. Se parecerá, si acaso, a otros emigrantes, pero de variado origen. En una gran ciudad como Madrid o Barcelona, un emigrante argentino es tan emigrante como un español “de provincias”, un uruguayo o un polaco. Distinto, por matices raciales, es el caso del negro o el magrebí. Pero nada más, o nada menos.
La emigración literaria nunca fue muy nutrida y la breve duración del exilio no da para encuadrar fácilmente el fenómeno, como es el caso de los republicanos españoles, los cubanos, los italianos antifascistas, los alemanes antinazis, etc. Tampoco tiene tradición y no parece inaugurarla. Los escritores argentinos que se marcharon en el pasado prefirieron París o, más recientemente, Nueva York. Lo de venir a España fue excepcional. Carlos María Ocantos lo hizo a comienzos del siglo XX, y José Alberto Santiago, a mediados. En muy puntuales profesiones, como la de guionista de cine o televisión –cito a Osvaldo Dragún– se dieron contados ejemplos.
En un comienzo, el grupo reunió a escritores de diversas edades y condiciones. Los había con una obra desarrollada y que venían produciendo desde la década de 1950: David Viñas, Antonio di Benedetto, Daniel Moyano, Héctor Tizón, Griselda Gámbaro. Otros tenían una obra incipiente: Horacio Salas, Santiago Sylvester, Juan González, Ariel Ferraro, Jorge Andrade, Leopoldo Castilla, Alberto Spunzberg, Mario Satz, Arnoldo Liberman, Edgardo Gili, Martín Micharvegas, Oscar Peyrou, Juan Martini. Me excluyo de la lista y, en general, de todo examen, por razones obvias.
Un subgrupo de especial interés, dentro del cuadro general, lo integran los escritores nacidos en la Argentina que iniciaron su obra édita en España: Álvaro Abós, Mariano Aguirre, Héctor Anabitarte, Ricardo Lorenzo, Ana Basualdo, Martín Caparrós, Nora Catelli, Marcelo Cohen, Rafael Flores, Enrique Lynch, Carlos Hugo Mamonde, Mario Paoletti, Horacio Vázquez Rial.
La mayoría retornó a la Argentina cuando variaron las condiciones políticas. Di Benedetto, Julio Huasi y Ferraro murieron a poco de volver. A los que permanecen en España cabe sumar algunas figuras que aparecieron voluntaria y posteriormente, como Reina Roffé, Noni Benegas y Rodrigo Fresán. Reduzco mis consideraciones a la escritura literaria, sin mencionar a los escritores de tipo monográfico: psicoanalistas, jurisconsultos, historiadores, politólogos, sociólogos, economistas, etc.
El exilio da lugar a tipologías que han sido estudiadas por los especialistas. Me valgo de ellas para ordenar el material.
El exiliado paradisíaco es quien responde al desafío que implica el exilio –pérdida de las referencias inmediatas y la derivada ruptura de la identidad– con la conversión del lugar de origen en Paraíso Perdido, donde se conservan las partes buenas de la vida, donde todo lo ocurrido ha pasado una vez y se conserva inmarcesible, donde nada de lo adquirido perece. El haber perdido el sitio de la “vida buena” lleva a la minuciosa evocación, a afirmar la diferencia frente al aborigen, a subrayar los rasgos que se consideran propios, en definitiva: a escribir para los que se quedaron lejos como si estuvieran cerca. Es la manera de conservar, aunque sea imaginariamente, el lugar que ya no se ocupa.
En la producción textual, esta actitud tiene matices. Se puede evocar el tiempo perdido con revisiones que van de la melancolía a la ironía, de la exaltación a la crítica, eventualmente mezclando las variables. Puede reconstruirse un escenario ligado a una época de la vida, como la adolescencia en Oldsmobile 62 de Basualdo. Puede generarse un discurso casticista, muy localizado en referencias y vocabulario, como en Andrade (Ya no sos mi Margarita, Proyección, Un solo Dios verdadero) o en Paoletti (Quince monedas, Antes del diluvio, A fuego lento). En otro sentido, el emigrado puede verse como un extraño, no por estar fuera de su lugar correspondiente, sino por ser inherentes al ser humano el no lugar, la extrañeza y la errancia. Así en los poemas de Salas (Gajes del oficio), de Sylvester (Libro de viaje), sus cuentos (La prima carnal) y, en especial, ciertas narraciones de Tizón (La casa y el viento, El hombre que llegó a una ciudad). La lejanía como condición de lo imaginario es “descubierta” por Juan Martini, quien en su emigración barcelonesa escribe La vida entera, evocación de una ciudad argentina de provincia en tiempos de Carlos Gardel y, al retorno a Buenos Aires, El fantasma imperfecto, historia de imprecisa ubicación que transcurre largamente en un aeropuerto internacional.
