En 1946, Albert Einstein escribió una autobiografía para la colección “Living Philosophers” de Paul Arthur Schilpp. Se buscaba que los protagonistas se centrasen en las preguntas trascendentales del ser humano, así que nuestro científico dejó resumidas unas inquietudes religiosas que habían ido creciendo con el tiempo, sobre todo a partir de la década de los años treinta.
Sobre aquel texto, el filósofo Gerald Horton escribió en 2002 un artículo titulado Einstein´s Third Paradise –de donde ha sido extraída la mayor parte de los datos para este artículo— en el que subraya aquellos pasajes en los que Einstein reflexiona sobre sus inquietudes religiosas y existenciales, las cuales impregnaron multitud de escritos firmados por el físico de origen alemán.
Einstein escribió que, desde muy niño, su obsesión fue encontrar una alternativa a la necesidad de satisfacer los deseos y carencias individuales, algo que consideraba desmoralizador e ilusorio, y que ya había expresado en escritos anteriores: «La comodidad y la felicidad nunca me han parecido una meta. Estas bases éticas semejan los ideales de [una piara] de cerdos… Las metas comunes del esfuerzo humano, obtener posesiones, éxito exterior y lujo, siempre se me han presentado como despreciables, desde que era muy joven» («Mi credo humanista»).
En otro ensayo, escribe Einstein: «¿Cuál es el sentido de nuestra vida, cuál es, sobre todo, el sentido de la vida de todos los vivientes? Tener respuesta a esta pregunta se llama ser religioso. Pregunta: ¿tiene sentido plantearse esa cuestión? Respondo: quien sienta su vida y la de los otros como cosa sin sentido es un desdichado, pero hay algo más: apenas merece vivir. […] El misterio es lo más hermoso que nos es dado sentir. Es la sensación fundamental, la cuna del arte y de la ciencia verdaderos. Quien no la conoce, quien no puede admirarse ni maravillarse, está muerto. Sus ojos se han extinguido» («Mi visión del mundo»).
En un primer momento de su vida, se refugió en la religión, llamando a esa etapa el “paraíso religioso de la juventud”. Tal impronta permanecería viva y se manifestaría posteriormente en su interés por el judaísmo y la convivencia cultural con el islamismo.
Pero siempre intentó no ligarse a ninguna confesión y trató de desarrollar su propia concepción religiosa a la par que sus teorías cambiaban las bases de la Física.
A los doce años, al querer someter la Biblia al análisis científico, entró en una crisis de fe que le llevó al ateísmo. La posterior lectura de escritos filosóficos, sobre todo la Ética de Spinoza, y el contacto con otros científicos de corte «místico», como Max Planck, le llevaron a una incesante indagación de cómo integrar ciencia y religión en un pensamiento coherente que abarcase una comprensión del universo como un Todo.
Existía en la Alemania de principios del siglo XX una corriente intelectual que buscaba la unión de las diferentes disciplinas científicas y filosóficas en pos de una cosmovisión que mostrara el universo como un Todo. Esta idea se plasmó en 1912 mediante un manifiesto firmado por las figuras más relevantes del momento, como Sigmund Freud, el físico Ernst Mach, el matemático David Hilbert y otros.
Esta inquietud integradora se manifestó en Einstein en un aspecto fundamental: su obsesión por acoplar las leyes de la Física en una teoría unificada del Todo.
Más allá, resulta revelador que, desde sus años de adolescente, mostrara especial debilidad por autores como Kant y Goethe.
Para Einstein, la búsqueda científica era mucho más que una simple tarea de científicos. Era una necesidad psicológica innata al ser humano que integraba todos los aspectos posibles del conocimiento. Para él, abordar los asuntos más complicados de la ciencia requería un estado de conciencia muy profundo, similar, diría él, al de un religioso o al de un enamorado.
Einstein no concebía barreras entre su pensamiento científico y sus inquietudes religiosas. Según le confesó a uno de sus colaboradores, Ernst Straus, lo que realmente le preocupaba era averiguar si había alguna posibilidad de conservarle a Dios un papel en la historia de la creación del universo.
Siguiendo a Spinoza, le inquietaba la idea de que si Dios era perfecto, el universo no podía cambiar, no podía verse afectado por el paso del tiempo. Lo que es perfecto, si cambia, sólo puede cambiar para transformarse en algo inferior, pues la perfección ha de ser un estado único, no puede haber dos perfecciones y Dios no puede cambiar a un estado inferior.
Como consecuencia de ello, el universo ha de ser infinito, eterno e inmutable. Esta creencia en la inmutabilidad del cosmos fue la que llevó a Einstein a descartar las soluciones cosmológicas de sus ecuaciones de la Teoría General de la Relatividad que podrían conducir a la contracción del universo.
Para evitarlo, incluyó la llamada constante cosmológica, un artilugio matemático que destruía la natural belleza de sus ecuaciones y permitía describir un universo estacionario, planteando la existencia de una fuerza opuesta a la gravedad.
El tiempo ha demostrado que esa constante, nacida de su deseo por echarle una mano a «Dios», existe; pero no es motivo de un universo estacionario, sino de otro inflacionario, pues su fuerza de expansión es superior a la atracción gravitatoria.
En otra ocasión, en respuesta a la pregunta de si creía en Dios, contestó: “Creo en el dios de Spinoza, el cual se revela en la armonía del mundo, no en un dios que se preocupa por el destino y los quehaceres de los humanos”.
