«Miles de pequeñas puertas submarinas –escribe Neruda en Reflexiones desde Isla Negra– se abrieron a mi conocimiento desde aquel día en que don Carlos de la Torre, ilustre malacólogo de Cuba, me regaló los mejores ejemplares de su colección. Desde entonces y al azar de mis viajes, recorrí los siete mares, acechándolos y buscándolos. Pero debo reconocer que fue el mar de París el que, entre ola y ola, me descubrió más caracoles. Todo el nácar de las oceanías había transmigrado a sus tiendas naturalistas, a sus mercados de pulgas».
«Lo mejor que coleccioné en mi vida –nos dice el poeta– fueron mis caracoles. Estos me dieron el placer de su prodigiosa estructura: la pureza lunar de una porcelana misteriosa, agregada a la multiplicidad deformas, táctiles, góticas, funcionales».
En sus Memorias, escribe: «Tuve las especies más raras de los mares de China y Filipinas, del Japón y del Báltico, caracoles antárticos y polymitas cubanas, o caracoles pintores vestidos de rojo y azafrán, azul y morado, como bailarinas del Caribe . A decir verdad, las pocas especies que me faltaron fue un caracol del Matto Grosso brasileño, que vi una vez y no pude comprar, ni viajar a la selva para recogerlo. Era totalmente verde, con una belleza de esmeralda joven. (…) Los libros de caracología o malacología, como se les llame, llenaron mi biblioteca. Un día lo agarre todo y en inmensos cajones los lleve a la Universidad de Chile, haciendo así la primera donación al alma mater.»
Hace unos años, recorriendo la exposición de las caracolas coleccionadas por Pablo Neruda me vino a cuento citar estos versos de su poema llamado, justamente, «El mar»: «Necesito del mar porque me enseña:/ no sé si aprendo música o conciencia:/ no sé si es ola sola o ser profundo/ o sólo ronca voz o delumbrante/ suposición de peces y navíos.»
No es la única vez que el poeta ha invocado al mar en su oceánica obra en verso. Y lo ha hecho con una constancia y una insistencia parecidas al rítmico juego del agua marina. La vida es una suerte de movimiento diario de aquellas ondas y éstas, a su vez, páginas repetidas de un calendario.
A veces, en lo íntimo del escritor, hay un pequeño mundo, «una ola hecha de todas las olas», de modo que el mar se torna imagen del universo y, al mismo tiempo, del ser humano como miniatura de ese universo.
La insistente constancia de aguas y de días llevó a Neruda a recoger durante su vida estos restos de animales marinos que, vaciados de sus tejidos blandos, se tornan blanquecinos o pardos instrumentos musicales del más meditado barroquismo.
Acaso por este acercamiento al mundo de la música, el poeta, que también se rinde a las sugestiones musicales de la palabra verbal, se fascina con estas piezas que la muerte ha convertido en inopinadas obras de arte y de artesanía. Son «frutos submarinos, góticas caracolas, erizados erizos».
El fruticultor y el alfarero de estas muestras barrocas o góticas, es el mar, el que pule la roca con paciencia hierática y, al cabo de siglos, convierte el áspero pedruzco en suave canto rodado. Y ahí tenemos de nuevo la poesía surgiendo del mar: un canto que rueda como rueda la palabra por los senderos del poema.
La caracola encierra una sombra. Al poeta se le ocurre que esa sombra circula como un grito. Al ir en su busca, se encuentra con el silencio, uno de esos majestuosos silencios marinos de la calma chicha. El poeta recoge la caracola y la aplica a su oído. Escucha, entonces, la secreta y confidente voz del mundo.
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Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en el diario ABC. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.