Con la mayor naturalidad del mundo, el escritor y guionista Hernán Migoya parece decirse que la vida del creador es demasiado corta como para hacer caso a los puristas, a los cursis y a los que se empeñan en imponer dogmas. En cada nueva obra, sufre una metamorfosis, y lo mismo se convierte en un depredador de mitos que saca a pasear su vena más tierna.
Hernán, ¿no crees que los españoles viven, desde hace décadas, en un permanente estado de cabreo? ¿El mundo es tan terrible como para que siempre estemos dispuestos a tirar del mal humor?
El cabreo va con la marca de fábrica del españolito. A mí me cabrea ese cabreo, así que ni yo me libro. Por otro lado, a ello se suma que mi generación es muy nenaza. Mi padre a los trece años ya estaba ayudando al suyo en la mina. Cuando vio lo que era aquello, se cambió a la carpintería. Yo a los catorce años fui a ayudar a mi padre al taller, y cuando vi lo que era ser carpintero… ¡decidí que dedicaría mi vida a mi vocación, que es escribir, o me suicidaría antes de regresar allí dentro! Fue un juramento a lo Escarlata O’Hara: “Juro que haré lo que haga falta para no volver a realizar un esfuerzo físico…”.
Nuestra generación es la primera que lo ha tenido todo. La primera que pudo dedicar la mayor parte de su tiempo al ocio virtual (TV, deuvedés, videojuegos, internet… ¡ahora Facebook!), despreocupándose de lo demás. En la etapa adulta, muchos se tiraron al primer contrato fijo, pensando en la seguridad ante todo, mientras un servidor y otros como yo hemos estado dos décadas viviendo los altibajos, y también la libertad, del freelance.
La mentalidad española es muy comodona y profundamente conservadora, y no hablo desde el punto de vista ideológico: hablo desde el punto de vista vivencial. Queremos un sueldo fijo, que nadie nos controle nuestro rendimiento y comprar una casa al lado de la de mamá.
No queremos meritocracia, ¿verdad? Pero es que la vida impone su propia meritocracia. Mis padres se conocieron de emigrantes en Buenos Aires. Hoy día es mucho más barato emigrar: un salto con red. Pero nuestra generación, envuelta en esa burbuja virtual, ha crecido muy inmadura: no tenemos anticuerpos ante la crisis.
¡Por supuesto, estoy generalizando muchísimo! Yo no me imagino lo duro que debe de ser mantener unos hijos hoy día… para eso sí hace falta valor, del que yo carezco.
En cualquier caso, no me puedo creer casi nada en este país: básicamente porque hace diez años, cuando se suponía que las cosas estaban bien, todo el mundo también se quejaba. ¿”Sociedad del bienestar”? Tú hace una década decías que vivíamos en una sociedad del bienestar y te hubieran pegado, los mismos que ahora te pegan para recuperarla.
A los españoles nos es mucho más fácil destruir que construir, y yo me incluyo. Construir requiere templanza de ánimo. Y aquí nadie tiene el ánimo templado. Y, sobre todo, requiere creer en la bondad de tu sistema, en que el sistema construido es beneficioso para todos. Aquí nadie cree en nada.
Yo solamente deseo que el Estado no toque las bibliotecas, que es lo mejor que tenemos en esta sociedad nuestra: son gratis y allí hay literatura, cine y música al alcance de todos. Si yo fuera un padre realmente preocupado por la Educación, enviaría a mis hijos allí, a formarse la mente y el espíritu. Mi abuelo no pudo gozar de eso.
Al hilo de lo que dices sobre la meritocracia, ¿crees que es posible la excelencia en España, o tenemos que conformarnos con la envidia y el populismo?
El populismo y la envidia son algo connatural a nosotros, y es bueno aceptarlo así. Somos un pueblo que odia al que ha obtenido algo por su propio mérito. Cualquiera que se haya hecho rico por un método que no sea el de la lotería, es un hijoputa seguro. Cualquiera que sea pobre y parezca muy desgraciado en la vida, es “majísimo”. El que destaca, un cabrón.