Por su parte, el emigrado mimético despliega la reacción opuesta a la anterior. Niega la pérdida del lugar, invalida el castigo supuesto que involucra el exilio y se identifica con el país de llegada, convertido en un espacio recién fundado. Así como el tipo anterior halla las partes buenas en lo perdido, éste lo hace con lo adquirido. Estudia sus peculiaridades y quiere ser uno más de los circundantes. Incluso, cabe que los imite. El exilio no es visto como una desdicha sino como un enriquecimiento. En casos extremos, el escritor llega a cambiar de lengua. Ejemplos ilustres no faltan: Ionesco, Eliade, Cioran, Beckett, el argentino Héctor Bianciotti escriben en francés. Otro argentino, Juan Rodolfo Wilcock, en italiano. Por el contrario, Julio Cortázar, que en Buenos Aires escribió los cuentos “inespaciales” de Bestiario, en París redactó novelas fuertemente localizadas como Rayuela y Los premios.
La emigración dentro del propio idioma no plantea estos problemas de bilingüismo. Desde luego, si el escritor trabaja para la prensa o el espectáculo, habrá de adaptarse a ciertos localismos, pero no conozco a escritores argentinos que se produzcan en gallego, catalán o euskera. Sí, en cambio, quienes toman la traslación como tema de sus ficciones, como es el caso de Moyano (Libro de navíos y borrascas) y Vázquez Rial, quien ha tratado el asunto de la emigración histórica en Territorios vigilados, La libertad de Italia y, especialmente, en Frontera Sur.
De distinto modo, los dos tipos anteriores expresan cierto cuestionamiento del poder exiliador, cuya legitimidad se desconoce. En el caso del exiliado que se asume como castigado por la pena de ostracismo o destierro, hay una convalidación, a menudo inconsciente, de la ley aplicada para decretar el castigo. Normalmente, quien acepta su condición de desterrado añade al peso de la sanción su propia penalidad. La depresión que acompaña a la culpa por el objeto perdido, se transforma literariamente, en silencio. Di Benedetto, por ejemplo, dejó de escribir en su ostracismo, confirmando una de las preocupaciones de su obra novelística, por ejemplo la de El silenciero: la posibilidad de que un hombre interpele negativamente al mundo por medio de su silencio. De paso, retoma una meditación tradicional sobre el ser nacional argentino como carente de lenguaje, solitario, incomunicado y taciturno, tal como lo describen Scalabrini Ortiz (El hombre que está solo y espera), Mallea (La bahía de silencio, Chaves), Marechal (Adán Buenosayres) yMurena (El pecado original de América).
Así planteadas las cosas, es posible que se hallen rasgos de las tres categorías en todos los escritores mencionados, que sean dominantes algunos incisos, sin llegar a ser excluyentes.
Si se toma el punto de vista español, se advierte que estos escritores entran en una categoría vaga e imprecisa: son sudamericanos, latinoamericanos o hispanoamericanos. Esta categorización no define ninguna identidad. Lo que identifica a un escritor no es su lugar de nacimiento, hecho fatal, sino su obra, resultado de una elección. Si acaso la lengua de referencia, que lo reúne con otros escritores, otros lectores y otras literaturas. La literatura latinoamericana es una categoría académica que no se corresponde con ninguna realidad literaria. Dentro de América, la diversidad de las localizaciones idiomáticas, tendencias estéticas y personalidades creadoras muestra una pluralidad comparable a cualquier otra literatura, empezando por la española. En España se insiste en la división entre metrópoli y ultramar, pero es científicamente errónea. En Francia a nadie se le ocurre estudiar a Camus como escritor argelino o a Saint–John Perse como poeta antillano. En Alemania son tan alemanes Thomas Mann como el checo Kafka o el austriaco Schnitzler o el suizo Keller. En España, en cambio, se siguen estudiando el barroco y el modernismo, separadamente, como español o hispanoamericano. Hay una fina percepción de los acentos peninsulares y una oscura escucha de los acentos americanos, siendo que en España apenas habita el diez por ciento de los hablantes de la lengua española, y aún así, divididos entre quienes pronuncian a la castellana y quienes lo hacen a la atlántica.
En el otro extremo de la identidad literaria ¿pueden ser estos escritores, alguna vez, ser considerados como españoles? ¿En qué medida juegan la permanencia y la convivencia con los aborígenes y la permeabilidad del medio letrado español? A juzgar por las listas, parece que corresponde una respuesta negativa. A lo sumo, alguno de ellos podrá ser catalogado como escritor español de origen argentino.
