El tango cantado es casi tan antiguo como el tango a secas, descontada la oscuridad que cubre buena parte de sus orígenes, como ocurre siempre en este tipo de música que pasa de la etnografía al folclore y de éste a la música profesional. Pero, a pesar de esta antigüedad, cabe aceptar que no hay un tango cantado antes del canónico “Mi noche triste” de Pascual Contursi, divulgado por Carlos Gardel, quien se lo apropia y lo transforma, añadiendo a su preparación escolástica de cantante la prosodia del habla rioplatense.
Los primitivos tangos cantados contenían letrillas burdas, ocasionales y procaces, que el olvido, mayormente, se ha encargado de censurar. Luego, a partir del Novecientos, hay cantantes de modelo zarzuelero, como el matrimonio Gobbi–Rodríguez, o payadoresco, como el citado Contursi. En rigor, entonces, el tango cantado se produce con su corpus de letras, sus letristas especializados y sus cantoras y cantores característicos, a partir de la señalada noticia.
Las letras que considero se dan en las décadas de 1920 y 1930, cuando la literatura del tango consolida sus dos vertientes, que vienen del modernismo a través de Evaristo Carriego. En efecto, el poeta entrerriano afincado en el porteño barrio de Palermo, desarrolla una elocución culterana en Misas herejes e inventa el escenario suburbano de personajes y escenas típicos en La canción del barrio. El tango cantado desplegará una vena neomodernista y otra lunfardesca, separando o combinando ambas direcciones en una clasificación bastante precisa de modos: lirismo, sátira, narración, queja amorosa, elegía, etc.
Hago hincapié en las letras de los años veinte/treinta porque es el momento en que el tango resulta contemporáneo de la sociedad donde se produce. Escucha su habla, observa sus transformaciones, describe sus modelos característicos. En el cuarenta su actitud es muy distinta. Las letras tienden a eludir lo coloquial y lunfardesco. Se vuelven culteranas hasta cantar a las alondras y la nieve, se repliegan a los espacios de una intimidad sin localización. La alteración urbana apenas los toca. Sus poetas son extraños a la conversión de la urbe en conjunto industrial y si se asoman a tal metamorfosis es para lamentar la desaparición de los barrios idílicos de la infancia, para volver a la burbuja del feliz tiempo perdido. Industrialización y peronismo son asuntos ajenos al tango, a pesar de que algunos de sus más notorios poetas eran simpatizantes del justicialismo: Cátulo Castillo, Homero Manzi, Enrique Discepolo. En rigor, estos letrados siguen habitando el mundo construido por el tango de los veinte/treinta: patios familiares, malevos esfumados en el tiempo, traiciones al modesto y honrado percal, organitos terminales, callejones de barro y corralones de chatas.
El recurso al modernismo era obligado por varias razones. Se trataba de la gran tendencia modernizadora de la literatura en castellano y había alcanzado cierta popularidad en la prosa y el verso de las colaboraciones en las revistas ilustradas y en las novelas semanales. Era la expresión culta dominante anterior a la vanguardia poética, que se desarrolla contemporáneamente a las letras de tango. La vanguardia que se proclama agresivamente antimodernista, proviene, mal que le pese y no obstante las sangrantes pullas antilugonianas –como lo reconocerá Borges en la revisión de los años treinta– de cierto Lugones, el de Los crepúsculos del jardín y, sobre todo, del Lunario sentimental.
Según el dictamen tanguero, la vida tiene más vueltas que la oreja, y Lugones, enemigo del tango y de las vanguardias, dará lugar a un doble fenómeno que propende a la paradoja: las vanguardias lo tendrán como maestro secreto, y el tango, que Lugones detestaba, como tantos escritores de su promoción, impregnará su etapa de poesía casera y barrial, la de El libro fiel y Las horas doradas. De tal manera, aunque dirigidas a públicos distintos, la poesía “de libro” y las letras de tango, pertenecen a la misma camada de la literatura rioplatense y presentan zonas comunes, cuya síntesis se alcanzará con los ya mencionados letristas del cuarenta, casi todos ya estrenados en el veinte: Manzi, Discepolo, Cátulo, Cadícamo, García Jiménez, Battistella, Catunga, etc.
