La calle de mi infancia, sin ser una vía principal, estaba llena de comercios que nos surtían de nuestras principales necesidades. Había cinco o seis bares, una panadería, una mercería, una papelería, una tienda de muebles, un ultramarinos, una tienda de comestibles, una carbonería, una droguería, una tienda de pinturas y papeles pintados, una imprenta, una boutique, dos bancos…
Pensaréis que estoy hablando de una gran calle: nada de eso. Era, sigue siendo, una calle pequeña de un barrio obrero. Pero teníamos de todo. Si queríamos, no había que salir de ella para abastecerse de lo necesario.
Desde primera hora de la mañana bullía de actividad. Los bloques de casas estaban llenos de jóvenes matrimonios con varios hijos cada uno, que acudíamos a los colegios colindantes acompañados de nuestras madres porque muy pocas de ellas trabajaban fuera de casa. Los bares se cerraban no más tarde de las once, porque había que madrugar.
El domingo, por supuesto, no abría nadie, más allá de la panadería y algún bar. Las familias se acoplaban en cuatro o cinco coches y salían a Bustarviejo, o Miraflores de la Sierra, o a La Boca del Asno. Mi padre acostumbraba llevar uno de los jamones que mandaban mis abuelos desde Galicia. Llevaba un clavo, lo fijaba en algún árbol y colgaba el jamón. Y de allí se cortaba y se comía. Éramos tan felices…
Todo esto, a cuento de estos libros que he recordado hoy. Mis lecturas de los trece, catorce, quince años. Me los compraba en la papelería de mi calle, cuyo propietario era un hombre sordo que me recomendaba lecturas y con el que hablaba durante horas, hasta que venía a buscarme mi madre, que siempre sabía dónde encontrarme.
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