Los paisajes onettianos suelen ser lugares públicos y transitorios. Lugares por los que se sigue de largo, dominios de todos, tierras de nadie, geografías ajenas a los personajes. Plazas, calles, hoteles, restaurantes, bares, pensiones, casas de citas, hospitales, la Asistencia Pública, despachos, redacciones. Las viviendas particulares suelen ser precarias o ruinosas: casillas, mansiones destartaladas, demoliciones. Sitios ocupados de manera provisoria o a punto de ser abandonados.
Un espacio de pasajera privacidad íntima lo proporciona la lluvia. En los relatos de Onetti cae a menudo una lluvia mansa, silenciosa y prudente que aísla del mundo y lo borra. El hechizo pluvial protege de la intemperie, la historia que, en el otro extremo del clima onettiano, es sequía y desierto, imagen de un mundo atrozmente presente pero vacío, una despoblada calle de verano. La lluvia es fluida, pasajera, efímera, como todo lo que ocurre en el tiempo: el tesoro del olvido.
La lectura es itinerario y el relato, viaje. Onetti se empecina en lo contrario: la historia es inerte, el viaje es imposible. Ejemplo menor es el improbable viaje a Dinamarca que planean los personajes de Ebsbjerg, en la costa, reducidos a pasear repetidamente por el puerto. Ejemplo mayor, el astillero de la novela homónima, del cual no zarparán más barcos. Los suyos son buques fantasmas, carentes de materialidad, que andan suspendidos en el aire sin tocar ninguna costa, alegorías del colapso histórico. Larsen, a favor de su apellido, juega de holandés errante: “Su viaje era una pausa sin sentido, un acto vacío.”
En la narrativa rioplatense de la época se reitera el tema del viaje sin rumbo, cifra de una historia desnortada y, como consecuencia, detenida: Viaje terrible de Arlt, Los premios de Cortázar, Los viajeros de Mujica Lainez, la tropa de soldados con el cadáver de Lavalle en Sobre héroes y tumbas de Sabato. En la historia que va de El astillero a Juntacadáveres hay una viñeta didáctica de este marasmo: los patricios Latorre han dejado un palacio deshabitado en una isla, el que intentan adquirir los advenedizos Petrus, sucios negociantes inmigrados que se convierten en burguesía próspera y viajera y luego, en arruinados cuya empresa de astilleros, basada en títulos fraudulentos, caerá en manos de empleados ladrones y del rufián Larsen. Los nacionalistas de la familia Bergner, adoctrinados por el cura del lugar, se lanzan contra los extranjeros que han traído negocios, corrupción, ideas subversivas. Al astillero paralizado se suman otras empresas inviables: el prostíbulo de Larsen, el guión para cine de Brausen, la ciudad ideal de Bob, las funciones teatrales de Blanes.
Estas figuras abúlicas tienen sus contrafiguras: Max Leod, Stein, Petrus. Buscan el éxito, lo consiguen, confían en la providencia de la historia, viven ignorando la muerte, en un tiempo inacabable, que es el de la historia misma. Sus tareas se confunden con el progreso de los años. De Petrus dice Díaz Grey: “No nació para morir sino para ganar e imponerse (…) Para él la vida es un territorio infinito y sin tiempo en el que es forzoso avanzar y sacar ventajas.” Larsen se incorpora a ellos sólo por un lapso, cuando se engaña y proyecta reconstruir el astillero.
Al costado de la narración, Díaz Grey teoriza una suerte de filosofía onettiana de la historia. El miedo a la muerte es el punto de partida de la acción, el impulso a llenar el hueco mortal. Quien no teme se torna impasible, como el propio Díaz Grey que, en verdad, está paralizado por el miedo y la fobia, insensible pero no de misticismo estoico sino de morfina.
Entonces: la vida es conciencia de la mortalidad, tiempo muerto, o es engaño y frenesí de acción, danza macabra. El escritor da cuenta de esta locura del mundo y confía en el único sentido que conoce: la dirección de las palabras, donde existen Dios, la buena suerte y la justicia rezagada pero infalible. La literatura recoge los cuentos, único documento de un mundo sin verdad ni auténtica realidad, noticias fragmentarias, contradictorias y ambiguas, eventos apócrifos que cobran cierta verosimilitud en el lenguaje.
