Nos toca vivir tiempos de crisis. De agonía. De lucha. Y me siento más que nunca como un boxeador en el ring. Ojo, no como un campeón, sino como uno de esos a los que les llueven puñetazos desde todas partes.
Dicen que un boxeador es mejor cuando ha probado el sabor de la lona. No es que yo lo haya probado: en realidad, podría escribir incluso un libro de cocina sobre las mil formas de cocinarla y con qué vinos marida mejor.
Soy consciente del rechazo que provoca en algunos este deporte, y supongo que sería más poético echar mano de metáforas más elaboradas y clásicas. Pero aquellos que me conocen saben de mi devoción por el boxeo.
Sí, es brutal. Despiadado. Salvaje y propio de incivilizados. Quizá de otra época. Pero también es adictivo, porque aúna de igual manera la épica, el sufrimiento y la gloria. Por eso me apasiona. Estoy enganchado a él como otros se vuelven adictos a la coca o a las telenovelas.
Creo firmemente que un combate es la metáfora ideal sobre la vida. Y por eso mismo, en estos días en los que nos llegan uppercuts, jabs, ganchos, y sobre todo, directos de izquierda y derecha por todas partes, uno no sabe muy bien qué actitud tomar.
Harto de recibir, me he decidido por la estrategia de parapetarme en las cuerdas, sufrir el aluvión de golpes de esta vida hijadeputa y esperar mi oportunidad.
Siempre habrá un momento para reaccionar. Un pequeño resquicio en la guardia del boxeador que lanza golpes, cegado por el brillo del KO próximo.
Conviene esperar esa contra con la que sueña todo boxeador. Contragolpear con un certero croché de derecha justo al mentón del adversario. Y si puede ser descendente y en la punta de la barbilla, mejor que mejor. Eso no hay púgil que aguante. Es el desenlace anhelado por todos los que alguna vez se han subido a un ring. O el de los que hemos soñado con hacerlo. Es un final mítico, de película… Pero también es real. Para muestra, podéis ver la contra más famosa de la Historia del boxeo.
En opinión de muchos, se trata del mejor combate jamás realizado. Los contendientes: Cassius Clay (más tarde Muhammad Ali) contra George Foreman. El lugar: Kinshasa, en el Congo, el 30 de octubre de 1974.
Foreman, el campeón imbatido, le daba la oportunidad a un joven aspirante, Clay, conocido por sus bravatas y por su peculiar juego de piernas. Desde que la campana sonó por primera vez, Big George se fue a por Ali, que no sabía de dónde le llegaba aquella lluvia de golpes… Al cuerpo, a los costados, a la cabeza…
Se refugió en las cuerdas y allí soportó durante siete largos asaltos el castigo al que le sometió Foreman, sin apenas soltar un par de manos. Nadie sabía qué estaba haciendo. Protegido tras sus antebrazos, inerme ante los letales puñetazos de su rival, parecía que su derrota por KO sólo sería cuestión de tiempo. Todos se echaban las manos a la cabeza por aquella táctica suicida.
Poco a poco, los golpes del campeón se fueron haciendo menos duros. Menos certeros. Foreman cada vez estaba más cansado. Y su victoria no terminaba de llegar.
Para mas inri, en el minuto de descanso entre los asaltos, Clay se burlaba de él, como si apenas le estuvieran haciendo mella sus golpes. Y eso que el aspirante apenas se sostenía sobre sus piernas.
Llegó entonces el octavo asalto… Y fue entonces cuando empezó a contarse la leyenda.
Esa es mi inspiración para los tiempos que corren. Volver a la lucha. Esta vez contragolpeando.
Copyright del artículo © Pedro Luis Barbero. Reservados todos los derechos.
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