Juana quería hacerse monja. Pero sus padres, en especial su madre, ya tenían diseñado otro futuro para su hija. Porque Juana era hija de los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, que trazaron al milímetro los matrimonios de sus vástagos, aunque no todo les salió como esperaban. De hecho, nada salió según sus planes…
Juana hubo de olvidar sus deseos y plegarse a los designios de sus augustos padres. Fue así como embarcó, camino de Flandes, a conocer su nueva vida y a su nuevo esposo. Tras un azaroso viaje, en el que la infanta castellana estuvo a punto de perecer ahogada, se celebraron los esponsales.
De noche y a toda prisa. Felipe, que así se llamaba el prometido, y Juana quedaron prendados el uno del otro. No había tiempo que perder para consumar ese fuego que les devoraba. La pasión, con todo, duró poco. Al menos, para Felipe. Cuando el embarazo de Juana se hizo evidente, el príncipe borgoñón corrió a los brazos de otras mujeres, damas de compañía de su señora esposa, la mayor parte de las veces. Y Juana empezó a ser devorada por otro fuego, de igual origen pero diferente llevar: el fuego de los celos. La tortura de saber a su amado Felipe en brazos de otras, haciéndolas gozar como antes a ella. No dudaba en perseguirle, en asistir a una fiesta tras otra, vigilando cualquier escapada. Y, así, hubo de parir a su primera hija en un retrete de palacio.
Un hijo tras otro, hasta hacer un total de seis, y una amante tras otra, hasta hacer infinitas. La muerte de Juan y de Isabel, hermanos de Juana, la transforman en heredera. La muerte de su madre, la muy católica Isabel, la transforma en reina. Y, al díscolo Felipe, en rey. Reyes de Castilla.
Poco le dura la alegría a Felipe, que ya se veía haciendo de su capa un sayo, dada la absoluta entrega de su esposa. Jugando a la pelota, en la ciudad de Burgos, bebe abundante agua fría mientras aún sudaba por el ejercicio desarrollado. A las pocas horas cae enfermo, víctima de elevadas fiebres. Días después, fallece. Tenía 28 años, cinco hijos y una desconsolada viuda que, preñada de cinco meses, vaga durante los fríos meses de invierno por la gélida Castilla, acompañando su cadáver, que se niega a enterrar. Razón más que suficiente para que el padre de Juana, Fernando el Católico, decida declararla loca y encerrarla en el castillo de Tordesillas de por vida. Cuarenta y seis años de reclusión que sólo terminaron con la muerte.
Y ahí aparece, nuestra Juana, con la mirada perdida en el horizonte, enfocada hacia el espectador. Haciendo caso omiso de su pequeña Catalina, la última de sus hijas, que compartía reclusión con su madre. En una sala. Acompañada (¿vigilada?) por una dama de alta alcurnia y una doncella aburrida. Los juguetes de la pequeña, desperdigados por el suelo. Al fondo, el fuego encendido. Al frente, la ventana abierta, sobre los campos yermos de Castilla. En la habitación contigua, el cadáver de Felipe, el Hermoso Felipe. Así imaginó la escena Francisco Pradilla, pintor romántico fascinado por la figura de Juana la Loca, a la que dedicó varios cuadros y no pocos bocetos. Así ha quedado grabado, para siempre, en la memoria histórica. Aunque Juana, en realidad, no estaba loca. Tan sólo fue un títere en manos de los hombres que la rodearon. Hombres que eran su padre, su marido, su hijo. Hombres egoístas tan sólo interesados en ellos mismos. Hombres que sólo ansiaban poder.
Juana (1479-1555), Infanta de Castilla y Archiduquesa de Austria, Reina de Castilla, de Navarra, de Aragón, de Mallorca, de Nápoles, de Sicilia y de Valencia, Condesa de Barcelona.
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