El optimismo desafiante que marca el final de las obras apocalípticas de principios de siglo, como por ejemplo La nube púrpura (1901), de M.P. Shield, fue compartido –aunque matizado– por otras obras similares en aquellos años, especialmente aquellas de autoría británica.
Tras la Primera Guerra Mundial, como era de esperar, surgió una nueva ola de amargas parábolas en las que los hombres se hacían plenos merecedores de la pérdida de su civilización debido su estupidez intrínseca y su incapacidad crónica para evitar la guerra. Junto a esas fábulas coexistieron narraciones de catástrofes naturales que provocaban un retorno a un modo de vida primitivo, una alternativa benigna a la autodestrucción.
Ejemplo de esta última visión es El millón de Nordenholt, en la que una bacteria que inhibe el crecimiento de las plantas causa un desastre agrícola mundial. En este contexto, un fabricante de automóviles inglés, Jack Flint, es contratado como director de una gran colonia de individuos que se preparan para el próximo apocalipsis.
Aparentemente, esta novela es uno más de entre los muchos relatos parejos tejidos alrededor de la misma premisa, como La corteza verde (1919) de Edgar Wallace, La mancha que se extiende (1927), de Charles J. Finger o –más conocida– La muerte de la hierba (1956), de John Christopher. Pero lo cierto es que Connington (seudónimo del químico y escritor de novelas de detectives Alfred Walter Stewart) estaba lanzando un siniestro aviso a la sociedad de entreguerras, una advertencia acerca de los políticos de extrema derecha y empresarios sin escrúpulos prestos a servirse de cualquier desastre como excusa para dispensar democracia, libertad y justicia .
Y es que el protagonista de la novela, Flint, descubre que su jefe, el despiadado millonario Stanley Nordenholt, ha chantajeado a los políticos del país con el fin de obtener auténtica soberanía –en todo menos en el nombre– sobre su colonia de supervivientes. Allí los trabajadores son maltratados y considerados poco más que esclavos. Aún peor, los matones de Nordenholt se encargan de destrozar lo poco que queda de la civilización inglesa tras la calamidad agrícola, en una serie de escenas de terrible violencia y agonía. Y aunque al final la plaga agrícola finaliza su ciclo destructor, las cosas nunca volverán a ser como antes.
Los siervos colectivizados de Nordenholt –Connington miraba con profunda sospecha a la Revolución Soviética– se rebelan negándose a trabajar y destruyendo las fábricas de las que depende la supervivencia de su frágil colonia. Preferirán abandonar la esclavitud material para convertirse en sumisos seguidores de grotescos cultos religiosos.
Como en tantas novelas postapocalípticas, el verdadero enemigo no es la Naturaleza. Somos nosotros mismos.
Copyright del texto © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus artículos aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.