Apunto unas sabrosas reflexiones de Italo Calvino, tomadas de una publicación de Tusquets (Por qué leer a los clásicos). De jóvenes, todo nos ocurre por primera vez, hasta el encuentro con los clásicos. Por eso, es normal que no los reconozcamos como tales.
En la madurez, la identificación es “fácil”: clásico es el escritor al que estamos siempre releyendo, como si no hubiera habido jamás una primera lectura. Pero, además, esta relectura nos acosa y, a veces, nos sorprende como un descubrimiento. Volvemos al lugar donde parece que nunca hemos estado.
Un clásico, pues, tiene la facultad de decirnos siempre más, de no acabar de decirnos todo lo que puede. Su potencia ha de ser infinita. Y si no lo es, como no puede serlo, se las ingenia con nuestra memoria (mejor: con nuestro olvido) para hacernos creer que hemos llegado, por fin, al lugar donde el tiempo no pasa y cualquier vez es la primera.
De ahí los tópicos de la frescura primaveral del clásico, de su “originalidad” e intemporalidad: a cada rato, nos ofrece un paisaje de origen, es decir, del lugar donde nunca estuvimos y al que quisiéramos volver siempre.
Los clásicos (esto va de mi cuenta, no se le cobre a Calvino) producen una suerte de despertar de zonas muy recónditas pero inadvertidas de nosotros mismos, de modo que el (re)encuentro nos empuja al descubrimiento pero, a la vez, al reconocimiento.
Eso que está ahí afuera es lo más profundo de nuestro interior. Los clásicos son, en este sentido, cósmicos, pues nos ligan al Gran Mundo desde nuestro Pequeño Mundo. Y al revés, como se prefiera.
Lo opuesto al clásico es el neoclásico, el que toma como original no el mito del origen, lugar vacío, sino una obra concreta y, a partir de ella, copia, modifica, falsifica, en el mejor de los casos: deforma y parodia. Los neoclásicos nunca nos sorprenden con el truco de la vuelta inédita. Los encontramos en los museos de la vejez.
En el museo de al lado, el de la novedad, están esas obras, tan abundantes en este siglo de veneración por el cambio, que se tornan viejas después del primer uso y que nunca nos volverán al origen, o sea al lugar fantástico donde todo retorna y todo comienza.
La compulsión por lo nuevo, el deber académico de ser novedoso, diseña el camino más corto hacia la decrepitud.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Vuelta, y aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.