Pero no me gustan los términos “excelencia” ni “elitismo”. Prefiero el término “meritocracia”. En España, todo lo que se parezca pálidamente a un intento de establecer cualquier atisbo de meritocracia, enseguida es tachado de fascismo. Así que todos nos dedicamos a hacer lo necesario para que nos dejen en paz: fingimos ser tontos. ¡Y a algunos nos sale de natural!
Una. grande y zombi, la novela que publicaste en 2011, venía a ser un exorcismo de las dos Españas. ¿Qué sentimientos te pasan por la cabeza cuando ves las trincheras y los bandos enfrentados en las redes sociales, en las tertulias televisivas y en los comentarios de internet?
Básicamente, intento que no me hagan perder el tiempo atendiendo a la estupidez de esos dos bandos. Cualquiera que haya vivido unos años fuera de España, se da cuenta de que es mucho más lo que une sus fanatismos enfrentados que lo que los separa: o sea, la brutalidad expresiva de nuestro pueblo. Ya fue ése el denominador común a los dos bandos de la Guerra Civil Española, y haríamos bien en comprender por qué el Primer Mundo nos percibía como un hatajo de salvajes, en uno y otro lado. Ser Azaña hoy es fácil, un tipo ecuánime, laico y pacifista, pero en aquella época… ¡debía ser realmente complicado, entre tanto mastuerzo!
Para mí, definirse de derechas o de izquierdas ya resulta reduccionista per se. Yo soy muy conservador en mi concepto de la vida colectiva (pero no tan conservador como los comunistas, ojo), y paradójicamente libertario, casi punk, en mi concepto de la vida individual. Tampoco soporto ni el tradicionalismo impuesto ni el pensamiento reaccionario, provenga de donde provenga. Y en lo que se refiere a la tolerancia, lo tolero todo menos la falta de respeto y la agresión a los demás. Así que participo de ideas de uno y otro espectro, aunque me siento de mentalidad muy protestante. Y en ese detalle me alejo del espíritu de los dos bandos en España, de compulsión profundamente católica, sobre todo cuando se lanzan a demonizarse unos a otros. También me gusta el dinero, pero no lo idolatro: aunque confieso que no me gusta tanto como a la gente que dice odiarlo.
A mí me han vetado en actos culturales tanto el PP como el PSOE, así que no tengo preferencias en cuanto al signo ideológico de mis censores. Y no voy a dejar que nadie me arrastre a un bando definido, porque ello coarta la frescura con que nacen mis propias ideas. Las etiquetas coartan. De todos modos, creo que soy el único escritor catalán y español al que ningún político desearía ver apoyando públicamente a su partido. ¡De la que me libro!
Es evidente que, como escritor paródico, has puesto en evidencia a esa derecha y a esa izquierda de las que hablamos. España es un país muy politizado. Y la opción política se sacraliza como la fe religiosa o la pertenencia a un club de fútbol. ¿Crees que nos cuesta reírnos de las preferencias políticas, sobre todo cuando son las propias?
Yo creo que los españoles saben reírse de todo. El problema es que nos puede el miedo a que reírnos de algo frente a los demás, frente a una autoridad sobre todo, nos perjudique materialmente. Y entonces nos hacemos los indignados y nos echamos como masa linchadora sobre cualquiera, sin tener pruebas ni necesitarlas. Supongo que es la reacción condicionada a tantos siglos de Inquisición: aparentar beatitud moral y acusar al vecino cada vez que conviene.
Yo también peco de criticar incesantemente lo propio, algo muy típicamente spanish. Eso no es sano. Sinceramente, me obsesiona y me mosquea en nosotros, mucho más, nuestra hipocresía y nuestra cobardía que el no saber reírnos. Antes al contrario, lo que me redime de ser español, de esa frustración causada por no poder uno tomarse absolutamente nada en serio en este país, es que creo que nosotros sí sabemos poner la disputa a un lado frente a un buen vino. Eso me encanta de los españoles.
Hablemos de otro exorcismo en la misma línea, las Nuevas Hazañas Bélicas. ¿Cómo surgió esa idea?
