La igualdad de derechos entre individuos de variada sexualidad es hoy un lugar común en los países de régimen liberal. Los diversos partidos, salvo los extremos, coinciden en sostener este régimen de multiplicidad que se simboliza con la bandera de lo siete colores del tornasol. La historia de esta deriva no es sencilla ni tiene una trayectoria uniforme. Es el resultado de la propaganda y la presión social encabezada por los movimientos reivindicatorios pero no de la aprobación política, que llegó tardíamente tras forcejeos internos de los respectivos aparatos.
Remontémonos a 1934, con los nazis y los bolcheviques gobernando sus respectivos Estados. En el Pravda moscovita, Máximo Gorky, escritor oficial de su régimen, publicó un artículo de tinte jocoso comentando la exclamación de un jerarca nazi: “¡Rojos! ¡Fuera la homosexualidad!”. Gorky concluía, hilarante, que de aplicarse la norma, el fascismo desaparecería.
Al mismo tiempo, el escritor alemán del exilio Klaus Mann –hijo de Thomas y sobrino de Heinrich– daba a conocer su texto La izquierda y el vicio, donde sostenía que las relaciones de amor entre personas del mismo sexo son como las admitidas entre varones y mujeres. Ni mejores ni peores, fuera de las habituales adjetivaciones de grandiosas, tocantes, melancólicas, grotescas, hermosas o triviales. Ni dignas de sublimación, agrego por mi cuenta, ni objeto del derecho penal, la condena religiosa o el tratamiento psiquiátrico.
La observación de Klaus Mann parece premonitoria y el hecho de que esté dirigid a la izquierda apunta, con figuras sutiles, a la Unión Soviética, paladín de la liberación social y moral de la humanidad. En efecto, las leyes de la URSS eran tan represivas y los procedimientos policiales tan expeditivos como los de la Alemania hitleriana, hambrienta por su parte de conquistas territoriales muy conocidas. En efecto, en la oposición a la dictadura germánica y sus medios del exilio, el tema merecía un sospechoso silencio. Se enfatizaba el racismo ejercido contra judíos y gitanos pero no se consideraba racista la homofobia. Se defendía a Israel pero no a Sodoma. Sólo voces aisladas como las del citado Mann y Marion von Kammer se alzaron por entonces.
En sus novelas como Sinfonía patética y El volcán, Klaus Mann apenas rozó el tema. En la segunda de ellas aparece un par de personajes del exilio, ambos homosexuales que funcionan como prototipos. Uno se entrega con desesperación al alcohol y las drogas y termina en un acto con mucho de suicida, en una suerte de anuncio de lo que sería el final del propio novelista. El otro, en cambio, tras una serie de episodios muy dramáticos, gana su libertad personal y la vive con la dolorosa alegría del destierro y la pobreza. La primera de las narraciones tiene como protagonista al músico Tchaikovsky, cuya homosexualidad fue ya conocida y problemática en su tiempo, pero que es idealizada por la angelización del arte y el sentimiento.
Faltaban tres décadas para que comenzaran a formarse los movimientos que llevaron el asunto sexual al orbe de la sociedad en su conjunto y su tratamiento finalmente político. La literatura, como siempre, fue la primera en decir algo, desde el precoz Heinrich von Kleist hasta los más cercanos Konstantin Kavafis, André Gide y Sandro Penna. El mundo clásico de la paganía, donde la discriminación sexual no se daba, vino en auxilio de la modernidad europea. Acaso también hubo un predecesor americano, Walt Whitman. Se invirtió la frase de Verlaine, alguien asimismo tocado por los hechos. Ahora, todo el resto no era ya literatura.
Imagen superior: Los hijos de Thomas Mann: Klaus y Erika.
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