En este cruce se instala el narrador onettiano. No sabe a ciencia cierta apenas nada del pasado de sus personajes y no puede contar sus historias individuales. La otra, la colectiva, es inenarrable por falta de sentido. El narrador onettiano contempla un mundo que se deshace y que lo deshace, evitando el delirio de la acción, que enervaría su trabajo de cuentero. A veces, la melancolía le produce cierta complaciente dejadez: ha visto, a rachas, la única realidad legítima del mundo, una realidad perdida. Es cuando observa que sus criaturas están ausentes del instante y se viven como muertos, es decir como fantasmas. Más sabremos de ellos por lo que el narrador elucubra que por lo que les vemos hacer.
Estos seres no tienen, en general, historia familiar y si alguno la expone –Jorge Malabia en Juntacadáveres– es para mostrar el desencuentro con los antepasados. No pueden determinar qué deseo los engendró ni, en consecuencia, articular su propio deseo. Se sabe vagamente que todo es mendaz e irreal pero se ignora lo que sean verdad y realidad. Hay duras desilusiones pero nadie ha estado ilusionado. Hay predicadores onettianos, mas sus doctrinas son tan razonables como carentes de vigencia. Sin decirlo, invocan una ley derogada que ha degradado las conductas a mera eventualidad.
2
Brausen avanzó alguna vez hacia la armonía perdida, un antiguo ordenamiento, el eterno presente sin vejez ni muerte. Traduzco: la infancia, un mundo poblado sólo de objetos deseables, donde no hay resistencias reales, lo que existe sin que nadie lo desee. Cuando al niño se le revela la ley, o sea la existencia de lo indeseable, empieza la adolescencia. En ella se quedan los personajes de Onetti, viendo el mundo como una vasta conspiración de estafadores en el cual es indecente sentirse dichoso y adulto. El adolescente es un niño estafado. Sólo puede tener deseos infantiles, nacidos desde una situación de acreedor universal. La madurez es la capacidad de endeudarse.
Al niño se le oculta el pecado original, la naturaleza defectuosa del ser humano. Suele descubrirse con la iniciación sexual, cuando un cuerpo deseante se encuentra con algo que ya no es un objeto deseado, sino otro cuerpo deseante. Se empieza a ser el otro de los otros y no simplemente el uno de los padres. La distinción entre lo deseable y lo indeseable abre el espacio de la libertad, la incertidumbre y la culpa. La vida será angustia y pecado, o conformidad y rutina. En un primer momento, el adolescente rechaza este mundo al que se lo ha arrojado sin consultarlo. Niega sus peligros y se comporta como un niño mentiroso. De alguna forma, el narrador onettiano lo imita pues promete al lector historias orientadas por un sentido, es decir lo contrario de lo que habrá de darle.
Hay opciones para salir de la maraña de la adultez. Se puede prescindir de la ley y cometer un crimen. Se puede borrar al sujeto en el alcohol. Se puede escoger el silencio, no hablar de nada con nadie. Se puede apelar a los signos de la música, que evitan la traducción. Onetti nos da noticias de todo ello, incluidos los títulos que evocan obras musicales: La vida breve, Los adioses, Para una tumba sin nombre, La muerte y la niña, El caballero de la rosa. Desde luego, la obra maestra del rechazo es el suicidio y está bien poblada la lista de suicidas onettianos, que optan por la única verdad radical de la vida: “No pedí nacer”. Acto rasante de libertad, propone una ética. Onetti la desdobla, como su Angélica Inés: “Me parieron y aquí estoy”. Escribiendo. Agonizando, pero escribiendo.