Me encanta la cultura popular española, desde El Coyote del catalán José Mallorquí al destape del madrileño Mariano Ozores. Y el tebeo español me chifla: no entiendo, por ejemplo, que nadie haya reivindicado todavía a Iranzo como el gran moderno de la historia del cómic español. Su Kosman es Dalí y Almodóvar juntos. Pues nada, ahí está enterrado en el saco del olvido donde caeremos todos…
La cuestión es que siempre quise resucitar algún personaje mítico del tebeo español con nuevas aventuras para el público de hoy. ¿No lo hacen los yanquis con un personaje tan soso y mamarracho como Supermán? Pues nosotros tenemos mejores personajes: El Cachorro del propio Iranzo; o Roberto Alcázar y Pedrín, que redivivos hoy serían la bomba (Roberto Alcázar es más inflexible que Harry el Sucio; y Pedrín es un psicópata adolescente que ríete del joven Lecter); o El Corsario de Hierro, del que llegué a esbozar una reactualización contextualizada históricamente que daría la vida por publicar… Al final, gracias a la complicidad con Joan Navarro, el editor que más sabe de tebeo español, recuperamos la cabecera de Hazañas Bélicas y la convertí en estas Nuevas Hazañas Bélicas, donde escribí durante todo un año dos historias mensuales (los tebeos españoles ya no tienen periodicidad, debido a lo poco que venden y al menosprecio institucionalizado hacia los cómics de entretenimiento), con sendas aventuras bélicas contadas desde cada uno de los bandos de nuestra Guerra Civil, mediante la Serie Roja y la Serie Azul.
Lo interesante es que el magistral creador de Hazañas Bélicas, Boixcar, jamás pudo situar sus aventuras en dicha guerra, por motivos obvios. Así que lo hice yo, con la ayuda de algunos de los mejores dibujantes y autores de la historieta española de todas las generaciones. La verdad, ha sido maravilloso poder escribir guiones para esa veintena de genios. Y creo que juntos hemos contribuido a que corra un poco el aire en una atmósfera tan viciada como la de la cultura española. Hemos humanizado nuestra guerra, entre tanta interpretación talibán.
En términos más generales, ¿no te parece que existe un complejo cultural hacia todo lo español?
Claro que existe. Eso también está enraizado con la identificación que en las últimas décadas se ha hecho de lo español con el franquismo y lo autoritario. En Barcelona es imposible emplear el adjetivo español si no es como sinónimo de facha o enemigo. Todo el mundo te pondría allí en su punto de mira: serías sospechoso de algo desde el momento en que mencionaras ese término sin connotaciones menospreciativas. Por ejemplo: si tú ves una banderita española en la ropa de un viandante por Barcelona, ten clarísimo que esa persona es hispanoamericana o un guiri despistado. Ningún habitante barcelonés se atrevería jamás a llevar una bandera española en su atuendo, a riesgo de ser llamado de fascista para arriba.
A mí todo patriotismo me parece tradicionalismo, pero es curioso que el patriotismo en Cataluña solamente sea considerado rancio cuando se trata del español. Cuando es el catalán… ¡resulta el novamás de la modernidad y lo progresista! Ése ha sido siempre el gran triunfo del conservadurismo tradicionalista catalán: pasar por progre. O como dice mi mujer: “Los burgueses catalanes viven como Reyes y visten como pordioseros…”.
De todas maneras, me encanta ser catalán. Somos capaces de negociar por cualquier cosa, y eso evita siempre muertos. Nosotros negociamos hasta nuestra propia identidad. ¡Nadie llega tan lejos!
En cuanto a la valoración de nuestra propia cultura, el caso literario también está cambiando: escritores como Pérez Reverte, Sánchez Piñol, Ignacio del Valle y otros cultivan género sin estar relegados al ostracismo mediático en el que hasta ahora se hallaban los escritores de fantasía, ciencia-ficción o aventuras. Todo lo han logrado por su propio mérito, pero gracias a ellos, muchos otros escritores españoles que cultiven géneros de entretenimiento no estarán obligados a firmar con pseudónimos anglosajones, como ocurría tan sólo unas décadas atrás. Yo se lo agradezco. Y también al pionero de todos: Alberto Vázquez-Figueroa.
En un país como éste, tan preocupado por las apariencias y el qué dirán, ¿qué te llevó a componer esa imagen pública, que parece tan propensa al grand guignol?
No fue una imagen creada conscientemente. Simplemente yo soy así: necesito proyectarme en los medios como un personaje esencialmente desenfadado, frívolo y feliz. Es una especie de aceptación sana de mi narcisismo y, a la vez, una asunción indirecta de que lo que menos importa en el arte es el autor: lo que vale la pena está en la obra.