En otro sentido, el modernismo sirve de andadura al tango porque es una literatura urbana y cosmopolita, cuyo escenario –desde la fascinación o el rechazo: Walt Whitman o Baudelaire– es la gran ciudad moderna, que alcanza su expresión mayor en la Buenos Aires convertida en París de las pampas a partir de 1880. Buenos Aires deviene capital modernista en los años noventa, con el magisterio de Rubén Darío que publica Prosas profanas y Los raros –los dos textos fuertes de la tendencia– en la Reina del Plata y en 1896. Ese mismo año se estrena el primer tango de autor conocido, El entrerriano de Rosendo Mendizábal, y llega Lugones desde Córdoba con Las montañas del oro bajo el brazo y dispuesto a participar en la fundación del Partido Socialista.
Del modernismo toma el tango no sólo una cantidad de recursos retóricos y una querencia ciudadana, sino también algunas riquezas de contenido. La visión maldita de la existencia, el contacto aristocratizante con la fealdad y la morbidez, el hechizo de los bajos fondos y de la vida bohemia son tópicos del modernismo. Más aún: la imagen de la mujer que prolifera en las letras de tango proviene de la población modernista de mujeres fatales y celestiales vírgenes prudentes que aparecen en las novelas canónicas de la tendencia: De sobremesa de José Asunción Silva, La gloria de Don Ramiro de Enrique Larreta (otro tangófobo ilustre), Redención de Ángel de Estrada y las noveletas de Enrique Gómez Carrillo.
La mujer del tango es dicotómica y se produce como obstáculo virginal o como tentación y amenaza castradora en la femme fatale. La virgen es el inconveniente absoluto del varón, la que pone a prueba la capacidad viril de contener y enderezar el instinto sexual. De algún modo encarna la amenaza de castración porque la virgen puede desconocer la virilidad del macho, anular su privilegiada diferencia.
Por su parte, la vampiresa es la que porta cargas eróticas activas y reduce al varón a la pasividad, llevándolo al agotamiento, el vicio y la ruina. Compite con él en iniciativa y actividad, y lo emprendedor y activo es viril. Rubén la personifica elocuentemente en la figura de la varona inmortal, suerte de cuerpo femenino habitado por un ánimo varonil. En las dos encarnaciones, la mujer es la madre, diosa o criatura inmunda, ambivalente a partir de la sacralización y las interdicciones del tabú. Este rasgo de insuperable apego a la madre tiñe de malditismo la visión del mundo social descrito en los tangos a través de un esquema familiar al que me referiré más adelante. Más aún: la cercanía de la madre inhibe al sujeto, porque sólo es deseoso quien huye de la madre. La fórmula no es de un psicoanalista sino de un poeta: José Lezama Lima.
El tango cantado es un género de índole teatral. Aparece en sainetes y revistas, sus intérpretes suelen ser actores y sus letristas, autores de teatro, empresarios, directores de escena y luego de películas sonoras donde el tango tiene un papel decisivo.
Este rasgo es de primera importancia porque los tangos suelen ser narraciones breves, minidramas y microfarsas cantados, viñetas y escenas que requieren un dispositivo actoral. A ello corresponde agregar el lugar privilegiado del teatro nacional en la cultura del inmigrante. El teatro es un espacio donde la masa inmigratoria se reconoce en sus tipos característicos, repasa su habla peculiar –lunfardo y cocoliche– y hasta explaya su visión de la sociedad. Los cómicos revisteriles y saineteros, desde Florencio Parravicini hasta Enrique Pinti, pasando por Pepe Arias y Tato Bores, son una suerte de críticos sociales e ideólogos populares, con un predicamento comparable o superior al de los políticos de profesión. Entre éstos –y con las reservas del caso, porque siempre fue un militar con reticencias políticas muy marcadas– Perón es el primero de aquéllos que comprende la eficacia social de lo histriónico y manejará, entre la radio, el cine y la televisión, una seductora teatralidad. Junto a él habrá, no por casualidad, una actriz: Eva Duarte.