3
Estar vivo es suficiente culpa. Todos la sentimos y por ello podemos pagar la propia y cobrar las ajenas. Así, más o menos, razona la protagonista de Tan triste como ella. La vida es un tráfico de deudas simbólicas. No hay salvación, es decir condonación. O la hay estrictamente individual, como piensa Brausen: puesto que lo único que realmente se nos ha confiado es la vida propia, cabe salvarse dentro de ella, en la intimidad de yo conmigo, tú contigo, etc. No es el amor a otro lo que salva. Al beso suele seguir un bofetón, el deseo amoroso de Díaz Grey por Elena lo ilusiona como salvífico, pero en verdad está pensando en cómo utilizará el cadáver de ella en sus experimentos científicos.
Desde luego, existen religiones organizadas, iglesias. En el mundo onettiano aparecen sacerdotes. Ofrecen, como el obispo de La vida breve, el perdón al desesperado débil e impuro. El desesperado puro y fuerte no aspira al perdón sino a la santidad. Las iglesias nada tienen que hacer con él porque él no quiere que hagan nada por él. Su moral no es la beatitud del arrepentimiento y la catarsis sino la desgracia hecha auténtico culto y ejemplo, la antropología del desdichado. Desgracia es ausencia de gracia, inexistencia de conciliación entre el Creador y su criatura. Nunca sabrá el desdichado si la vida es infierno, o sea condenación, o purgatorio, espera de la bienaventuranza perdurable.
Se percibe el trasfondo religioso y, a la vez, incrédulo, del mundo onettiano. Religioso por la índole metafísica de sus problemas –o su Problema: el Sentido– pero no por su ausente solución. Es lo que se advierte, con énfasis, cuando se menciona a Dios. Puede ser el fundamento razonable de la ley moral (Brausen), la Providencia que se cumple en los hombres, que son su encarnación (Gálvez) o la omnipotencia incomprensible de ese curioso agnóstico que es el obispo, que cree en la pura arbitrariedad de la Gracia, como si fuera pascaliano o luterano. El único personaje de Onetti que parece percibir a Dios como un sujeto accesible al hombre es Díaz Grey, quien cree tener un pacto con Él. Su entendimiento no es el de Brausen, que descifra a Dios en el sentido moral del hombre, sino el de un visionario, el que tiene la visión delirante del sentido y la llama Dios.
En cualquier caso, la relación entre el hombre onettiano y Dios no pasa por la fe. Ello explica la diversidad de sus apariciones, como en el maestro Dostoievski, al que se está glosando hace un rato. Dios es una de las tantas conjeturas del mundo, acaso tan apócrifo como el mundo que, se dice, es Su Obra. Mejor dicho: no es falso ni verdadero, según la vida misma. El mundo es fragmentario y sólo el cuento une o, al menos, pegotea sus pedazos, en medio de la religiosa angustia por la ultimidad, por lo que, por fin, está al Fin.
4
Si poco amor, en el sentido universal de la palabra, o sea como fuerza que acerca a los individuos, hay en Onetti sí hay, en cambio, numerosos amores. Adoptan normalmente la figura del triángulo. He recontado ocho variantes de esta geometría sentimental:
1—El caso más corriente es el de un varón que se siente atraído por una mujer al saber que es de otro. Al empezar La vida breve Brausen oye, a través de una pared, hablar a una mujer (luego sabremos que es la Queca) de un hombre, y acaba yendo a su departamento. Otros ejemplos: Díaz Grey, Elena y su marido Lagos; Díaz Grey, Elena y el gigoló Owen.
2 – Un varón se siente atraído por dos hermanos, mujer y varón, muy parecidos, pareja que conforma una suerte de figura andrógina (el narrador, Inés y Bob en Bienvenido, Bob).
3 – Una mujer ausente es el vínculo entre dos varones que hablan de ella, como en La muerte y la niña y en Cuando entonces. En Regreso al sur Oscar y Horacio se unen en Perla, de la cual habla Walter.
4 – El triángulo tiene un componente homosexual. Orsini, Jacob y una mujer que aquél quiere casar con Jacob, en Jacob y el otro. Moncha, el boticario y su ayudante, en La novia robada. Brausen, Queca y la Gorda, en La vida breve.
