El renacentista Pedro Mexía nació en 1497. Poco importan las precisiones de las fechas. En este caso, es relevante otra precisión, la de época.
Si aceptamos que Montaigne es el primer ejemplo de intelectual moderno, hemos de admitir, igualmente, que sus cruciales Ensayos (1580) son impensables sin la Silva de varia lección del docto caballero sevillano (1540), como impensables sin la cercanía de Vives y de las cartas de Antonio de Guevara, todo ello a la sombra luminosa de Erasmo.
Mejor que nadie se explica el propio Mexía en «Prohemio y prefacio de la obra»: «Y como en esto como en lo demás los ingenios de los hombres son tan varios y cada uno va por diverso camino, siguiendo yo el mío escogí y háme parescido escrebir este libro, así por discursos y capítulos de diversos propósitos, sin perseverar ni guardar orden en ellos, y por esto le puse por nombre Silva, porque en las selvas y bosques están las plantas y árboles sin orden ni reglas».
Estas palabras contienen todo un programa de modernidad, es decir de pensamiento autofundado (yo pienso en contra del se piensa de la ortodoxia) y libre (abierto, desujetado de todo sistema).
Mexía era un hombre moderno, que confiaba en la armonía que hay (o hubo, al menos en aquellos tiempos) entre el entendimiento humano y la vasta escritura cifrada que llamamos Naturaleza.
Además, se sabía heredero de una cultura inmemorial, a contar desde Sócrates y pasando por la caudalosa latinidad, una herencia donde las amazonas eran tan reales como los santos y Platón importaba no menos que san Pablo.
Baste repasar su capítulo III sobre el simbolismo de la cruz para advertir que, en su perspectiva, el instrumento de martirio que identifica al cristianismo ya era venerado por egipcios y árabes en razón de sus poderes geométricos, los dos diámetros que describen el círculo, emblema de la perfección y que se repite en el firmamento nocturno y despejado de los astrólogos y los astrónomos.
Mexía era un pensador libre, que osaba mezclar los saberes y descreía de los privilegios de la sangre, en contra de los órdenes del mérito. Si los derroteros posteriores del pensamiento en nuestra lengua padecieron el peso de la ortodoxia y el dogmatismo, aboliendo la independencia de la filosofía respecto de la religión de Estado, no fue por oficio de aquellos humanistas que trabajaron en la vanguardia de la modernidad. De ahí la importancia de rescatarlos para iluminar la otra faz de nuestra historia intelectual, más acorde con un proyecto de sociedad respetuosa de una plural convivencia.
Como Dante, alumno de Virgilio, Mexía era capaz de bajar al Infierno para dialogar con una llama donde ardía la voz de Ulises.
Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.