La inmensa mayoría de los tangos está escrita por hombres y los escasos ejemplos de obras debidas a mujeres no presentan una voz diferente. Los cantantes, a veces entre comillas y otras en estilo directo, encarnan a personajes de mujer que dicen su parte en la comedia. Recordemos los ejemplos del caso: “Haragán”, “La muchacha del circo”, “Lloró como una mujer”, “Qué vachaché”. Las cantatrices personifican sin ambages a los varones y algunas artistas del tango llegan a ponerse ropas masculinas en sus presentaciones, como Azucena Maizani y Paquita Bernardo. Esta mixtura histriónica refuerza el carácter teatral del tango cantado y la percepción de la vida como teatro, como lugar del disfraz y la simulación, a través de tópicos como “la vida es un tango” o “todo el año es carnaval”.
Tal vez convenga apostillar que estas licencia de escenario no afectan a la nitidez de los roles sexuales. Hay algún tango que se burla del afeminado –“Farolito” cantado por la Maizani, sin excesivo derecho a la chacota, porque era lesbiana– y otros que ironizan sobre los muchachos de barrio que imitan a los ambiguos galanes latinos del cine mudo como Rodolfo Valentino y José Mojica: “Niño bien”, por ejemplo. La habitual chufla del tango contra el cajetilla o “muchacho del Centro” contiene un matiz de ataque a su borrosa virilidad.
Si del pequeño y cerrado ámbito del teatro vamos a la escena abierta y comprensiva del conjunto social, corresponde apuntar algunas circunstancias que hacen a nuestro tema.
En el periodo en que se desarrolla y codifica el tango, entre 1880 y 1930, la Argentina sufre una transformación demográfica y social de amplios alcances y carácter traumático. Al comienzo de la época señalada, el país tiene unos ocho millones de habitantes y recibe un aporte inmigratorio de tres millones de “recién venidos”. Casi todos ellos se concentran en la llamada pampa húmeda y, notoriamente, en los grandes puertos de exportación primaria, Buenos Aires, Rosario y Bahía Blanca.
El inmigrante va a América con la fantasía del indiano, el pobre que hace fortuna en ultramar y retorna a su aldea para construir un rumboso palacio que equivale al talismán conquistado en el éxito americano. En su imaginario hay un padre, un protagonista de la patria, que lo espera en el punto de partida, como el padre del héroe en la epopeya clásica, que aguarda el retorno del hijo cargado de tesoros exóticos. Poco importa que el padre real lo acompañe en la emigración, porque su proyecto no es quedarse sino volver. El padre real también ha dejado en el lugar de partida a un padre imaginario. Si se queda, es a regañadientes y como consecuencia de que su proyecto ha fracasado.
En el lugar de adopción, la acogida es ambigua y poco retentiva, de modo que no compensa el desarraigo. Por una parte, la masa inmigratoria es escolarizada y se le enseña a reconocer la bandera, el escudo, el himno, la lengua y la historia nacional más o menos heroica del nuevo país. Pero, por otra parte, el inmigrante es tratado como un mal necesario, un indeseable. El gran poema nacional, Martín Fierro, está protagonizado por un gaucho perteneciente al estamento criollo arraigado e hispánico, que sólo se reconoce en un igual, su amigo el sargento Cruz y demuestra escasa simpatía por indios, negros y gringos. El sainete y el tango, obra de inmigrantes o descendientes de ellos, abundan en caricaturas de los extranjeros, que se ríen de sí mismos desde la platea como si fueran “criollos viejos”.