A partir de la década de 1930, los escritos de Einstein en este sentido se incrementan sobremanera, intentando ofrecer una visión conciliadora entre la ciencia y los aspectos espirituales. A su modo de ver, la humanidad estaba alcanzado cierta madurez espiritual al ver cómo se comenzaba a desvanecer la idea de un dios antropomórfico y era sustituida por la que ya había sido mostrada por grandes mentes como Demócrito, Francisco de Asís o Spinoza.
Se trataba de un dios incorpóreo, sólo cognoscible indirectamente a través de sus obras, la Naturaleza, regida por la ley de causa y efecto. De ahí su famosa frase en contra de los principios que empezaba a postular la mecánica cuántica: “Dios no juega a los dados”.
De acuerdo con Spinoza, todo lo que existe está determinado por la necesidad divina de que sea y actúe de una manera precisa. Muchos estudiosos consideran esta idea una clave fundamental para explicar la pasión de Einstein por el estricto determinismo y su rechazo de la física cuántica a pesar de las sólidas pruebas que la empezaban a consolidar ya en su época.
Los principios religiosos de Einstein se resumían, así, en la futilidad de los deseos humanos, por un lado, lo cual le hacía detestar a ese dios antropomórfico y entrometido, y en el orden natural como revelador de la divinidad, por otro. Se trataba de un sentimiento cósmico religioso que, en sus propias palabras, «es el motivo más fuerte y más noble para la investigación científica… Un contemporáneo ha dicho, no injustamente, que en esta era materialista que vivimos los científicos serios son sólo aquellos profundamente religiosos».
En otro de sus comentarios, añade: «Aquellos individuos a quienes debemos los grandes logros de la ciencia estaban todos imbuidos de la auténtica convicción religiosa de que este universo nuestro es algo perfecto, y susceptible de ser conocido mediante el esfuerzo racional. Si esta convicción no hubiera sido fuertemente emocional, y si los que buscan el conocimiento no se hubieran inspirado en el Amor dei intellectualis de Spinoza, difícilmente habrían sido capaces de esa devoción incansable que es la única que le permite al hombre alcanzar sus mayores logros».
Leyendo esto de la mano de uno de los científicos más importantes de la historia de la humanidad, resulta necesario preguntarse cómo, en muchos casos, hemos sufrido una educación –adoctrinamiento— en la tajante afirmación de que la ciencia, en su búsqueda de lo real, es incompatible con otras facetas del conocimiento humano.
La respuesta está en la Guerra Fría y sus necesidades tecnológicas en favor del “mundo libre”, como explica David Kaiser, profesor de Historia de la Ciencia en el Instituto Tecnológico de Massachussets.
Después de aquello, quedó cierta sensación de instrumentalismo, como si el buen científico, según se sigue imponiendo en las aulas y en los medios, no pudiera permitirse más que ser una especie de autómata aséptico a la hora de ver la realidad, incluso en su tiempo libre.
Sobre esa falacia de objetividad ya escribió, por citar un caso “extremo” de transformación “ideológica”, Edith Stein, en un ensayo sobre la influencia invisible que ejerce la ideología dominante en una época, el “espíritu del pueblo” que, por impregnarlo todo, no se percibe y se identifica con la ausencia de filosofías –sueños de objetividad…—: «El filósofo medieval […] veía constantemente en el mundo acontecimientos que daban testimonio de las relaciones entre las creaturas y el creador, entre lo condicionado y lo incondicionado. El materialista, convencido de que no existe ninguna realidad espiritual, permanece en su concepción del mundo, atado a las cosas y a los procesos materiales».
Pero todos son historias, narraciones a priori, anteriores a cualquier toma de datos. En una carta dirigida al filósofo Maurice Solovine, Einstein le explica lo que se ha dado en llamar el “método postulacional de Einstein”. Tal y como explica Henry Pagels en El código del universo: «El científico comienza con el mundo de la experiencia y los experimentos. Sin más base que la intuición física salta desde la experiencia hasta la abstracción de un postulado absoluto; así fue como Einstein imaginó que el principio de equivalencia implicaba que la gravedad es geometría. Einstein realizó este salto conceptual llegando hasta un punto en el cual ningún experimento podía confrontar la idea con la realidad, y antes de tener alguna evidencia que lo apoyara. […] El siguiente escalón es el empleo del postulado para deducir los resultados teóricos específicos que pueden ser examinados experimentalmente. En cuanto a la relatividad general, los resultados fueron predicciones tales como la desviación de la órbita de Mercurio. Si un experimento falsifica los resultados teóricos, también derriba al postulado en el cual están basados dichos resultados. Esta vulnerabilidad del postulado absoluto a la falsificación es parte del método positivista. Pero un elemento central, fuertemente antipositivista, del método de Einstein es el salto intuitivo desde la experiencia, el cual coloca al postulado absoluto en el primer lugar».
El postulado trasciende la experiencia. Según Einstein, para que una teoría prospere, nunca bastará con la mera recolección de fenómenos ya descritos, tiene que añadirse siempre una invención libre de la mente humana que ataque el corazón del asunto.
Según lo que haya dentro de la mente del científico, así será lo que surja en sus teorías; cada uno es hijo de su época. Einstein quiso un mundo perfecto acorde a un dios perfecto, para lo cual se sacó de la manga la constante cosmológica y renegó de los preceptos cuánticos porque no le gustaba que su dios jugara a los dados.
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