Quizá mi actitud provenga realmente de la influencia de Freddie Mercury, un icono que me ha inspirado tanto cuentos como enfoques creativos: él también en privado era mucho más tímido, comprometido y torturado que en la imagen que daba en público. Y la crítica musical le odiaba a muerte. De hecho, no empezaron a escribir bien de él hasta que se murió. Eso me preocupa, porque de mí ya se está empezando a escribir bien. ¿Estaré fallando en algo?
Yo soy hijo de una familia proletaria leonesa y entre nosotros se ve fatal airear las virtudes: me daría muchísima vergüenza proclamar que me preocupa el estado del mundo o el hambre en África, porque me parecería estar aprovechándome de la sensibilidad general y la desgracia ajena para mis propios intereses: para proyectarme como un “benefactor de la Humanidad”, para promocionarme con la coartada social.
Pero para lo contrario, para venderme como alguien superficial, pasota y divertido, para eso no tengo absolutamente ningún problema.
Por otro lado, me harta la imagen de muchos escritores españoles, siempre mostrándose serios y graves, como si la cultura fuese un coto vedado con un pedestal exclusivo para ellos. Como si usaran la cultura para poder impresionar a las chicas y follarse a sus alumnas. Yo me niego a jugar a ese clasismo de la cultura, a posar para las fotos sujetándome el mentón y haciéndome el interesante. La cultura no tiene por qué ser seria ni aparentar trascendentalismo: sólo los muy provincianos opinan así. Eso no es cultura, es pose.
En Quítame tus sucias manos de encima, tus referencias son la serie B, la novela popular y el pulp… Son fórmulas despreciadas por la crítica, pero a muchos nos hacen disfrutar de un modo incomparable. ¿Las consideras un placer culpable o deberíamos olvidarnos de esos miramientos?
Tanto el concepto de “serie B”, como el de “pulp”, incluso la expresión “placer culpable”, proceden en su uso actual de la cultura predominante, que es la del imperio USA. En realidad, muchos críticos ya se sienten cómodos manejando y reivindicando esos conceptos, sobre todo porque proceden de Estados Unidos, cuya superioridad reverenciamos a pesar de nuestro supuesto antiamericanismo (es un antiamericanismo de postal). Lo que aún no hemos conseguido es que nuestra crítica deje a un lado su complejo de inferioridad nacional y trate la cultura pop española e hispana con la misma deferencia con la que trata la estadounidense, la británica o la francesa.
Por ejemplo, me resulta inconcebible que yo fuera la primera “eminencia” (probablemente la única, por muy guasón que sea mi tono) en conocimientos sobre la serie Águila Roja [emitida entre 2009 y 2016] cuando entrabas en Internet. Había mil, dos mil blogueros y críticos españoles diseccionando hasta el tuétano basura estadounidense como la serie Lost, puro desecho de colonización, ¿pero ni uno solo de ellos se había molestado en analizar el fenómeno de Águila Roja? ¡Una serie que veían cinco millones de personas a la semana! O sea, varias veces la totalidad de españoles que habrán comprado un solo cómic en su vida adulta. ¿Cómo es eso posible? Ese ejemplo te indica hasta qué punto está separada la élite cultural de los gustos de su pueblo, y lo que es peor… ¡hasta qué punto esa élite se enorgullece de ello!
Por eso no existe una tradición fuerte de la cultura popular española contemporánea (cada veinte años se olvida automáticamente casi todo lo aportado por la generación anterior, ¡porque no queda constancia intelectual de su influencia!); y especialmente no existe de nuestra cultura escapista, que la élite siempre ha despreciado: yo eso lo he vivido muy rotundamente en el mundo del cómic, en especial, donde desconocemos nuestros propios clásicos. Sin embargo, el trabajo que hace, por ejemplo, el erudito Diego López en la recuperación de la memoria del cine fantástico español, con proyecciones, publicaciones y entrevistas, no tiene precio: es un rara avis entre tanto posero.
