Los objetos arquitectónicos, los edificios, se diseñan y construyen a partir de dos premisas fundamentales: la información que contienen y la expresividad (forma o figura) mediante la que se muestran. Tal y como indica Wittgenstein en la proposición 3.32 de su Tractatus, “El signo [forma] es lo sensorialmente perceptible en el símbolo [información]”.
Hay un arquitecto que cultivó, de forma casi obsesiva, estos principios. Se trata de Alvar Aalto (1898-1976), finlandés, participante en los avatares del Movimiento Moderno. Aalto estableció contactos con la Bauhaus en los años 1920, y fue invitado como miembro numerario al CIAM (Congreso Internacional de Arquitectura Moderna) en 1929. Asimismo, construyó obras racionalistas memorables, como la Biblioteca de Viipuri (1927-1935) y el Sanatorio de Paimio (1929-1933).
Sin embargo abandonó este ámbito para investigar sobre una arquitectura más organicista. Más ligada, por un lado, a un cierto humanismo, y por otro, a la reflexión sobre la evolución cultural de la propia arquitectura. Según Gillo Dorfles, se decantó hacia una especie de neobarroco.
En palabras del turinés Leonardo Mosso, que trabajó en el estudio de Aalto, su obra adquiere una clara dimensión poética: «En toda la arquitectura de Aalto existe siempre una gran idea que corresponde a una función real de la vida y que trata de buscar y descubrir para llegar a comprender la forma, Es decir, para tener en la mano la forma. El tratamiento del espacio constituye una de las características principales de este arquitecto. El encajar los espacios internos, verdaderamente abstractos, aunque en el sentido figurativo de la palabra, en volúmenes simples y compuestos, antiguos. Uno de los motivos de mayor sugestión en las secuencias arquitectónicas de sus obras es ciertamente el contraste entre estos aspectos de la interpretación del espacio: estático y ponderado en el exterior; dinámico y abstracto, en el interior. Fuera, los espacios de Paul Cézanne; dentro, los de Hans Hartung. Es en estos virtuosismos donde Aalto revela la fertilidad y al mismo tiempo el sentido de ponderación de su genio, ayudado por una técnica verdaderamente prodigiosa en el tratamiento de la madera. Pensamos en la gran cubierta del Estadio de Otaniemi, en el techo del ayuntamiento de Säynätsalo, en pequeños detalles de sus muebles construidos por Artek [la compañía de mobiliario fundada en diciembre de 1935 por Aalto y su esposa Aino Aalto, pionera del diseño escandinavo, la coleccionista Maire Gullichsen y el historiador Nils-Gustav Hahl]. Quizá nada haya de excepcional en este sentido en él; es el resultado de una tradición artesana primitiva que se ha ido perfeccionando con los tiempos y que ha encontrado en Aalto su gran poeta» (Arquitectura, nº 13, enero de 1960).
La obra de Aalto que recoge de forma más clara estos objetivos es el mencionado ayuntamiento de Säynätsalo (1949-1952), que se alza en una isla lacustre del interior de Finlandia. Aalto admiraba la arquitectura italiana del medievo, y por ello, su intención fue construir un modelo a escala de la piazza, un conjunto autosuficiente, y en cierto sentido, un manifiesto sobre la arquitectura pública.
Säynätsalo se aleja de las modas imperantes en su época. «Los centros de habitación ‒le decía Aalto al historiador suizo Sigfred Giedion‒, con sus diversos bloques masivos y artificiales, son una mezcla de motivos diferentes que no responden a las preciosas variaciones biológicas del hombre. Hacen a menudo pensar en ferias industriales, mientras que un formulismo sostenido por la propaganda se hace destacar en los edificios oficiales, en el diseño industrial y la horrible carencia de equilibrio armonioso de los coches americanos: los adultos juegan como los niños con las líneas curvas y las tensiones que no dominan. Todo respira la atmósfera de Hollywood».
El sistema de trabajo de Aalto consistía en analizar pormenorizadamente todos los aspectos de cada proyecto. Lo hacía de forma minuciosa, y después, intentaba encontrar el dibujo, la expresión que lograra contener todos los requisitos.
En última instancia, utilizaba el método científico en la creación de modelos. Es decir: desglosar las partes componentes, comprender cada una de las ellas y desentrañar como encajan. En definitiva, el clásico proceso de deconstrucción y reconstrucción.
