Madrid es, tal vez, la única ciudad del mundo con un monumento a Perón, en la avenida con su nombre que se encuentra con la Castellana bajo un coruscante mural de Joan Miró. Es, el monumento, un bronce esquivo: el general parece que tiene miedo a cruzar la calle, porque el tráfico lo asusta o no quiere pisar su propio apellido. ¿Habrá tenido en cuenta don Lázaro (vaya nombre de resucitado para un sobreviviente de aquella guerra con un millón de muertos) a don Juan? Me temo que no.
Los políticos mexicanos han mirado poco al sur y mucho al norte, por razones de proximidad obvia y de atracción magnética. En cambio, sospecho que Cárdenas (1895-1970), en una imposible síntesis con Plutarco Elías Calles, fue una de las secretas devociones de Perón (1895-1974).
Digo secretas porque Perón midió a sus colegas desde una altura megalómana con aires fundacionales y un mero generalito azteca, bronco y pintoresco, era mezquina referencia para un profesor de historia militar, habituado a la vecindad de Julio César, Clausewitz y Napoleón.
Aunque Perón coincide, en su momento clásico (1946-1952) con el sexenio de Miguel Alemán, y tiene con el alemanismo ciertos puntos de contacto (economía de alegre prosperidad, industrialismo) su carácter militar lo lleva hacia el momento del maximato y el plan sexenal, donde se encuentra con Cárdenas como esa paradójica figura de caudillo que, en cierto modo, acaba con el caudillismo al institucionalizarlo.
Este es un punto de sutura y diferencia entre las políticas de México y Argentina: en México el inmemorial elemento monárquico es muy fuerte y persiste en la búsqueda de la legitimación, que es esencial a toda corona. El Estado es una suerte de república coronada.
En cambio, en la Argentina, la legitimidad, de tanto darse por supuesta, se obvia, y los poderes personales hacen que domine una forma de república caciquil, de tribu personal. Sólo unos tímidos intentos democratizadores o, antes, de sustitución del caudillaje por una oligarquía, rompieron la tradición apuntada.
Ejemplo máximo es el primer caudillo nacional argentino, Hipólito Yrigoyen, contemporáneo de Madero, para entendernos. Yrigoyen era un cacique mudo, que no daba mítines ni discursos ni se presentaba en el parlamento. Sus vasos comunicantes con la masa eran hondos y oscuros, personalísimos: no pasaban por la explicitación del lenguaje.
Por el contrario, Perón fue siempre comunicativo y parlanchín. Entendió, como su maestrillo Mussolini, que la política se hacía en los estadios y en las ágoras, por radio y en los noticieros de cine (luego, por la televisión).
Como los locutores y entertainers, se la pasó dando explicaciones a un interlocutor que no le replicaba, y exigiendo periódicos plebiscitos en los que salía ungido presidente perpetuo (de ahí la síntesis Calles–Cárdenas que habitaba su fantasía: un maximato reelegible).
Militar metido a político, sustentando en sindicatos confederales, con una propuesta tercerista que lo ponía equidistante del capitalismo liberal, el fascismo y el comunismo (Tercera Posición peronista, socialismo cooperativista mexicano cardenista), enemigo de una oligarquía con límites imprecisos, fóbico y ocultamente fascinado por los Estados Unidos: estos rasgos pueden identificar a cualquiera de los dos generales.
A cambio, Perón, curaca personalista, intentó fijar una estirpe y, poco antes de morir, dejó su cargo a su tercera mujer, en presencia de la multitud que era como la dispersa figura del hijo.
Esta diferencia entre el caudillo institucional y el caudillo personal explica, tal vez, la presencia de lo femenino en el peronismo, a contar desde Evita Duarte, y su ausencia en el cardenismo. Cárdenas no fundaba una familia, sino que instituía un funcionariado presidencial que permitiese al Estado garantizar la paz, llevando el ejercito (único de necesidad) al partido (único de hecho).
Perón no pudo o, inconscientemente, no quiso, integrar ambas estructuras, por lo que el ejército, autónomo, el mismo ejército que lo peraltó en 1943, lo echó en 1955, lo reclamó en 1972, se cuadró ante él en 1973 y cargó su cadáver en una cureña en 1974.
La familia de la sangre entró en conflicto con la profunda familia de Perón, hijo bastardo adoptado por el cuartel. A partir de allí se unió con otra bastarda, reivindicativa y ambiciosa, visceral e ingenuamente peronista como él no lo era, de modo que se convirtieron en una pareja de triunfadores a partir de un origen oscuro.
En México, claro está, un Cárdenas liado con María Félix como ministra de acción social, sería mera ocurrencia. La revolución mexicana se convirtió en un mito épico que inauguraba un siglo amenazado por la guerra pero escasamente dado a la epopeya.
El peronismo, en cambio, visto como un fascismo tardío y pintoresco, sólo mereció rescates camp en los años setenta. A cambio, la proverbial sombra del caudillo es poderosa en el caso de Perón y se disipa a partir de Cárdenas.
Enviado al exilio durante dieciocho años, Perón, desde su refugio madrileño, sigue protagonizando la política argentina. Apoya a coaliciones electorales y a los golpes de Estado que las derriban, arruina la carrera de políticos lúcidos como Arturo Frondizi o sindicalistas poderosos como Augusto Vandor.
Se inventa una juventud izquierdista y peronista que lo aclama a su vuelta y, a los pocos meses, sus pistoleros parapoliciales (la Triple A y el Comando de Organización) se tirotean con sus montoneros de la guerrilla urbana.
A la vuelta de los años, el oficialismo argentino fue Menem, un antiguo peronista, y la oposición fue Bordón, otro antiguo peronista. Se cumple su observación irónica: “En la Argentina, por cada diez personas, hay seis de derecha, cuatro de izquierda y diez peronistas.”
Habilidoso en escrutar los defectos de sus adversarios (su mejor virtud fueron los vicios ajenos, según él mismo apostillaba) y buen manejador a corta distancia, sus grandes apuestas estuvieron equivocadas y, excelente improvisador, supo revertirlas a tiempo.
El Eje no ganó la segunda guerra mundial, no sucedió la tercera, la industria argentina no pudo ocupar el mercado latinoamericano abandonado por los ingleses. Cuando su política autarquista y protectora hizo aguas, llamó a los invasores extranjeros (los fabricantes de coches: Mercedes Benz y FIAT), se reconcilió con los norteamericanos por mediación de Milton Eisenhower (como Cárdenas con Roosevelt a partir de Ávila Camacho) y pidió austeridad productiva.
Los mismos militares nacionalistas y devotos que le habían confiado la custodia del pacto sindical-militar, lo depusieron y le quitaron los cargos y honores que hubieron de devolverle, dieciocho años más tarde. El caudillismo declina en el panorama argentino como el partido único de hecho parece diluirse en México.
Lo curioso, lo que ocurre en la curiosa lógica de la historia es que los herederos son los encargados de deshacer la herencia, en lugar de conservarla. o de conservarla deshaciéndola, para razonar dialécticamente. En términos más generales: Cárdenas y Perón dejan a cardenistas y peronistas la tarea de cumplir con esa inacabable transición que es la historia.
En España, la transformación del franquismo fue, en buena parte, obra de franquistas, y la desobrerización del socialismo, obra de socialistas. La dirigencia burocrática soviética desmontó al comunismo y los discípulos de Maojuzgaron a la ortodoxia maoísta.
Los grandes nombres como Cárdenas y Perón sirven de alimento totémico en el banquete de la historia: se los eterniza a fuerza de devorarlos.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Vuelta, y aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.