El matrimonio, en 1613, entre Isabel Estuardo, bautizada en honor a Isabel I de Inglaterra, y Federico V, Elector Palatino del Rin, convirtió el Palatinado en un auténtico principado rosacruz sin precedentes en la historia de Europa. Pero el experimento apenas duró unos años.
Aquel puente tendido entre Inglaterra y el Palatinado permitió que las ideas rosacruces transitaran con éxito por las regiones más poderosas de Europa, donde el pensamiento de los malogrados Giordano Bruno y John Dee, actualizadores del neoplatonismo nacido un siglo atrás en la Italia renacentista, se mezclaba con la alquimia alemana y daba ánimos a una Reforma que, sin embargo, nada podía hacer ya contra la cada vez más poderosa Contrarreforma. Las ansias de universalidad estaban condenadas.
Pero ser asociado con los rosacruces era un asunto muy peligroso.
La necesidad de distanciarse de quienes estaban agitando Europa con sus ideas de fraternidad y reforma dejó el camino libre al cartesianismo, a pesar de que el mismo Descartes tuvo que desmentir sus contactos con los rosacruces, y a pesar de, o precisamente gracias a, que se antoja cobarde en sus conclusiones. Con todo, esa cobardía ontológica es la que ha nutrido el pensamiento moderno de Occidente, una civilización que tiende más a asegurarse la tranquilidad con cierto orden ficticio que al conocimiento honesto de la realidad.
En cualquier caso, fue con este ambiente con el que se las tuvo que ver Francis Bacon. Según cuenta Frances Yates en El iluminismo rosacruz: «Bacon surgió de la tradición hermética, de la magia y la cábala renacentistas como las recibió por medio de los magos naturales. Bacon no tenía del progreso de la ciencia la idea de que fuera una línea recta, pues su ‘gran instauración’ científica tenía por objeto el regreso al estado de Adán antes de su caída, que era un estado de contacto puro y sin pecado; con la naturaleza y el conocimiento de ésta. Este mismo concepto del progreso científico como un camino de regreso hacia Adán era el que tenía Cornelio Agrippa […]. Y la ciencia de Bacon sigue siendo parcialmente oculta, pues entre los temas que trata en su estudio de la ciencia se encuentran la magia natural, la astrología, de la que busca una versión reformada, la alquimia, de la cual recibió una profunda influencia, la fascinación, instrumento del mago, y otros; todos ellos han sido descartados como carentes de importancia por aquellos que tienen interés en hacer resaltar el aspecto moderno de Bacon. Los autores rosacruces alemanes tenían opiniones semejantes sobre el regreso de la sabiduría de Adán y el carácter milenario del progreso científico que profetizaban. El estudio de sus escritos y la comparación de éstos con los de Bacon dejan la fuerte impresión […] de que ambos forman parte de movimientos cuyo interés es el progreso mágico-científico, y la iluminación en el sentido de ilustración».
Para Bacon, la disección de la naturaleza debía ser el camino al bienestar material de los seres humanos, no por explotación e influencia de terceros, sino por un conocimiento directo de su auténtica realidad; para ello, promueve una ciencia ajena al influjo de dogmas. Si se aleja de los magos doctos, es porque considera que la tradición se ha llenado de individuos orgullos y presuntuosos que faltan a la pureza necesaria para adquirir sabiduría. En este sentido, critica a Paracelso por haber deformado “fantásticamente” la idea del hombre como microcosmos.
Bacon critica también el secretismo en lo que a ciencia se refiere, y está en contra de la ocultación del conocimiento mediante símbolos incomprensibles. Según apunta Yates, “lo que hace que los escritos de Bacon parezcan modernos es justamente su abandono de la técnica de mistificaciones mágico místicas”.
En la misma línea interpretativa, Yates considera que Bacon rechazó la teoría copernicana del universo porque asociaba a Copérnico con la magia de Giordano Bruno y las matemáticas de John Dee. Era una época en que cualquiera que se viera involucrado con la magia docta debía sortear con extraordinaria habilidad los peligros de la religión establecida y las dificultades de la política imperante. Y es que a los defensores del conocimiento científico se les confundía muy fácilmente con la superstición brujeril que asolaba Europa.
«Nos parece que nadie ha insinuado nunca que la vacilante actitud de Jacobo I hacia la ciencia baconiana pueda tener relación con un profundo interés del rey en la magia y la hechicería, al que acompañaba un profundo temor. […] Jacobo pedía la pena de muerte para todos los brujos, aunque recomendaba que cada caso fuese examinado con extraordinario cuidado. […] Evidentemente, Jacobo I no era la persona más adecuada para analizar el problema de cuándo la magia y la cábala renacentistas tenían valor científico y conducían a la ciencia, y cuándo se hallaban al borde de la brujería […]. A Jacobo no le interesaba la ciencia, y reaccionaba con temor ante cualquier cosa que le pareciera magia».
