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El día que Francis Drake quiso invadir La Coruña

Francis Drake, uno de los piratas más temidos de su tiempo, enfrentó su derrota frente a la valiente resistencia española.

A Francis Drake, que había nacido hacia 1543 —tres años antes de que muriera Jeireddin Barbarroja—, a los trece años ya se le data como marinero en un barco mercante.

A los veinte era ya sobrecargo de un buque que hacía con regularidad la ruta de los puertos de Vizcaya, y a los veinticuatro, al amparo de su pariente, John Hawkins, se enroló en una expedición a las Indias Occidentales españolas que acabó en desastre, tras su enfrentamiento con la artillería del puerto español de San Juan de Ulúa y después de una travesía de retorno a Inglaterra bajo los padecimientos de una miserable escasez de víveres.

Primeros viajes a las Indias Occidentales

Entonces, Drake no sabía que en los años siguientes haría dos viajes más a las Indias Occidentales que resultarían igual de catastróficos, aunque no infructíferos, pues del último, tras capturar un convoy español, volvió, aunque apenas con treinta hombres vivos en su tripulación, inmensamente rico.

Tampoco sabía que años más tarde recibiría el sorprendente encargo de su reina de oscurecer la presencia española en las costas americanas del océano Pacífico, para lo cual se le encomendó una flota de más de veinte naves y más de dos mil hombres.

La travesía hacia el Pacífico

No podía saber, por tanto, que después de zarpar de Plymouth, en la costa de Cabo Verde, apresaría a un capitán portugués, Nunho da Silva, que en lo sucesivo sería quien trazara sus derrotas por las costas sudamericanas, que perdería barcos y hombres luchando contra los temibles indios patagones, atravesaría el estrecho de Magallanes, viraría a estribor y pondría rumbo al norte. Haría presa de sus pillajes los puertos de Antofagasta y de El Callao —los habitantes de aquellos parajes vivían descuidados en la tranquila certidumbre de que ningún pirata alcanzaría jamás aquellas aguas y, de hecho, se sostiene que Drake fue el primer inglés que avistó el Pacífico—.

Saqueos y aventuras

También desconocía que seguiría subiendo y saquearía las costas de Panamá y México hasta llegar a California, que, alejándose de allí, decidiría surcar el Pacífico. Tras una travesía sofocante y desesperanzada, pues no hubo a la vista nada más que aire y mar por espacio de sesenta días, llegaría a las islas Célebes, que él todavía no podía ubicar entre los continentes asiático y australiano, de donde traería canela, cardamomo, comino y hierbas aromáticas que continuaría adentrándose en el océano Índico hasta doblar el cabo de Buena Esperanza, repostando en Freetown, y que en septiembre de 1580, contando poco menos de cuarenta años, después de casi tres de viaje, volvería a echar amarras en Plymouth, donde tardaron en darle crédito cuando aseguraba, junto a los cincuenta y nueve tripulantes que sobrevivieron, que había circunnavegado el mundo —aunque luego enseguida se compusieron canciones, sonetos, odas y poemas en su honor-.

Reconocimiento de la Reina Isabel

Era algo casi tan inverosímil como el botín que llevaba en sus bodegas, que se cifró en millón y medio de libras esterlinas —y eso que ya antes había tenido que arrojar al agua los cañones y algunas toneladas de clavo para que el casco pudiera emerger del agua y hacerse navegable—.

Esa vuelta al mundo le valió a Drake, en abril de 1581, ser armado caballero por la reina Isabel en la cubierta de su buque, Golden Hind (La cierva dorada) —la reina, sin duda, prefirió ignorar que, en su periplo, Drake había perdido un barco que se llamaba precisamente Elisabeth—, y también que se acuñara en su escudo de armas la leyenda «Sic parvis magna» («lo grande comienza pequeño»), con la que quería referirse a lo logrado, pese a sus orígenes humildes.

