Nacido en Londres, Robert Bontine Cunninghame Graham (1852-1936) llevaba la suficiente mezcla de ancestros y lejanías en su ascendencia como para estar condicionado al viaje, esa forma de vida. Su madre era de origen hidalgo español y había visto la luz en un barco frente a las costas de Venezuela, donde pasó sus tres primeros años, y en el lugar donde estaba destinado su padre, marino de profesión.
El señor Cunninghame, a su vez, era un soldado oriundo de Escocia. Aunque criado en aristocráticos colegios de Harrow y Bruselas, su frecuentación de la abuela materna, una gaditana, lo familiarizó con el idioma castellano y con el aventurero mundo criollo. No es casual que en 1870, con la connivencia materna, intentara su primera excursión pampeana, a la Argentina.
En las pampas, Cunninghame pasó a ser «Don Roberto», disfrutó de los caballos que él consideraba los mejores del mundo, convivió con los gauchos, bebió el áspero vino Carlón de las pulperías, traficó ganados, organizó riñas de gallos, frecuentó el amor fugaz y pago de las chinas cuarteleras (suerte de soldaderas criollas de las guerras civiles) y de las quitandeiras y hasta participó en la revolución del caudillo entrerriano López Jordán contra el presidente Sarmiento, en que fue muerto Justo José de Urquiza.
Él, un culto caballero (en el más amplio sentido de ser «hombre de a caballo») se puso del lado de la «barbarie» contra la «civilización». Abandonó en 1873 los ejércitos sublevados y marchó al Paraguay, donde obtuvo una concesión para cultivar yerba mate. Se encontró con los restos de un país destruido por la guerra exterminadora de la Triple Alianza, apenas poblado por viejos y por mujeres. Esta vez tomó el partido de la civilización.
Muchos años después, en 1933, publicará su Portrait of a Dictator, requisitoria contra el derrotado dictador paraguayo Francisco Solano López. Pero la mera visión de la injusticia y la miseria bastó para convertirlo a un radicalismo político que pasó, invariablemente, por su denuncia del sistema colonial o puramente imperialista.
En los ranchos pampeanos aprendió a jugar al truco y a tomar mate, a abogar por los derechos de los indígenas zulúes, de los mineros escoceses, de los obreros británicos, de los turcos enfeudados a rusos e ingleses. Luego estuvo de oficial naval en Uruguay y pasó al Brasil en un nuevo tráfico de caballos.
Su mundo eran las pampas, las incesantes llanuras rioplatenses y riograndenses, ese plano horizontal sólo comparable al mar y al desierto, con su doble piélago de pasto y cielo donde encontraría tantas similitudes entre el gaucho y el beduino: la misma indolencia, la misma confianza en la bondad de «ese buen muchacho Dios», la misma indiferencia por el progreso tecnológico, la misma necesidad de vivir a caballo, jugar a caballo, flotar en el símil marino de las pampas, siempre a caballo.
Cunninghame era un romántico tardío, tal vez embebido por las creencias arcádicas de Rousseau en la bondad de la naturaleza y del estado de naturaleza en el hombre. Miraba con melancolía cómo los gauchos vagabundos y haraganes se transformaban en peones de las estancias, cambiando el chiripá y la bota de potro por e! pantalón de franela metido en la caña de cuero de los camperos téjanos.
La indivisible unidad de la pampa infinita era rajada por la vía del tren, los ganados convertidos en mercancía y los pulperos vascos o italianos, transformados en banqueros de aldea. No podía fijarse en un punto.
Volvió a la patria en 1878, pasó por España y Francia, se fue a San Antonio de Texas a traficar con algodón mejicano, estuvo en contacto con Buffalo Bill, enseñó esgrima en Méjico–ciudad bajo el nombre de «Professore Bontini».