En su obra póstuma La nueva Atlantis (1627), Bacon describe una sociedad ideal que vive en una isla desconocida por el mundo; sus habitantes son cristianos que siguen los preceptos evangélicos del amor fraternal y disponen de un elevado conocimiento científico. Sus dirigentes son sacerdotes-científicos que residan en la Casa de Salomón. La parábola de Bacon está guiada por los preceptos de los manifiestos rosacruces, tanto en el comportamiento de los habitantes de la isla –viajar sin distintivo, no darse a conocer, jamás negar la asistencia, curar gratuitamente—como en los símbolos que se manejan –alas de querubín junto a una cruz—. Los estudiosos modernos de Bacon no conocen la literatura rosacruz, que no forma parte de sus estudios ni es reconocida como una expresión legítima de la historia del pensamiento o de la ciencia. Pero los que leían La Nueva Atlántida antes de que fueran olvidadas la Fama y la Confessio habrían identificado inmediatamente a los habitantes de aquella isla feliz como hermanos R.C., y su Casa de Salomón como el Colegio Invisible.
De hecho, Bacon afirma que en su Nueva Atlántida se guardan algunas de las obras perdidas de Salomón, que la leyenda sitúa en la tumba de Cristián Rosencreutz. Como subraya Yates en relación a algunas pistas sobre el tema: «Los habitantes de la Nueva Atlántida respetan a los judíos, pues han dado a su universidad el nombre de Salomón y buscan a Dios en la naturaleza. La tradición hermético-cabalística ha dado fruto en ese gran colegio dedicado a la investigación científica.[…] Los habitantes de la Nueva Atlántida parecen haber logrado la gran instauración del saber, y en consecuencia han regresado al estado en que estaba Adán antes de su caída, cosa que es el objetivo del progreso tanto para Bacon como para los autores de los manifiestos rosacruces».
La obra de Bacon es una continuación de las utopías nacidas al aire de los sueños reformistas que batían Europa desde el siglo anterior. En 1600, el mismo año en que Bruno era quemado en la hoguera, otro dominico rebelde, Tommaso Campanella, era torturado y encarcelado tras una insurrección fallida en el sur de Italia; en prisión, escribiría La ciudad del sol, en la que se describe una ciudad gobernada por sacerdotes que garantizan el bienestar de sus ciudadanos gracias a una ciencia benigna de raíces herméticas.
La obra no fue publicada hasta 1623, cuatro años antes que la Nueva Atlántida, cuando la Reforma estaba ya demasiado débil para alimentar esperanzas de auténtico cambio: «La Reforma protestante está perdiendo fuerza y se ha dividido, mientras la Contrarreforma católica se mueve en una dirección errónea. Se necesita una nueva reforma general de todo el ancho mundo, y esta tercera reforma encontrará su fuerza en el cristianismo evangélico, que hace hincapié en el amor fraterno, en la tradición esotérica hermético-cabalística y en la consiguiente dedicación al estudio de la obra de Dios en la naturaleza, con un espíritu de exploración científica y empleando la ciencia o la magia, la ciencia mágica o la magia científica, para servir al hombre».
Así, pues, en 1641, con la instauración del Parlamento en Inglaterra, se desató el entusiasmo general, haciendo soñar a muchos, de nuevo, con la ansiada reforma universal que propagaría la educación y la ciencia y que haría de la religión algo más que un fenómeno corrupto de control social. Los utopistas de toda Europa acudieron sin vacilación a la llamada.
En aquella Inglaterra de mitad del siglo XVII, volvieron a hacerse fuertes distintas corrientes de un mismo movimiento reformador, que en Inglaterra lideraron los herederos del pensamiento de Bacon y que en Centroeuropa se dejaba llevar de la mano de leyendas rosacruces, ambos con objetivos propios e independientes, pero con conocimiento de la causa ajena y simpatías mutuas: «Y así, en aquel año de júbilo y esperanza, los optimistas creían que en Inglaterra estaba a punto de tener lugar, sin derramamiento de sangre, sin guerra y sin los sufrimientos que Alemania había soportado y seguí soportando, una nueva reforma general. Fue el año en que Milton creyó inminente una reforma universal de la educación y de todos los aspectos de la vida.
Era como si la gente estuviera ahora más ansiosa de aprovechar la oportunidad, perdida en años anteriores, de llevar a cabo la reforma y el progreso anunciados por los manifiestos rosacruces, la oportunidad perdida en Alemania por la derrota del movimiento encabezado por Federico«.
Uno de aquellos soñadores de utopías, Comenius, en El camino de la luz, afirma que se está viviendo en el umbral de grandes avances científicos que harán posible difundir la luz por el mundo. Por fin, se habría de poner en marcha la Nueva Atlántida soñada por Bacon.