El proyecto de poblar con europeos el desierto país ganado a la indiada contiene la fantasía de convertir la Argentina en una sociedad moderna, de modelo nórdico. Se espera la llegada de ingleses, alemanes y escandinavos, gente laboriosa, disciplinada y protestante, que supere la indolente herencia católica de españoles y mestizos. Pero los que llegan son gallegos, asturianos, italianos del Sur, judíos expulsados de la Europa central y súbditos del Imperio Otomano: gaitas, tanos, turcos y rusos, en la jerga del momento.
Por su parte, la dirigencia argentina, a pesar de sus ínfulas de nobleza local y enraizada en la fundación, aspira realmente a vivir en París, hablar en francés y mezclarse con el gratin de las cortes europeas. Entre el inmigrante que quiere volver a su patria real y la así llamada oligarquía argentina que anhela instalarse en los bulevares de su patria imaginaria, se produce un intercambio de desarraigos. En términos simbólicos: el padre de familia no quiere estar en casa. Victoria Ocampo, a quien afectan todas las tensiones de la trama, dirá alguna vez que su vivencia es el destierro: americana desterrada en Europa, europea desterrada en América.
Si nos fijamos en los grandes dirigentes nacionales del periodo, Julio Roca e Hipólito Yrigoyen, se agrega al carácter paterno la que podríamos denominar “clamorosa mudez”. Roca es un militar y terrateniente que sólo habla con sus iguales en la intimidad del club y el cuarto de banderas, el hotel y el casino, el trasatlántico y la logia masónica. No mantiene ningún diálogo con la masa. Su lema de “paz y administración” se cumple a través de la burocracia impersonal y ceremoniosa.
En cuanto a Yrigoyen, abogado y pequeño propietario, es un líder civil surgido de la nueva sociedad, pero de carácter bonapartista. Su vínculo con la masa es profundo y visceral, al tiempo que afectuoso de emociones, cordial e inexpresivo. Tiene presencia y carisma, pero no discurso. No da mitines, no habla en público, no produce textos de doctrina y secretea en la privacidad de sus despachos, las célebres amansadoras. Fundará un movimiento sin programa ni ideología cuyas escasas ideas se formularán en oscuros aforismos krausistas como “el partido de la reparación nacional”, “mi programa es la Constitución” y la enemiga al “régimen falaz y descreído”.
En el imaginario de las letras de tango aparece un condigno modelo de familia sin padre. No está ni se lo espera. Su ausencia no se explica, ni siquiera se menciona. Del padre no se habla. Caben diversas hipótesis: ¿No se sabe quién es? ¿Desapareció por causas que conviene callar? ¿Es un señor que ha tenido hijos en la “casa chica” y que afecta a la honra de la madre? ¿Hay en él alguna tacha que lo vuelve innombrable, tal vez el delito u otra mancha social? Si ha muerto ¿por qué no se lo evoca en vida? ¿Ha abandonado su lugar por desavenencias con la esposa, cuya integridad no puede ponerse en duda, porque es la única referencia firme – el único falo, dicho freudianamente – de la familia? Sin pretensiones realistas ¿es la madre alguien sobrenatural, que se ha preñado a sí misma, un andrógino?
Porque sí, en cambio, está la madre, la santa y resignada viejita que controla moralmente la vida de sus hijos, que espera con paciencia el retorno del hijo calavera o la hija perdularia, que es capaz de perdonar la peor de las faltas. En resumen: la madre es la ley, pero no porque señale al padre, sino porque ella misma funge de padre, es una suerte de casta varona que domina las normas del bien y la condena del mal.
