De la caverna al rascacielos algo se ha ganado en la historia. De abajo hacia arriba, de atrás hacia adelante según las lúcidas afirmaciones de don Pero Grullo. Si esto puede llamarse progreso, al menos en lo que tiene de mensurable, lo es.
De lo demás, de lo imponderable, es tema de otra ocasión. Lo que puede inquietarnos es observar cómo la línea del posible progreso, en lugar de avanzar sin pararse, puede quebrarse y mostrar abismos, o recular y repetir procesos. No siempre esta detención es retrógrada. En ciertos casos la ha movido una reflexión crítica.
Al acabar la Segunda Guerra Mundial en 1945 el sistema económico mundial estaba despedazado por efectos de las industrias bélicas, la destrucción de infraestructuras y el bloqueo de algunas gruesas rutas comerciales.
Se impuso entonces una política económica de reconstrucción, llevada a cabo por los Estados singulares: protección a lo nacional, alza de los salarios para reconstruir el mercado de consumo, aranceles a la importación de objetos, estímulos a la inversión y refuerzo de los servicios sociales.
No se trata de una política ideológicamente orientada sino de una imposición de la necesidad histórica. En efecto, es lo que hacían los laboristas en el Reino Unido, De Gaulle en Francia, Franco en España y Perón en la Argentina. Las filosofías y las retóricas eran distintas, los programas se parecían sugestivamente.
Crecimiento y crisis
Treinta años más tarde, esta construcción se consideró obsoleta y contraproducente. El Estado estorbaba, los impuestos trababan los flujos, las industrias locales se tornaban antiguallas, la libertad inventiva de los emprendedores se había adormecido por el proteccionismo. Libertad de mercado significaba un mercado mundial para el único mundo conocido, si cabe el eco.
El paisaje se volvió planetario sobre todo cuando los sistemas del llamado socialismo real –en rigor, un capitalismo monopólico de Estado– se volvieron imitadores de sus antiguos enemigos. Un solo mercado libre podría también globalizar las estructuras estatales y todos seríamos constitucionales, democráticos y liberales. Los números de los intercambios parecieron dar la razón al cambio.
La globalización nunca fue un proceso completo y parejo. Si bien promovió el desarrollo de grandes países atrasados como la China y la India, se vio que las guerrillas comerciales, antes protagonizadas por los Estados, ahora se reproducían por las entidades transnacionales.
La grandeza del acrecentamiento productivo se hizo global pero también lo hicieron las crisis financieras y las pandemias. Las economías regionales se vieron indefensas y las desigualdades, en vez de ir perdiendo distancias, se subrayaron.
Desafíos y revisiones de la globalización
En nuestros días la globalización se está revisando y, en parte, desechándose. La incógnita reside en encontrar al buen desglobalizador que conduzca el proceso con sentido de la oportunidad y evitando fracturas que, dada la magnitud del comercio mundial, pueden abrir grietas abismales.
En teoría humanística, nuestra especie podría mostrarse unida como lo demandan el cambio climático y, en lo que vengo examinando: la dinámica de lo producido, lo consumible y los algoritmos que aparecen en todas las fiestas de familia sin que nadie los invite.
Si volvemos al pugilato entre naciones, nos va a quedar apretada la ropa deportiva global pero si globalizamos lo haremos –o mejor dicho– lo harán – los bloques, los países occidentales con los Estados Unidos y los BRICS, con la China y su mercado libre creado por el Estado de partido único, ejército único y banca pública única. Entre tanto ¿qué propondrá Europa? ¿Seguirá siendo capaz de proponer algo?
Imagen superior: Pixabay
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Reservados todos los derechos.