La incursión en las Antillas y las guerras de religión

Varios años después, nuevamente pusieron bajo su mando una flota de treinta barcos, y con ella se dirigió a las Antillas. En lo sucesivo, en Cabo Verde, en Santo Domingo, en Cartagena, el caballero Drake —solo los españoles lo consideraban un «pirata»— incendió iglesias y devastó aquellos pueblos costeros que no satisficieron el rescate exigido o que no proporcionaron un botín suficiente.

Llevó allí las guerras de religión: promovió la profanación de iglesias y no dudó en ahorcar públicamente a decenas de frailes para hacerles revelar el escondrijo de los cálices, las patenas, los candelabros dorados.

Quizá no fuera ajeno a esa saña el hecho de ser hijo de un predicador protestante —un fanático de inflamadas prédicas, según parece— y haberse visto obligado, en su infancia, a huir presuroso del condado de Devon, donde había nacido y vivía, al de Kent, durante el levantamiento en armas de los católicos que sucedió en aquel y que hizo a su familia temer por su vida.

Retornó a Inglaterra de nuevo nadando en la abundancia —quizá la metáfora la acuñaron los piratas—, y ante la preocupación de su reina por los ingentes y rápidos trabajos de los astilleros españoles, que componían una flota amenazadora, llevó su osadía hasta Cádiz, donde con treinta buques artillados sorprendió y abrió fuego contra una de las mayores flotas españolas existentes, allí concentrada, hundiendo veinticinco navíos.

La derrota de la Armada española

No satisfecho con eso, Francis Drake, que ya era conocido como el Draque (el dragón) por los españoles, insistió en ganarse el favor de su reina integrando una manada de capitanes (Isabel de Inglaterra los llamaba sus «perros del mar») que, a bordo de buques bautizados de modo desafiante —Revenge, Victory, Triumph— desbarataron, con la ayuda de las tempestades marinas y de la impericia de los comandantes españoles, la incursión de la Armada de Felipe II.

Los ingleses, que gustan de leyendas enaltecedoras, sostienen que Francis Drake, cuando le comunicaron la proximidad intimidatoria de la flota española, se hallaba jugando a los bolos, y que una vez que le apremiaron para partir, objetó con displicencia: «Tenemos tiempo de acabar la partida. Más tarde venceremos a los españoles».

La gesta de María Pita

Drake creía, además, que en la hazaña de Cádiz podía insistirse, y poco tiempo después escogió para asaltar otro puerto que los mapas situaban casi simétrico en la misma península ibérica, La Coruña. Pero allí no contó —los españoles también tenemos nuestras leyendas, no inferiores a las de ningún otro pueblo, aunque las desdeñemos— con una oscura mujer, de vida aguerrida, a la que le mataron el marido en los combates, María Pita. ¿Recuerdas su estatua en la plaza de la ciudad?

María Pita era una mujer de armas tomar —la expresión no es metafórica—. Cuando después de semanas de asedio naval, los ingleses consiguieron desembarcar en la playa de Santa María de Oza, arrasaron el barrio de Pescadería, donde esa vecina llamada María Mayor Fernández da Cámara Pita regentaba una pequeña tienda, y llegaron a abrir una brecha en las murallas de la Ciudad Vieja, cometieron el error de matar en la refriega a Gregorio de Rocamonde.

Era el segundo esposo de esa María Pita, de modo que esta, iracunda, se fue para el agujero abierto en el muro, trepó entre los escombros derruidos, apareció entre el polvo como la fantasmagoría de una Furia, se lanzó a por el alférez inglés que, ondeando la bandera, señalaba a sus tropas el lugar donde habían de concentrar sus esfuerzos, y allí mismo lo desjarretó, rasgando luego su enseña en pedazos.

María Pita, además, vociferando a sus paisanos, cuyo ánimo ya flaqueaba —«¡Quien tenga honra, que me siga!»— consiguió aglutinarlos y enardecerlos. Ese fue el principio de la enconada resistencia que obligó al Drake a desistir y a poner de nuevo sus velas rumbo a Inglaterra.

