Philipp Blom ha dedicado un libro, Historia de la Pequeña Edad de Hielo al medio siglo entre los XVII y XVIII en que el clima europeo bajo de temperatura con efectos reales e imaginarios sobre la sociedad de su tiempo como un fin de los Tiempos. Ahora comenta desde la actualidad el fenómeno con sus secuencias literarias y pictóricas en El gran teatro del mundo. Sobre el poder de la imaginación en tiempos de grandes cambios (traducción de Daniel Najmías, Anagrama, Barcelona, 2023, 139 páginas). No comento lo ya hecho por los especialistas pero anoto tres sugestiones de este texto de especial interés para el comparatismo histórico.
El gran teatro del mundo
La obra teatral de Calderón de la Barca interesó siempre a ciertos escritores alemanes desde Eichendorff hasta Hofmannsthal, entre el romanticismo y el siglo pasado. El ver el mundo como el orden y la confusión de una cultura gestada en el humanismo renacentista y puesto en crisis por el barroco, guarda sugestivas similitudes con nuestros días.
El mundo como teatro diseña un doble espacio, el escenario y la sala con el público. Pero al definir el mundo como un gran teatro, un teatro abarcante, hace de la platea también un escenario que reclama una platea que es, a su vez, otro escenario y así, como una suerte de espectáculo interminable e in determinado, hasta ese infinito que tanto estimula la imaginación barroca, con sus cielos despejados, ilimitados, donde flotan nubes pobladas por dioses y héroes. O la negra certeza donde reposa la faz de Cristo muerto en el cuadro de Velázquez. Una infinitud luminosa y otra, tenebrosa.
Mercancía e intimidad
El auge de la economía mercantil hace al reino de la mercancía, que se rige por sus propias leyes y, a la vez, con una apariencia de libre circulación competitiva, condiciona la vida social, hecha de intercambios, ofertas y demandas, lucha por el dominio y extensión de los mercados y crecimiento indefinido, planetario. Entre tanto, no se inmiscuye en las vidas privadas de los individuos, donde campea la libertad interior. Son dos universos complementarios que se miran sin compenetrarse. Introspección, autoanálisis, intimidades, cerradas salas donde el individuo prospera fuera del mundo. Las cosas y el sujeto coexisten pero no se intercambian como si fueran dos universos. No ya dos mundos sino, insisto, dos universos. Personas y objetos. Objetos que son de las personas y personas que se objetivan en la subjetividad.
Primitivos y decrépitos
En 1768, en plena Ilustración, Denis Diderot escribe Suplemento al viaje de Bouganville. Comenta la expedición del marino francés a la isla pacífica Tahití donde vive una tribu de primitivos. Recoge a un nativo de nombre Ahutoru, lo lleva a París donde lo exhibe como una curiosidad exótica y lo devuelve a su tierra. Diderot inventa un diálogo en que expresa la insalvable dificultad de explicar al tahitiano las cosas de Francia valiéndose de unas palabras que el otro no entiende ni jamás entenderá. La conclusión es que el tahitiano, de vida sencilla y elemental, está muy cerca del origen, del cual los civilizados franceses están muy alejados. La dificultad es de éstos, que han hecho del progreso un alejamiento del origen. La cultura del isleño es floreciente y la del navegante europeo, mucho más compleja, es decadente –algo que Ahutoru no considera pues no le vale– y decrépita.
Blom se pregunta si nosotros, ahora, no estamos ante una nueva Edad de Hielo que se enfrenta a la catástrofe ecológica, en parte sugerida por la naturaleza, como la anterior, y en parte subrayada por nuestro deslumbrante progreso técnico. Es un desafío a nuestro imaginario, la posibilidad de edificar un nuevo Gran Teatro del Mundo como el calderoniano. Es la sugerida propuesta de Blom. Ahí queda eso.
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