5 – Un varón se siente atraído hacia una mujer embarazada por otro. El hombre, la mujer y Mendel, en Tan triste como ella. Brausen, Queca y un desconocido en La vida breve. Jorge Malabia, Julita y el difunto Federico Malabia, en Juntacadáveres.
6 – Triángulos dobles. Brausen, Julio Stein y Myriam/ Brausen, Julio Stein y Gertrudis. Jorge Malabia, Julita y Federico (hermano muerto de Jorge)/ Jorge Malabia, Julita y Marcos (hermano de Julita). En El astillero se pueden formar dos triángulos con cuatro personajes: Angélica Inés, su padre Jeremías, Gálvez (que ha embarazado a Angélica) y Larsen.
7 – Brausen quiere matar a Ernesto, que acaba matando a la Queca, la mujer que comparten.
8 – Un varón ofrece una mujer a otro, como si le propusiera su parte femenina. Myriam y Lina son ofrecidas por Stein a Brausen.
El desciframiento de estos triángulos resulta múltiple. En clave psicológica puede entenderse que el triángulo es la recuperación de la infancia, el niño que vuelve a estar con sus padres. Lo cierto es que el tercero asegura la relación de pareja e impide la soledad compartida.
La mujer onettiana, por su parte, es virgen o promiscua, en la realidad de sus relaciones con los varones, o en la fantasía del varón que atrae.
El otro puede servir de espejo o doble, con lo que volvemos al triángulo infantil, el niño que ve al padre como modelo.
El tercero puede encarnar a la muerte. De hecho, el encuentro onettiano siempre involucra una fantasía homicida: matar a la mujer, matar al otro, como si no pudiera haber pareja sin crimen. La muerte del otro es una fantasía parricida de fácil solución o, como en El infierno tan temido, el contacto sexual con la mujer es la paradójica vivencia de la muerte y la anticipación de la nada. Los amantes onettianos suelen ver muerta a la amada, la imaginan enferma incurable o, como el doctor Díaz Grey, gustan de tratar con enfermas.
Platónicamente, la atracción que un varón siente por una mujer relacionada con otro varón es la puesta en escena de una nostalgia de plenitud, el andrógino primordial del cual deriva la separación de los sujetos en dos sexos. Si el número dos señala la escisión, el tres se suele identificar con la reparación conciliadora, la plenitud de lo perfecto. Por eso se lo puede también vincular con la muerte, que es la perfección entendida como vacuidad.
5
El tema de la ficción ficcional que devora a la realidad ficcional aparece tempranamente en Onetti, en El posible Baldi y en Avenida de Mayo–Diagonal–Avenida de Mayo. Brausen, enamorado del pibe Ernesto – como Larsen del pibe Julio –, el criminal que le permite recuperar la magia de la infancia, acaba huyendo a Santa María, ciudad inventada que no está en los mapas, desde Buenos Aires, ciudad que está fuera del texto. El fantasma es más potente y real que el cuerpo. Se escribe, como asegura el narrador de El astillero, “por lealtad a un fantasma”. El propio Onetti aparece, cervantinamente, como personaje ficticio, lo mismo que el enigmático “usted” que se invoca al final de La vida breve. ¿Usted, lector, tan ficticio como todos?
Brausen quiere salvarse por la escritura. Por fin, la redención y la revelación nos son dadas por la Escritura. Brausen se disocia al escribir: “Yo, Juan María Brausen y mi vida”. Él también es un triángulo.
Los narradores mienten como niños falaces, pero el lenguaje nunca miente porque siempre dice lo que dice y lo dicho, dicho está. El lenguaje puede desdecir a la misma narración. Se salva y nos salva a bordo de un buque fantasma.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo forma parte de la obra Lecturas americanas. Segunda serie (1990-2004), publicada íntegramente en Cualia. La primera serie de estas lecturas abarca desde el año 1974 hasta 1989 y fue publicada originalmente por Ediciones Cultura Hispánica (Madrid, 1990). Reservados todos los derechos.