En 1883 murió su padre, dejando una deuda de 100.000 libras que le obligó a volver nuevamente al país natal. Explotó una compañía de tranvías en Glasgow, siempre montado en su caballo argentino «Pampa» que había comprado por 50 libras y lo acompañaría veinte años, «sin cansarse», como recordaría al dedicarle su libro The Horses of the Conquest, En «Pampa» solía concurrir montado a las sesiones del Parlamento, a partir de 1886, como representante del Partido Liberal, donde integró su ala izquierda y tomó posturas radicales: nacionalización de la tierra, impuesto progresivo a la renta, disolución de la Cámara de los Lords, jornada laboral de ocho horas, sufragio universal, educación libre y secularizada, reforma penitenciaria.
Se hizo célebre su frase: «Jamás me retracto» con que solía contestar al Orador de la Cámara. Este radicalismo lo hizo amigo de Bernard Shaw, quien lo tomó como modelo para el oficial búlgaro de Las armas y el hombre e incluyó parte de sus testimonios en La conversión del capitán Brassbound.
Por participar en un sangriento mitin contra la represión en Irlanda estuvo preso seis semanas con el socialista John Burns. Pero la aventura volvió a tentarlo. En 1892 vino a España en busca del oro que describía Plinio en su Historia natural. No lo halló y pasó a Marruecos.
Se dedicó luego a escribir sobre sus viajes y sobre temas históricos de la conquista española, hasta 1914, en que se alistó en el ejército, pero sólo se le encomendó la compra de caballos en América del Sur. El «monstruoso progreso» había cambiado sus pampas.
Siempre del lado de los primitivos, dio a estampa un estudio sobre la rebelión mística de Antonio Conselheiro en Canudos, que sirvió también de asunto al clásico brasileño Os Sertoes de Euclides da Cunha.
Cunninghame escribió incesantemente en las décadas de los veinte y los treinta, sobre todo temas históricos. Interrumpió brevemente su tarea familiar de escritor para viajar a Ceylán y África del Sur. La muerte lo sorprendió —nunca mejor empleado el tópico— en Buenos Aires, en un enésimo viaje que parecía de despedida.
Por las calles porteñas desfilaron sus restos, seguidos por los caballos «Mancha» y «Gato», con los cuales Aimé Tschiffely, su biógrafo, había unido el trayecto del Río de la Plata a la bahía del Hudson. El embajador inglés olvidó su anticolonialismo y elogió al luchador de la libertad, etc.
Tal vez Cunninghame no sea un escritor, pero basta su breve semblanza para dar interés novelesco a cualquiera de sus prosas.
En la antología preparada por John Walker, profesor de español en Ontario, se reúnen algunos capítulos de sus libros relativos a Argentina y, en menor medida, a Brasil, Uruguay, Paraguay, Colombia y Venezuela. En una prosa concisa y de recatado lirismo, Cunninghame repite la actitud del viajero inglés por las tierras desoladas que son, en ese siglo Victoriano, las llanuras marginales de Inglaterra allende el mar.
Pero en lugar de ser el clásico observador que espía las producciones del lugar y la posibilidad de ser aprovechadas por el imperio, su pupila romántica se detiene en los paisajes soledosos y en las costumbres arcaicas que lo enternecen, en los restos de misticismo precristiano y en la elasticidad de los caballos pampásicos.
La mirada de Cunninghame es atenta y arcádica. Gracias a gringos como él, como Paul Groussac o William Henry Hudson (que tanto conoció «Don Roberto») el paisaje de las llanuras sudamericanas se ha salvado de la desatención de sus habitantes, ante la cual estaba desacreditado por la cotidianeidad, y de las variaciones que la historia le ha impuesto.
Su visión es un viaje al tiempo de confines entre la soledad prehistórica y la irrupción del progreso: la tecnología ferroviaria, la ciudad, el hilo del telégrafo que borra las distancias, el ejército regular y el hombre asociado al hombre, con su riqueza de alternativas y sus rudos conflictos.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.