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Huesos de santos

Uno de los tal vez mayores agentes de la vida humana sea, por paradoja, el intento de matar la muerte. Explorar el pasado, obtener una historia, honrar a los ancestros queridos o queribles (muchos de ellos, desconocidos o inexistentes) son variables maniobras para inmortalizar a la especie, ya que no a los individuos.

Un recurso insistente consiste, al respecto, en convertir al muerto en alimento y devorarlo. Literalmente, lo han hecho remotas culturas hasta que se sustituyó la ingestión directa del finado –se supone que con todas sus virtudes entripadas– por una ceremonia: el banquete totémico. Algo de eso hay en la comunión cristiana y en los simpáticos y sabrosos huesos de santos que ilustran algunas de nuestras fiestas más o menos religiosas.

La ventaja de estas dulzuras de tahona es que desaparecen al ser masticadas. Con los huesos de los santos de verdad pueden llevarse chascos tan memorables como sus hazañas y milagros. Por algo la Iglesia los encofra en sus relicarios, para que se escapen. Se los venera de lejos y bien guardados en alhajeros que acaban pareciendo uno de esos tesoros domésticos que yacen al fondo de los armarios, cubiertos de toallas y jerseys.

En efecto, por ejemplo, los huesos de Cristóbal Colón y uno de sus hijos se mezclaron para repartirse entre Sevilla y Santo Domingo. Al inhumarse a Vasco Da Gama aparecieron en su ataúd dos cráneos. Uno de ellos, evidentemente, no le pertenecía, como tampoco uno de los dos sepulcros de Cristo que se veneran en Jerusalén. ¿Son decididamente de Cervantes los huesos que yacen en las Trinitarias?

Qué más da. Es lo que decidió, con buen tino, la familia de García Lorca al anunciarse la enésima excavación para ubicar sus huesos.

La insistencia de los especialistas y el periodismo orillan la obscenidad. Unos y otros ignoran que lo que sobrevive de Federico no son sus huesos sino sus libros. Es cierto que se intenta una reparación social de su asesinato, que es como poder celebrar, de algún modo, su velatorio. Pero es también ignorar que un poeta tiene obra aunque no tenga biografía y que un santo hace milagros aunque no tenga huesos.

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")