Mi encuadre es otro. Creo que estos escritores son europeos que se producen en lengua castellana. Digo europeos y no españoles porque en la actualidad española la identidad que prima es la autonómica. En consecuencia, un escritor argentino no puede ser andaluz, murciano ni extremeño. Mucho menos vasco, catalán o gallego. A ello hay que añadir que, metidos a localizar, el despiezamiento se torna inmanejable. El andaluz ha de ser granadino o cordobés y, en el primer caso, de la Nueva Sentimentalidad o de la Poesía de la Experiencia, que no coinciden de barrio. Si le toca ser asturiano, escribirá en castellano o en bable, será de Tapia de Casariego o de Luarca y, en este caso, del Villar o del Cambaral. Etcétera. Desde luego, el escritor argentino queda fuera de la disputa acerca de si el mallorquín, el ibicenco y el valenciano difieren del catalán. Tampoco lo afecta el resultado de un laboratorio de idiomas como el euskera–batúa, que tanto ingenio, presupuesto y sangre viene costando.
Extraño dentro de lo mismo –la inteligente fórmula se debe a Sonia Mattalía– el escritor que “no siendo de aquí” se refiere a la lengua común a quienes la practican, repite, si bien se mira, la condición de cualquier escritor, que siempre es un extraño dentro de lo mismo, pues se ocupa de la extrañeza propia y la ajena, valga la redundancia. Siempre se escribe desde la ajenidad y la alteridad, no desde la identidad o la mismidad. No se escribe porque se es uno mismo sino a partir de que se advierte que se es otro. La mismidad sirve para la vida cotidiana, para la comunicación con los vecinos. La literatura empieza cuando los vecinos desaparecen y el escritor, único habitante de una isla, se ocupa del universo, que acaba poblado de vecinos. Identificarse es excluir o sea limitarse de antemano y frustrar esa exploración de lo ignorado que condiciona la experiencia del arte. En este sentido, todo escritor escribe desde su destierro, desde los sucesivos exilios de la vida: edades, situaciones, personas, lugares. Lo dijo, más o menos, un desterrado crónico al cual la historia convirtió en exiliado, Juan Carlos Onetti.
La lejanía del lugar de origen subraya estas líneas, pero la lejanía vale en tanto mentalizada y puede consistir en mudarse de piso dentro del mismo edificio o de casa dentro del mismo barrio o de barrio dentro de la misma ciudad, etc. Basta cruzar de vereda porque en la de enfrente está la Luna, como se le ocurrió al joven Borges o porque el escritor es siempre un recién venido, como se le ocurrió al viejo Macedonio Fernández.
Me suele llamar la atención observar que, con frecuencia, cuando se reúnen escritores peninsulares y ultramarinos se insiste sobre el tópico de la lengua común, como si dijéramos: ¡oh, qué feliz sorpresa, tenemos una lengua común! Sabido es que cuando algo se repite es por vía del conjuro, porque no es y hay que dotarlo de ser o porque no se lo acepta y la palabra sirve para alejarlo. Me temo que la lengua común sólo sirve para los lingüistas, para la comunicación y el habla, tres cosas que no atañen a la literatura, que no es lengua, ni convención, ni habla sino dialecto personal.
El hecho de compartir una lengua o, mejor dicho, una referencia lingüística, no aproxima a dos escritores. Si repasamos nuestra historia como lectores, hallaremos que nuestros autores favoritos suelen ser lejanos en el tiempo, el espacio y la lengua y, muy a menudo, los conocimos traducidos. No entran en el escrutinio, en cambio, cientos de autores prescindibles que se producen en nuestra lengua.
La solución al problema de quién escribe es, como siempre, personal y provisoria. Yo soy yo un momentito y luego veremos. Mucho más cuando escribo, cuando acepto la voz del otro y, apenas se distrae, lo corrijo. Por mejor decir: lo censuro. Tanto que, con frecuencia, al ver impresa mi firma, me pregunto de quién será.
La literatura argentina empezó en el romanticismo, hecha por exiliados. Con los años, a unos cuantos escritores argentinos les tocó morir fuera del país: Sarmiento, Alberdi (los dos, fundadores), Mansilla, Echeverría, Ocantos, Borges, Cortázar, Puig, Moyano, Santiago. Lugar para caerse muerto se consigue en cualquier parte. Mientras tanto, excluidos de los catastros argentinos e inhallables en los españoles, estos escritores construyen su obra en el no lugar, en la tierra de nadie, simplemente en la tierra.
Imagen superior: antiguo edificio de la Biblioteca Nacional de la República Argentina (loco085 , CC)
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo forma parte de la obra Lecturas americanas. Segunda serie (1990-2004), publicada íntegramente en Cualia. La primera serie de estas lecturas abarca desde el año 1974 hasta 1989 y fue publicada originalmente por Ediciones Cultura Hispánica (Madrid, 1990). Reservados todos los derechos.