En Säynätsalo utilizó el concepto de la “ciudad en la colina”, que le inspiró su viaje a la Toscana. Fabricó una colina artificial, la aplanó y sobre ella construyó la estructura, que adquiere la forma de una villa romana. Se accede por una escalera, situada en uno de los ángulos. Hay un patio, que no es transitable, y un estanque. Por la derecha, se llega a la torre, donde se encuentra, en el segundo piso, la sala del concejo municipal. Todo ello plantea un camino iniciático.
El conjunto comprende el ayuntamiento, una biblioteca, un banco, viviendas y varias tiendas. Viene a ser el trasunto de un centro urbano. La torre tiene una altura ligeramente superior a la del ayuntamiento de Siena. Aalto, interrogado al respecto, destacó la primacía de lo público sobre lo privado.
Los detalles se cuidaron al milímetro. Por ejemplo, los sillones en los cuales se sientan los concejales tienen detrás pequeñas chapas, con los nombres de todas las personas que los han ocupado.
Todos los edificios están elaborados con un material humilde: ladrillo rugoso e imperfecto. La obra contiene múltiples metáforas. En principio es una acrópolis, pero el patio tiene aire de jardín japonés. El estanque alude al lago que rodea la isla, y los peldaños de la escalera opuesta a la principal están cubiertos de césped, que enlaza con la naturaleza circundante. No hay ningún aspecto que se haya dejado al azar.
«Cuando tengo que resolver un problema arquitectónico ‒escribía el propio Aalto‒, me encuentro, ante todo, detenido en la idea de su realización. Esto se debe probablemente a las dificultades que surgen ante el cúmulo de los diferentes elementos en el momento de la concepción arquitectónica. Las exigencias sociales, humanas, técnicas y económicas ‒que se presentan en unión con los factores psicológicos y que conciernen a cada individuo y cada grupo con su ritmo y roces internos‒ son tan numerosos que forman un complejo que no se puede resolver de una manera racional. Llevan a tal complicación, que impiden a la idea básica arquitectónica tomar forma. En tales casos, trabajo de una manera irracional. Por un instante, olvido todo el complejo de problemas, los borro de mi memoria y me distraigo en algo que podríamos caracterizar como abstracto. Me pongo a dibujar, dejándome guiar por el instinto y súbitamente la idea principal nace: es un punto de partida que reúne los diferentes elementos ‒con frecuencia contradictorios‒ nombrados anteriormente y los coloca en armonía. Mientras diseñaba la biblioteca de Viipuri ‒tenía a mi disposición cinco largos años‒, me entretenía grandes ratos en hacer dibujos como los niños, representando una montaña imaginaria con diferentes formas sobre las laderas, y una cantidad de soles como superestructura celeste que iluminaban los diversos costados de la montaña de una manera similar. En sí, estos dibujos no tenían nada que ver con la arquitectura, pero de su aparente infantilidad surgió una combinación de planos y secciones cuyo entretejido es difícil saber describir, y que llegó a ser el concepto básico para la biblioteca, que desgraciadamente, en el momento presente, está destruida [Nota: Su reconstrucción se llevaría a cabo entre 1998 y 2013]. Esta idea fundamental consistía en agrupar los salones de lectura y salas de entrega de libros sobre planos diferentes alrededor del control central, situado en la cumbre del edificio, justamente como los lados de una montaña situado alrededor del cerro, y por encima un sistema de soles: lucernarios tronconónicos como sistema de iluminación» («El huevo del pez y el salmón», Domus, traducido en Arquitectura, nº 13).
Uno de sus últimos biógrafos, la historiadora Eeva-Liisa Pelkonen, dice que «el virtuosismo de Aalto y la diversidad de su trabajo lo convierten en un tema difícil, tanto para que los estudiantes lo estudien y emulen como para que los maestros lo enseñen”. Por desgracia, no dejó herederos. De ello se hacía eco Rafael Moneo en la necrológica que escribió en Arquitecturas Bis (número 13, mayo-junio 1976): “Por ello, con sorpresa y angustia, me pregunto: Aalto, ¿era para nosotros un extraño?. Al dejarnos, al morir, Aalto, tal vez para nuestra desgracia, era lo que siempre le hubiese gustado ser: un eterno outsider”.
Copyright del artículo © Joaquín Sanz Gavín. Reservados todos los derechos.