El sueño duró apenas un año. En 1642, era evidente que la edad de oro prometida iba a ser, en realidad, una guerra civil, suceso que no deja de ser una constante en la historia del ser humano por convertir en materia las ideas que no parecen querer esparcirse desde estructura alguna, por muy bienintencionada que sea en su principio, sino desde individuos aislados, tomados de uno en uno. Pero el anhelo por la ciencia era ya imparable. En 1645, en medio de los combates, un alemán procedente del Palatinado, Theodore Haak, organizó en Londres una serie de reuniones de estudiosos de la filosofía natural que pasarían a la historia como el “Grupo de 1645”.
Más allá, uno de aquellos rebeldes del conocimiento, Robert Boyle, hace referencia, en una serie de cartas escritas entre 1646 y 1647, a un cierto “Colegio Invisible” o “Colegio Filosófico” que se había refugiado en Oxford, más tranquilo que Londres para sus propósitos de reforma: «…hombres de espíritu tan capaz y penetrante que la escuela de filosofía no es más que la región más baja de sus conocimientos; […] de un temperamento tan humilde y dócil que no desdeñan el tener que dirigirse hacia el más bajo, para oír cómo justifica su opinión; personas que tratan de eliminar la estrechez mental practicando una caridad tan extensa que llega a todo lo que se llama hombre y que no se satisface más que con la buena voluntad universal, y en realidad tienen tanto temor de que las cosas no se empleen para bien que han tomado a su cuidado a todo el cuerpo de la humanidad».
Durante los años de Oxford, filósofos como Robert Boyle, William Petty, Christopher Wren o John Wilkins debatieron y publicaron comentarios sobre las matemáticas mágicas de Dee, los avances de Bacon y, más allá aún, su curiosidad se dirigía sin pudor hacia Paracelso y Agrippa. Todo lo cual les acarrearía, ni que decir tiene, serios problemas en el futuro inmediato, tras la muerte de Cromwell y la restauración de la monarquía de los Estuardo.
En cualquier caso, las reuniones del Colegio Invisible se celebraron en Oxford hasta 1659. Después, los filósofos naturales decidieron trasladarse, confiados en sus progresos, a Londres; en 1660, nacía la Royal Society.
Explica Yates: «El terreno estaba, pues, perfectamente preparado para desencadenar una caza de brujas […] que en aquella ocasión tomó la forma de una publicación que destruiría la reputación de Dee durante trescientos años y que sería causa de una enorme confusión en la historia del pensamiento, por haber eliminado del campo de los estudios serios a uno de sus más importantes figuras.
Nos referimos a la publicación, en 1659, del diario espiritual de Dee, esto es, el registro de sus supuestas conversaciones con los ángeles, precedido por un condenatorio prólogo de Meric Casaubon en el que se acusaba a Dee de haber practicado la magia diabólica. Parece que Casaubon tuvo razones personales para publicar este libro, mediante el cual esperaba imponer su propia ortodoxia, al mismo tiempo que desacreditaba a quienes pretendieran tener ‘tanta inspiración’; era pues un libro contra los entusiastas«.
Las pasiones religiosas estaban desatadas y, ante la amenaza de una caza de brujas, los filósofos de la Sociedad de Londres tuvieron que dejar de hablar de Dee y suavizar las reflexiones que surgían tras leer a Francis Bacon, como los proyectos utópicos. La Sociedad se creó numerosos e importantes enemigos, sobre todo porque a nadie le quedaba muy clara la posición religiosa que defendía.
Comenius veía en la nueva Sociedad a la heredera visible, por fin, de los antiguos Invisibles de que tanto se había hablado durante la época de Cromwell. Sin embargo, las restricciones impuestas por la época le hacían ser precavido en sus afirmaciones y auguraba un futuro muy diferente al pretendido. La Royal Society estaba condenada a ser mancillada por los nuevos influjos sociales. No había héroes capaces de defender los principios espirituales de sus fundadores ante la hostilidad que se les venía encima. Como explica Yates parafraseando a Comenius: «Estas nuevas investigaciones de la naturaleza son los cimientos, pero ¿se ha pensado ya en qué es lo que se va a construir sobre tales cimientos? Si no se fijan metas que trasciendan el cultivo de las ciencias naturales por sí mismas, esta obra podría producir una Babilonia al revés, construida no hacia el cielo, sino hacia la tierra«.
Y, efectivamente, en aquellos mismos años, Inglaterra vio peligrar su imperio por la falta de madera. Los recursos “científicos” más prósperos para la patria y la empresa particular iban a orientarse a la resolución de semejante problema.
Y así, era cuestión de tiempo que la ciencia aplicada con la que había soñado Bacon errara su propósito inicial, aquel de servir a la humanidad. Con el paso de los siglos, la codicia y la usura se convertirían, bajo un denominador común que con el tiempo se haría llamar “progreso”, en el motor de la civilización; la codicia se disfrazó de inversión y disimuló su carácter deshumanizador; la usura le siguió los pasos y utilizó a la caridad como máscara, entre otras, en el carnaval del mundo.
Pero la filosofía natural no renunció a los principios del hermetismo sobre los que se había fundado. Isaac Newton se acabó convirtiendo, para dolor de unas cuantas generaciones, en el testimonio de ello.
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