La única esperanza real que le queda a la transmisión generacional de nuestra cultura cañí y autóctona es la comunidad gay: los gays son los únicos ciudadanos españoles cultos que no se avergüenzan en confesar que ven Sálvame y les encanta; que escuchan a la Pantoja y les encanta; que ven Curro Jiménez y les encanta. Dios les bendiga.
En cuanto a Quítame tus sucias manos de encima, sigo considerando que es el mejor libro que he escrito y escribiré jamás.
Leídos hoy, los relatos de Todas putas y Putas es poco no parecen generar la misma sobreactuación por parte de quienes os crucificaron a ti y a la editora del libro, Miriam Tey, que a consecuencia de la polémica tuvo que dejar su responsabilidad como Directora del Instituto de la Mujer. ¿Ha cambiado España o es que, simplemente, aquello fue una simple caza de brujas?
Aquello fue una simple caza de brujas de tipo político, provocada por el hecho de que Miriam Tey ocupara ese cargo público al mismo tiempo que me editaba. Yo he escrito cómics mil veces más fuertes que Todas putas y a nadie le ha preocupado, entre otros motivos porque en las altas esferas nadie lee cómics. De todos modos, gracias a la reedición de Todas putas, diez años después y sin escándalo por medio que valga, salieron por vez primera críticas literarias sobre el libro: hoy, las críticas van de lo entusiasta a lo virulento, como debe ser con todo aquello que impacta. Ya era hora de que la polémica coyuntural y el propio autor queden superados por la obra en sí.
A la hora de concebir estos relatos, ¿tenías presente alguna referencia que a ti te hubiera impactado como lector?
Consciente, no. Yo siempre escribo contra el lector, no hago literatura amable. A mí, como lector, me gusta que los libros me reten y remuevan por dentro, sea placentera o dolorosamente, porque eso significa que lo que leo me está afectando y tal vez me haga evolucionar. Eso es lo que yo intento como escritor, aunque sea a costa de la estima de algún lector complaciente, que sólo busca alimentar su idea preconcebida en aquello que lee. Está en su derecho. Pero yo no escribo para ese lector que espera unas palmaditas en el lomo como si fuera un perro amaestrado. Para ese lector sobran escritores.
Yo escribo para un lector que quiere conocer y está dispuesto a que una obra le transforme. Por eso me dejo el alma en mi obra. Por otro lado, siempre me ha gustado escribir sátira, sobre todo cuando la aplico disfrazada de realismo: crear personajes que dan apariencia racional a los pensamientos más irracionales, porque así es como funciona en el fondo casi todo el mundo, aunque la racionalización consensuada de cada época parezca “razón pura” a la mayoría de su propio tiempo.
Además, es muy gracioso aplicar ese recurso satírico en un país tan poco racional y tan visceral como España: la opinión pública te puede linchar dentro de cien años por motivos diametralmente opuestos a aquellos por los que te lincha ahora. Nuestra moral es hija de nuestros Telediarios. A menudo pienso que en el siglo XXII quizá me juzgarían y ejecutarían por cosas de las que hoy no soy consciente y que para entonces se considerarán crímenes imperdonables, con una arbitrariedad que tampoco nadie osará poner en cuestión: bostezar en sábado; depilarse las cejas; o sacarse un moco a escondidas … ¡sólo a escondidas! Somos un rebaño curioso los seres humanos.
Casi todos los escritores que idolatro son de género fantástico o policíaco, así que en aquella época, once o doce años atrás, no disponía de muchas referencias conscientes a la hora de escribir un libro como Todas putas, ni las buscaba. Sí recuerdo que el título lo moldeé sobre Todos muertos, una novela de Chester Himes que había leído de niño. Me encantaba lo bien que sonaba ese título. E imagino que a nivel inconsciente, mis mayores influencias debieron ser mis lecturas “realistas” y con tintes satíricos de entonces: Bukowski, Kundera (por cierto, su libro La broma parece la historia de mi vida), Peter Bagge, Kurt Vonnegut…
Por otro lado, fíjate lo sanísima que era mentalmente Miriam Tey, que me encargó escribir Todas putas porque había leído el relato El violador en un fanzine y le había encantado. ¡Y ése fue el relato que más escandalizó del libro!