Los sociólogos e historiadores han planteado diversas hipótesis que no estoy capacitado para discutir, apenas para repetir. Se ha pensado en el hondo matriarcalismo de las sociedades mediterráneas, incluida la española, que habría pasado a América con la conquista. El catolicismo habría superpuesto a este esquema matriarcal de base – una vez disuelta la sociedad patriarcal romana con la decadencia de las ciudades y la instauración del feudalismo – la figura de una Santa Madre, la Iglesia, de modo que el gobierno exterior de la sociedad quede en manos de los varones – el Estado y la Iglesia son instituciones varoniles – y el poder doméstico, de unas mujeres cuyo verdadero vínculo matrimonial es con el padre eclesiástico, el sacerdote. Un tío, un avúnculo. En formato casero, la madre es dicha Iglesia, legisladora e investida con el poder de perdonar los pecados. En última instancia, todas las madres son esposas del Padre Celestial, el Gran Legislador del universo. Dios, en efecto, aparece en los tangos sin forma corporal, y la Virgen, en cambio, con sus atributos físicos correspondientes. Si Dios es el padre verdadero, naturalmente no puede estar en casa. O es esa infinita Ausencia que, como dice el refrán, está en casa de todos.
Pero no nos vayamos tan lejos y bajemos de nuevo a la humilde y decente casita del suburbio. No sabemos bien de qué vive la familia del tango. La viejita no trabaja. Alguna vez, Celedonio Flores la hace “yugar toda la semana pa poder parar la olla con pobreza franciscana en el cuarto del convento alumbrao a querosén” pero es un caso aislado. La madre ha de estar siempre en el punto de referencia doméstico, para cuando los hijos se vayan y vuelvan. Tampoco trabaja el hijo, cuya aspiración es tener una noviecita virtuosa y paciente, con la que nunca se casa. A veces, harta de tanta virtud, la chica se casa con otro. ¿Vivirán de rentas estos personajes, si acaso de una escueta pensión que sostiene la austeridad de sus días? Si el padre es Dios, su milagrosa providencia alimentará sin dificultades a la tribu. Desde luego, la ausencia de padre crea una ausencia de modelo: el hijo no quiere ni puede ser padre, no tiene un espejo paterno en quien mirarse.
Tal falta de actividad causa que el hijo no tenga vínculos de clase con otros sujetos trabajadores. Sus amigos son contertulios del café o compañeros de juergas y farras. Si ha estudiado alguna carrera, la ha dejado trunca y sólo evocará sus años juveniles como el tiempo de la estudiantina, la serenata y los idilios con doncellas inconcluyentes: una dependienta de tienda, novia perdida o mina que pelechó con malas artes y provocó una tremenda desilusión.
El chico del tango, como queda dicho, nunca se casa y su noviecita se mantiene inmarcesible, quizás esperando cambiar de rol, pero no exigiéndolo nunca, como si tampoco quisiera ni pudiera ser madre ni esposa. La familia del tango no tendrá descendencia, será el fin de raza del inmigrante desarraigado que no pudo volver a Europa.
Una consecuencia fuerte del esquema es el carácter apolítico de la mayoría de los tangos. Cuando tienen alguna referencia política es una mera dedicatoria a personajes públicos: Yrigoyen, Marcelo de Alvear, Alfredo Palacios, etc. García Jiménez celebró el golpe de Estado de 1930 con su prescindible “¡Viva la patria!” que Gardel se apresuró a grabar. Manuel Romero comentó la Revolución Rusa en “Se viene la maroma sovietista” en cuyos versos se muestra más bien el rencor del obrero que quiere probar el caviar y el champán, y la venganza del pobre contra el rico empobrecido por las expropiaciones de los bolcheviques. Es difícil ver en estas reflexiones el menor atisbo de socialismo, y sí una versión lumpenizada y tanguera del Octubre Rojo.
En el tango abundan las quejas contra la injusticia social pero la sociedad es vista como algo malo en sí mismo, algo inmejorable y, en consecuencia, ajeno a la política. El mundo fue y será siempre la misma porquería, pues contiene una irreductible cantidad de mal. Es el resultado de una falla originaria, cuyo fatalismo escapa a la obra humana. Merece desprecio moral y contemplación metafísica, no consideración ciudadana.
