Los cálculos sobre la antigüedad del universo ofrecen horquillas de más y menos que, para la medida del tiempo humano, resultan inimaginables. Las mediciones aceptan que hubo un big bang, o sea una creación. Dicen los científicos que el tiempo que va desde el Big Bang hasta el presente oscila entre 13.761 y 13.835 millones de años.
Los primeros átomos tardaron 380.000 años en aparecer y las tempranas estrellas se tomaron 200 millones de años para conformarse.
No nos apresuremos, con todo, a sacar conclusiones: el conocimiento científico se mueve en una franja estrecha de la realidad, el cuatro por ciento. El resto es materia oscura y energía tan oscura como la materia. No deja de ser curioso, sin embargo, que la ciencia corrobore, al menos de momento, las intuiciones poéticas de algunas cosmologías.
La creacionista, que nos viene de la Mesopotamia pasando por el Antiguo Testamento, y la figura del huevo cósmico, que aparece en tantas leyendas sobre el momento que asiste a la transformación del caos en orden, la potencia en acto, la virtualidad en realidad. Repitamos: la germinación contenida en un huevo.
Los seres humanos somos nuevecitos en el universo. Tardíos, sofisticados, exigentes, acaso la única especie que no sólo es sino que quiere saber lo que es. Tardío puede significar, también, final.
Acaso con el hombre, la creación esté inaugurando su etapa culminatoria y última, de duración impredecible pero de sentido conclusivo.
Todo lo que empieza, termina. Esta melancólica desembocadura de la historia cósmica puede llevarnos a considerar lo ilusorio de las antigüedades medidas en términos humanos.
Los hombres que se creen apegados al origen, que han descubierto su inserción arcaica, que proclaman su adhesión a la esencia que perdura a través de los milenios, podrían pensar, a cambio, en la antigüedad de una estrella o un paramecio. Quizás, así, todos nos sentiríamos jóvenes, lozanos, recién llegados a la escena de la historia.
Imagen superior: Erupción captada por el satélite de observación solar de la NASA (Interface Region Imaging Spectrograph, IRIS).
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en la revista Cuadernos Hispanoamericanos. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.