Más adelante, cuando en los suplementos literarios me empezaron a insultar, diciendo que quién era yo para creerme Sade o Nabokov, me interesé en realidad por estos autores que nunca había leído. El Lolita de Nabokov me pareció un coñazo, no he logrado jamás terminar su lectura (quizá debiera abordarlo directamente en inglés); prefiero con mucho la adaptación cinematográfica de Adrian Lyne, que sí es uno de mis filmes predilectos. Lo he visto unas diez veces: no porque me atraiga la pederastia, sino porque me embelesa su retrato de un individuo percibido por él mismo como monstruo.
Sade en cambio me deslumbró como escritor, pero se encuentra muy lejos de mis intereses. ¡Yo soy una buena persona y lo abiertamente sádico apenas está presente en mi obra! Lo sexual, sí.
Con el tiempo, el escritor “polémico” con quien más me identifico es D. H. Lawrence, con diferencia. Sólo La serpiente emplumada, El amante de Lady Chatterley o cualquiera de sus cuentos dan sopas con onda a mi obra entera. Tiene una sensibilidad bisexual que le permite diseccionar la naturaleza humana con una clarividencia que no he hallado en ningún otro escritor: nadie ha plasmado a las mujeres como las plasma él. Sus personajes femeninos están vivos. Yo me conformaría con llegar a tener el diez por ciento del talento de Lawrence. ¡Buf, las maravillas que haría yo con ese diez por ciento!
¿Qué opinas sobre el aparente tabú que el sexo explícito supone hoy en España para muchos narradores? Al preguntarte esto, pienso en una revista como Kiss Comix, con la que tuviste bastante que ver.
Sólo recientemente he caído en que nuestra literatura no tiene demasiada tradición en el campo del testimonio sexual, comparada por ejemplo con la francesa. ¿Será realmente porque follamos poco o por nuestro subconsciente católico? Aquí la figura tradicional es el escritor realista, serio y moralmente intachable, estereotipo que no me interesa en absoluto. En ese sentido, me siento muy solo practicando literatura sexual sin maquillajes morales. Por eso me encanta cuando conozco a escritores inteligentes y liberales como Valérie Tasso. Ojalá nuestra cultura tuviera más mentalidades como la suya.
De todos modos, hoy nuestra literatura sigue siendo muy pija en general: el clasismo de nuestra cultura es el gran tabú perpetuo de España. Hay diálogos y temáticas más fuertes en un episodio de Aída o de La que se avecina que en casi cualquier libro de ficción, incluidos los míos, sea un superventas o pertenezca a la cultura underground. Lo cual me resulta epatante.
En Plagio, tu novela gráfica dibujada por Joan Marín, relatas la historia real del secuestro de tu esposa Melina en Perú. Acostumbrado a dejar en libertad tu fantasía, ¿cómo fue esta experiencia de narrar una experiencia tan dramática sin perder de vista la realidad de los hechos?
Efectivamente, fue un ejercicio de contención. Tanto a nivel expresivo e inventivo, porque tenía que atenerme a los hechos contrastados en las declaraciones a la policía de secuestradores, testigos y víctima, y yo siempre tiendo en mis propias historias a la desmesura y el exceso en todo; como también a nivel de concepto: no podía acercarme al sufrimiento de la familia de Melina durante los tres días del secuestro (una familia que es oriunda del norte del Perú y ha vivido gran parte de su vida en el Amazonas) con mis prejuicios de izquierdista barcelonés ateo, que es la tradición en la que me he criado, menospreciando o minimizando la influencia que su profunda religiosidad católica, yo diría que casi sincretista, ejerció en el comportamiento de los padres: de otro modo, hubiera faltado a la realidad y hubiese “occidentalizado” sus vivencias de forma imperdonable como narrador.
También me costó muchísimo, quizá lo que más, “humanizar” a los secuestradores, por razones obvias: mi conciencia personal chocaba con mi conciencia como narrador. Intenté que ganase siempre mi conciencia como narrador, para beneficio de la obra. Por suerte, el portentoso dibujo de Joan Marín estuvo en todo momento al servicio de cada personaje/persona de esa tragedia, otorgándole a lo relatado su peso dramático preciso.
Cambiemos de tema… ¿Por qué en España se ha impuso desde los años ochenta el cine que tú ‒de forma provocadora‒ llamas de las tres pes: “cine de parados, prostitutas y paralíticos”?