Más aún: la pobreza es juzgada buena y los placeres de la clase alta, vicios y maldades que llevan a la perdición. El tango, solapadamente, aconseja al pobre conservar su modestia como emblema de honradez, pues el dinero corrompe. No hay aquí trabajadores que aspiren a mejorar individual o colectivamente, pues los personajes del tango, aunque socialmente perfilados, carecen de pertenencia a clase alguna. Su núcleo interior es la familia y su núcleo exterior, la “barra” del café, no la fábrica o la oficina. Estamos ante relaciones de clan, propias de un grupo inmigrante recién llegado, que busca el apoyo mutuo de sus miembros más que la vinculación con el resto de la sociedad.
En términos simbólicos, esta dualidad corresponde al barrio opuesto al Centro, la casa opuesta al cabaret, el quietismo de la humildad opuesto a la carrera social para mejorar de situación. Se puede colegir que si las cosas han de cambiar, será por la intervención de algún personaje exterior, providente y poderoso, un líder pródigo y justiciero, porque “acá ni Dios rescata lo perdido”. Bien, pero ¿qué es lo perdido que nunca se tuvo? ¿Acaso la aldea europea donde todo estaba en su lugar?
También hay hijas en el tango, siempre expuestas a la seducción del malevo prepotente, el niño bien vicioso y las mismas corruptas inclinaciones de la muchacha que puede rodar por su culpa. Que la hija salga a trabajar es peligroso, pues el tentador suele agazaparse en las esquinas, camino del taller. O algo peor: la chica puede independizarse de la tutela materna. Normalmente, las trabajadoras del tango son feas, han perdido la esperanza de casarse y tienen que hacer cosas de hombres: ganarse el sustento como proletarias.
El esquema se altera notablemente en los excepcionales tangos donde aparece el padre. Una historia familiar “normal” sólo la encuentro en “Dulce hogar” cuyos versos, más bien incautos, son cantados por un marido a su noble esposa, a unos chicos juguetones y risueños que alguna vez cerrarán los muertos ojos de sus padres e imitarán su buen ejemplo. También hay un matrimonio en “Si se salva el pibe” y un padre –bien que difunto y elevado a los cielos– en “Viejo reloj de cobre”.
Más significativos son estos tres ejemplos. Padre y madre se muestran en “Al pie de la Santa Cruz”, donde el hijo, un militante sindical confinado en Tierra del Fuego, se advierte que es un trabajador con una correcta conciencia de clase. En “Dios te salve, mi hijo”, el padre cuenta que su hijo ha sido asesinado por rebelarse contra el cacique explotador. Más curioso aún es “Levantá la frente”, cuyo poeta es un padre de familia y hermano de una chica soltera embarazada por un taimado seductor, a la cual exhorta a tener el niño con orgullo, pues será criado en la casa familiar. El padre hace aquí respetable a la madre soltera y elude todo reproche por la deshonra a la tribu.
La presencia del padre altera el rol convencional de la viejita tanguera y las relaciones entre los demás parientes, que adquieren una solidaria identificación social. Con el padre, la familia se arraiga y el inmigrante, por decirlo así, se nacionaliza al socializarse, al intervenir activamente en la existencia social, y deja de ser un mero soporte pasivo de la fatalidad mundana.
Imaginar la vida es una manera de contar la historia. Los letristas del tango son, en esta medida, historiadores de la Argentina moderna. Está por comprobarse la ocurrencia tal vez profética de Borges, para quien la poesía argentina será recordada no tanto por las antologías palatinas sino por las osadas imperfecciones de Cantaclaro y El alma que canta.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo forma parte de la obra Lecturas americanas. Segunda serie (1990-2004), publicada íntegramente en Cualia. La primera serie de estas lecturas abarca desde el año 1974 hasta 1989 y fue publicada originalmente por Ediciones Cultura Hispánica (Madrid, 1990). Reservados todos los derechos.