En las décadas de 1930 y 1940, Eduardo Mallea (1903-1982) era lo que hoy se suele denominar un escritor de culto. No concitaba grandes públicos pero tenía fama de grave y hondo meditador sobre el ser nacional argentino y hasta consiguió ser conocido fuera de su país, extremo infrecuente para un letrado sudamericano. Luego, su estrella perdió luminosidad y actualmente, más que a la literatura, pertenece a la historia de la literatura, como dice su contemporáneo Borges.
Este mismo colega labró su lápida al opinar que Mallea escribía mejores títulos de libros que libros. Alberto Gerchunoff, más sardónico, solía decir, cada vez que se publicaba un nuevo texto de Mallea: «No se pudo evitar». En las bibliotecas de la lectura, que lo son del olvido y la memoria, los vivos mueren y los muertos resucitan, como asegura Paul Valéry.
La narrativa de Mallea, rica en abstracciones y derivas de ensayo, resulta poco atractiva para el gusto contemporáneo. Sus meditaciones sobre la argentinidad –Historia de una pasión argentina, Conocimiento y expresión de la Argentina, Meditación en la costa, La vida blanca– abusan igualmente de elementos metafísicos y son pobres en historia concreta.
Su antropología del hombre argentino, silencioso y hondo, sumido en su bahía de silencio junto al río inmóvil de la crisis histórica, poco y nada aporta a la dilucidación de los problemas que el tiempo ha acumulado en la sociedad argentina.
Quizá sus textos menos deteriorados por los años sean sus relatos breves, reunidos en Cuentos para una inglesa desesperada y La sala de espera. En ellos pretendió menos y consiguió más.
Casos como el de Mallea invitan a pensar que la lectura literaria no es identificable con la historia de la literatura, cosa de investigadores y no de lectores. Sin duda, la vasta obra del escritor tiene un valor documental acerca de cómo imaginaron un país ciertos intelectuales en determinada época. Así reducida en su alcance, dicha obra sigue ocupando un espacio en la vasta trama de la historia argentina.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.