Porque, paradójicamente, en España la cultura institucional se identificaba plenamente con las obras de denuncia social, una denuncia social casi siempre domesticada: así era imposible acusar al poder en funciones de ser malvado, porque supuestamente apoya al cine “comprometido”. Por eso el Estado acabó con el cine comercial español en los 80: porque lo consideraba banal y subdesarrollado, como todo lo que le gusta al pueblo (léase con ironía).
Yo creo que el compromiso es algo que debe establecer cada autor consigo mismo y su propia obra. Intento que la honestidad dicte mis inquietudes creativas. Pero lo que no acepto ni aceptaré jamás es el “victimismo” como un valor cultural.
El victimismo es el gran motor de la cultura institucionalizada: la obra paternalista y condescendiente, un falso “realismo” donde todos los pobres son buenos, todos los ricos malos, todos los republicanos en la Guerra Civil unos demócratas de tomo y lomo, y todas las mujeres unos seres puros e indefensos necesitados de protección. Ese cine de parados, prostitutas y paralíticos (gente que sufre, básicamente: y si en la vida real son felices, no sirven… ¡los tenemos que falsear y hacer sufrir mucho!) es la versión amable del antiguo cine megasubvencionado y megavictimista que provocó que durante treinta años el público español le diera la espalda a sus películas: eran básicamente un puñado de niños pijos explicándonos a la clase baja cómo vive la clase baja… Fascinante.
Hay más cultura viva en un solo programa de Sálvame que en la mayor parte del cine sobre la Guerra Civil. Y otra vez, el provincianismo cultural: confundir el drama con la trascendencia, la denuncia con la calidad, el realismo plúmbeo con el arte veraz. Todavía no se dan cuenta de que en cultura la ideología es muy secundaria, un mero accidente del terreno; no digamos ya la moral. Y que la visión victimista y aparentemente comprometida es en realidad la más apoyada por el poder y los medios: ¿o es que no nos damos cuenta de que todos los poderosos quieren pasar por buenos en público?
¿En qué medida crees que esto está cambiando gracias a esa nueva generación de cineastas que ha llegado a la industria en los últimos años?
Llevamos al menos una década con directores buenísimos, aunque alguien debería decirle al mejor de mi generación, Bajo Ulloa, que vuelva ya al ruedo. También ha mejorado la calidad profesional de una nueva ola, gracias a que muchos realizadores, guionistas y actores se foguean en la ficción televisiva, que por suerte está generando al fin una industria real y una mitología propia.
En paralelo, los enterados y listillos se han inventado eso del cine low cost (otro esnobismo: ¿tanto les cuesta decir “cine barato”? Ah, vale, es que ese término no vende), pero en España las sorpresas las está dando el cine high cost, el de alto presupuesto. De todos modos, en el cine español hay mucho, muchísimo talento desde siempre, y yo mismo soy presa de la pereza y el prejuicio a la hora de consumirlo: buceas un poco y te encuentras joyas, como cualquier peli de Vigalondo, de Villaronga, de Amodeo. Y yo sigo venerando a Almodóvar: si dentro de cien años la cultura española se recuerda por algo, será sobre todo gracias a su obra y lo valiente que ha sido en mostrarse fiel a su independencia creativa.
Cuando presentaste tu película ¡Soy un pelele!, la definías a través de sus ingredientes y referencias: las comedias de Will Ferrell, Jim Carrey, Rob Schneider y compañía, el cine de Ozores y Berlanga, el underground, la comedia romántica, y sobre todo, nuestra cultura pop, que viene a ser la españolada… Antes hemos hablado de ello, pero creo que hay que insistir en esta cuestión ¿Por qué crees que, por mucho que nos divierta, menospreciamos esa faceta de nuestro imaginario popular?