Las fuentes enumeran un elenco variado de armas con las que María Pita pudo acabar con el alférez inglés: con la propia espada que esgrimía su marido antes de ser abatido, con un cuchillo de la tienda de cuchillería en la que ella misma despachaba, con un arcabuz, a pedradas o con la misma asta de la bandera arrebatada a ese soldado de Drake que tuvo el infortunio de enfrentársele.

La estatua que la conmemora en la plaza de su nombre en La Coruña, un bronce que la representa como una Victoria clásica, alzándose sobre el cadáver del alférez, añade la posibilidad de que también utilizara una lanza.

María Pita obtuvo por su gesta —aunque, como esto es España, le costó años de viajes a la corte y de peticiones y memorándums al rey Felipe II— el grado y pensión de alférez de los tercios, más cinco escudos mensuales y una licencia de exportación de mulas para la frontera de Portugal.

Para demostrar, en fin, que siguió siendo hasta el fin de sus días una mujer puntillosa y virulenta, tras la muerte de su segundo esposo, llegaría a contraer dos matrimonios más, y los archivos de las audiencias conservan legajos de hasta más de treinta procesos judiciales en los que se vio implicada, con motivos no solo fútiles, como reivindicaciones de bienes y exigencias de deudas, sino también querellas por injurias y hasta acusaciones de asesinato.

Objetivo: vencer a Drake

Pero no solo los coruñeses tienen a gala haber rechazado al dañino Drake, también lo hicieron los vigueses, lo hicieron los canarios. Acaso por eso, en el último lustro del siglo, cuando Drake reunió de nuevo otra treintena de buques, solo se dejó seducir por la tentación del Caribe.

Esta vez, quizá autorizado más que nunca a dar por supuesto el éxito, tampoco pudo saber que, desde el inicio, el designio de la expedición era fallido: en las Canarias, una flota española lo disuadió. En la isla de Guadalupe perdió una nave en otro encuentro naval. Atacando el puerto de San Juan de Puerto Rico, un cañonazo reventó las cuadernas del buque, atravesó la cámara de la nave capitana y segó la vida de John Hawkins, que había embarcado como almirante honorífico. En Cartagena, la flota de Indias, que lo emboscaba, no consiguió atraparlo ni hundirlo, pero lo dañó y pudo repelerlo.

El destino final de un corsario

Francis Drake no murió en ninguno de estos combates, ni siquiera resultó herido, pero la fiebre, quizá la fiebre del fracaso, lo acometió y lo consumió poco después, quizá porque ni siquiera él, o sobre todo él, podía permitirse regresar a Inglaterra desarbolado, disentérico y empobrecido.

Frente a Portobelo, en las costas de Panamá, un 28 de enero de 1596, fue lanzado por la borda el cadáver del Draque, inerte y envuelto quizá en lienzo de las velas de su buque, y su aliento de dragón fue acallado por la sepultura oceánica.

En España, sin embargo, el licenciado Armenteros, encargado de informar al duque de Medina-Sidonia, comunicó a este que la flota inglesa había vuelto a casa con el cuerpo del Dragón conservado en un tonel.

Imagen de la cabecera: Thomas Cavendish (1560-92), Sir Francis Drake (1540-96) y Sir John Hawkins (1532-95).

Copyright del artículo © J. Miguel Espinosa Infante. Este artículo es un fragmento del libro Mapa del tesoro I (Fragmentos para mi hijo). Publicado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

J. Miguel Espinosa Infante

Escritor. Como oficial de notaría y licenciado en Derecho, es autor de varias publicaciones jurídicas. En los libros que integran la serie 'Mapa del tesoro', quiere visitar para su hijo la historia y la política, el arte y la música, la ciencia y la religión, y redescubrirle a don Quijote y a Shakespeare.