Todo el tiempo ha tenido su “bella época”, un pasado no muy lejano y al cual se atribuyen las notas de estabilidad, prosperidad y paz que contrastan con las miserias, pequeñeces y conflictos del presente. El período europeo que va de 1870 a 1914 (de la guerra francoprusiana a la primera guerra mundial) coincide con el último instante eurocéntrico de la historia y es mirado desde décadas posteriores como un tiempo de opulencia, amabilidad y candor.
Es seguro que, en esos anos, los habitantes del presente pensaran que su época bella había pasado ya y que sus días atravesaban una negra crisis y padecían unos valores degradados y corruptos.
Octavio Paz dijo alguna vez, con gran escándalo de filisteos progres, que le hubiese gustado vivir a finales del XVIII, en Inglaterra, porque allí Gibbon quería vivir en la Roma de los Antoninos. El hombre es un animal extemporáneo y cree siempre estar en un presente ajeno y feo, posterior a una era de belleza digna de suspiro y nostalgia.
Los tres personajes rememorados tuvieron que ver con el teatro.
Mariano Fortuny fue un eficaz escenográfo y arquitecto teatral, muy imbuido de wagnerismo, un brillante diseñador textil, un buen grabador, un modesto pintor, un goloso y depurado fotográfo de desnudos femeninos.
Tórtola Valencia, una suerte de Mata Hari española, fronteriza con Isadora Duncan, una “mimobailarina exótica”.
Margarita Xirgu, obviamente, actriz. Esta coincidencia no es casual. La época fue muy histriónica; la gente tomó el teatro como paradigma de vida; gestos, lenguajes y vestimenta fueron teatrales.
La vida exigía un alto grado de disfraz y maquillaje. Disimulo y atrezzo contribuían a transformar a las mujeres en pájaros fantásticos o en ardillas de fábula, a los hombres en tenores de ópera, robustos y heroicos, o en reyes de opereta, rumbosos y prescindibles.
Hubo cierto espíritu de music hall en un tiempo que se permitió mezclar, citar y deformar épocas, estilos y tendencias, sin mediar respetos rigurosos por nada de lo mencionado.
Como en el escenario diminuto del teatro de variedades, se ofreció al mundo el baratillo de muchos siglos de cultura, oferta de final de temporada, vaga noción de estar clausurando un largo momento de la historia.
Fortuny diseñó abrigos que evocaban a Bizancio, dalmáticas venecianas, batas japonesas y unos curiosos vestidos de seda encerada y plisada que se adherían al cuerpo de la mujer novecentista (cintura de avispa, pechos y caderas rotundos) desnudándola y velándola al mismo tiempo, abriéndose y recogiéndose a cada paso de la portadora.
Disimuló el algodón con estampados en oro y color que lo asimilaban al brocado, imitó bordados con tacos de madera entintados, arrancó del muaré unos brillos metálicos. Proust lo escogió para vestir a Albertine y es probable que Mme. Verdurin se entusiasmara con sus audacias. Desde luego, la duquesa de Guermantes las miraría con horror. Para ella, era un arte de bazar, pacotilla, kitsch.
Tórtola se viste de gitana, de hechicera negra, de mujer guerrera inca, de odalisca, de Salomé, de Cleopatra, de cortesana del XVIII, de pastora, de cisne, de serpiente, de valquiria, de virgen, de Virgen (que no es lo mismo), de monja, de duquesa. Se cubre de cuentas, se abruma con tocados de pavos reales, se engarza anillos en los dedos de pies y manos, se cuelga ajorcas, empuña lanzas y abanicos.
Nada le está vedado, nada se opone a su paso solitario de danzarina extática o tal vez erótica o tal vez mística, o tal vez Tórtola. Basta que se la vea extraña como un animal de fauna extinguida, acaso el gran animal de la Belle Epoque, la mujer fatal que se yergue tras siglos de postración maternal o venusta.
Xirgu pertenece a un pasado menos remoto. La recuerdo en sus últimas temporadas temporadas de Buenos Aires, en l956- 1958, con La Celestina y La casa de Bernarda Alba. Yo era un adolescente hipnotizado por la mítica vieja que había estrenado a Lorca, a Valle-Inclán, a Unamuno. La actriz que encarnaba, con su peregrinaje, a la España ilustre y derrotada durante la Guerra Civil.
El teatro español era, aún por entonces, un arte de figuras esplendentes. Para llegar a capocómico había que esplender por algún motivo. Tener garbo, porte, tal vez guapeza, decir con una voz llena de armónicos y una fonética nítida, como para hacerse oír en una vieja sala decimonónica construida para la ópera.
Aquellos divos salían a escena como estatuas y hablaban como oráculos. Se llamaban Lola Membrives, Irene López Heredia, Ernesto Vilches, Francisco López Silva…
Margarita, en cambio, era inconvencional y, cabe suponerlo, lo había sido toda su vida. Pequeña y regordetilla, no especialmente linda aunque de ojos grandes y de dura profundidad, había perdido un pulmón en una juvenil hemoptisis y hablaba con una voz quejosa, temblona y jadeante. Distribuía alientos y comas de modo arbitrario, como una posesa. Sólo se me ocurre compararla con el decir desmañado, imprevisible, de Louis Jouvet. No pretendía ser vistosa ni natural. Tal vez, por ello, tuvo un aliento poemático y, en su momento, supo incorporar la tragedia. Electra, Medea, Salomé la rondaron en su juventud.
La evoco como un andrógino que se enternece bruscamente, jugando con los niños: la Muerte vestida de peregrina en La dama del alba, o en la trastornada coqueta y lírica de La loca de Chaillot.
En el fondo de la sala sombría que ahora es una imagen de museo, tal vez estaba yo, atento y asombrado ante la vieja gloria derrotada. Estos programas alargados son los de mi infancia porteña. Estos nombres mudos son, para mi memoria, voces prodigiosas que suben por las escaleras de un teatro ahora demolido.
Quieto y ceniciento, el pasado muerto adquiere la exagerada gesticulación de un actor de otrora. Hemos sido ese actor, ahora somos un ademán sin voz, encerrado en un escaparate de cristal. Las fotografías, como siempre, han fijado sobre el papel al instante, es decir al fantasma. Y ese fantasma somos nosotros.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Vuelta, y aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.