Porque en el fondo, cuando opinamos públicamente, queremos destacar de los demás. Todos queremos ser especiales, por mucho que nos las demos de colectivistas. Y nadie quiere tener la misma opinión que tienen millones de personas en tu mismo país. Sobre todo si tu única arma de diferenciación, incluso de creatividad, es tu opinión, como les ocurre a tantos zánganos (y a tantos críticos, analistas y polemistas, cómo no, de mucho talento). Por eso un crítico musical español que vaya de cool por la vida jamás dirá que le gusta Julio Iglesias: dirá que le gusta Frank Sinatra, porque al ser yanqui ya marca un estatus distinto, de gusto elitista y sibarita, aunque en su país de origen Sinatra sea un ídolo de la América profunda y reaccionaria, y además colega de todos los Bárcenas de su época. ¡Incluso declarará antes su amor por el empalagoso de Dean Martin, que si fuera español sería humillado sin piedad por el mismo crítico que lo ensalza! Vamos, el pobre Martin no llegaría a la valoración de un Manolo Otero…
Ten en cuenta que hay mucha gente cuya única moneda de cambio es su opinión. ¿Qué mérito tenía decir que te gustaba Águila Roja, si es lo que gustaba a millones de españoles? No, no puede ser: Águila Roja debe ser caspa por fuerza, para que yo al opinar quede por encima de la plebe.
Esa tendencia la tenemos todos inoculada en el ámbito cultural: hasta yo me preocupé muchísimo un día porque alquilé Ninette y me gustó. Me pareció que Garci la había dirigido muy bien y que Elsa Pataky estaba sublime. Pero, ¿cómo me puede gustar una peli y un director y una actriz que todos mis colegas se han dedicado años y años a ridiculizar?
La preocupación y el complejo se me quitaron cuando entré en la página de cine IMDB y comprobé que la película recibía dos tipos de opiniones: las extranjeras, que veneraban el filme, afirmando que la Pataky exhalaba una luz angelical impresionante, cosa que es cierta; y las opiniones españolas, que indefectiblemente ponían la peli a parir…
En cuanto a ¡Soy un pelele!, las películas que más la influyeron son probablemente 07 con el 2 delante de Ignacio Iquino, una obra maestra del absurdo con guión de Armando Matías Guiu, algún Godard que otro (pero no lo quiero decir en voz muy alta) y muchos Will Ferrell. Hace poco vi su Casa de mi padre y me quedé perplejo de lo muchísimo que me recuerda en intenciones y planteamiento a mi propia película…
Es conocida tu reacción ante el modo en que ¡Soy un pelele! fue maltratada por sus productores. Hablando de tabúes, hasta hace muy poco erais cuatro gatos los dispuestos a denunciar que en la industria del cine español, junto a profesionales dignos, hay productores parásitos, dispuestos a cualquier estafa para vivir de las subvenciones.
Por eso es positiva la crisis del sistema. Porque las ratas, sin provecho fácil, han abandonado el barco, y han quedado los profesionales vocacionales. En el cine español, hasta los productores honorables reconocían que el sistema de subvenciones te obligaba a comprar la taquilla en muchos casos, para falsear los ingresos justificativos de la subvención: eso yo también lo encuentro normal, porque la falla era del sistema. Pero la ley del silencio que ha imperado en profesión y prensa ha sido vergonzosa.
Ahora los periódicos llenan sus portadas de titulares denunciando la corrupción. Lo hacen, evidentemente, para vender más periódicos, es decir: por razones mercantilistas.
Cuando yo denuncié públicamente el caso de corrupción de los productores de mi película, en 2008, sólo lo reflejaron un par de diarios y una radio. ¿Por qué callaron los demás? Entonces denunciar la corrupción no “vendía”, incluso era contraproducente para ellos. Pero casi todo mi entorno también calló: la gente en general protesta cuando ya no tiene sueldo fijo. Mientras tiene garantizado su sueldo fijo, piensan que calladitos están más guapos.
Por suerte, siempre hay personas que te hacen volver a creer en la especie humana.
Los europeos, según has comentado alguna vez, concebimos la cultura en general como un niño mantenido. En el caso de España, casi toda la cultura se ha institucionalizado y depende de las subvenciones. Imagínate que te conceden el poder y la oportunidad de introducir medidas estructurales para cambiar eso de raíz. ¿Qué es lo primero que harías?
Nada, porque un autor independiente, si quiere seguir conservando su independencia, tiene que mantenerse en todo momento alejado del poder. Eso lo aprendí de niño viendo mil veces ¡Viva Zapata! A mí el poder me odia: eso es malo para mí, pero buenísimo para mi obra. Y lo único que importa de mí es mi obra.
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