Ya lo he dicho varias veces, y en especial en Nada es lo que es: la mayoría de las personas no saben relacionarse con desconocidos. No se sienten cómodos en la incógnita, y por eso intentan que esos desconocidos se conviertan cuanto antes en conocidos.
Que se conviertan en conocidos no solo en el sentido amistoso de la palabra, sino también en el sentido de manejables. La mejor manera, desde el punto de vista psicológico, de no enfrentarse a un desconocido consiste en encasillarlo cuanto antes, meterlo rápidamente en algún compartimento mental, en alguna clasificación sencilla. Saber de dónde es, qué edad tiene, qué piensa acerca de algunas cuestiones que consideramos básicas, descubrir cuál es su ideología o incluso cuál es su signo zodiacal. Gracias a estos datos triviales, el desconocido deja de serlo, o al menos eso parece a primera vista, porque, insisto, se trata de un mecanismo cuya finalidad es la tranquilidad psicológica, pero que tiene muy poco que ver con un sincero deseo de conocer.
Sucede que cuando obtenemos esos datos del desconocido, nos parece que ya lo conocemos, pero en realidad lo único que hemos conseguido es aplicarle los prejuicios e ideas hechas, los lugares comunes que hemos almacenado durante años relacionados con esos datos. Son prejuicios lo que ahora nos devuelve nuestra intuición, como si se tratara de grandes revelaciones que nos permiten un conocimiento instantáneo. Y de este modo logramos clasificar al desconocido, es cierto, pero a cambio de perderlo como individuo único. Y eso sucede no solo porque hemos sustituido un contacto imperfecto pero real por la suma de datos de un patrón prefabricado, sino también porque, al exigir tales informaciones y al darlas nosotros mismos, ya establecemos una relación viciada, un patrón de relaciones que se deslizará por los terrenos del tópico. Lo que suceda a continuación se va a adaptar, inevitablemente, a esa sencilla y simple información intercambiada.
Yo, sin embargo, prefiero disfrutar durante más tiempo del juego de conocer a alguien, prefiero evitar, en la medida de lo posible, las preguntas directas, tópicas, obligadas. Es mucho mejor adivinar, deducir, descubrir, equivocarse incluso. Me parece, por otra parte, que aceptar convivir con lo desconocido es una muestra de respeto y revela lo fascinante que es la individualidad de cada persona, y una preferencia por las personalidades únicas e irrepetibles, que no se ajustan a nuestros clichés o a los ajenos.
Se podría recordar, acerca de las personalidades irrepetibles, aquello que hizo Beethoven cuando se enteró de que Napoleón Bonaparte se había coronado a sí mismo Emperador: tachó la dedicatoria de la Quinta Sinfonía y mostró su desprecio hacia aquel acto aparentemente sublime del corso, diciendo: “Es un hombre como los demás: pudiendo ser Napoleón, prefiere ser Emperador”.
Emperadores hay muchos, es una categoría vulgar,sin más. Napoleón, al menos hasta ese momento, solo había uno.
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