Mozart estrenó Lucio Silla el 26 de diciembre de 1772 en el Teatro Regio Ducale de Milán, precedente inmediato de Teatro alla Scala, un escenario que durante un tiempo eligió aquella fecha decembrina para inaugurar sus temporadas (hoy, como es notorio, lo hace el 7 del mismo mes, fecha de San Ambrosio).
A punto de cumplir diecisiete años (le faltaba casi exactamente un mes para ello), era la octava ópera de su catálogo si se incluye dentro de este género a las primerizas El deber del primer mandamiento, un singspiel sacro de 1767, y Apollo et Hyacinthus, intermezzo musical de 1767 cantado en latín. Extraño idioma operístico que, sin embargo, utilizaría también Stravinsky, 160 años después, para su Edipo rey.
Con esta opera seria (dramma per musica según su libretista Giovanni da Gamerra), inauguró su temporada 2017-18 el Teatro Real de Madrid. Obra por vez primera ofrecida en su escenario, la capital española ya había disfrutado de ella en uno de los festivales Mozart, organizados por la revista Scherzo, allá por 1993 en producción de la Ópera de Cámara de Varsovia que, como era su discutible costumbre, la ofreció un tanto reducida de contenido. Hasta el punto de que las funciones ofrecidas en el Real madrileño, al completo y únicamente aligerada de recitativos a menudo demasiados prolijos, pueden ser consideradas como una auténtica novedad capitalina e incluso nacional.
Típica partitura que representa ese género que ocupó todo el siglo XVIII, al margen o en paralelo a la reforma propuesta por Gluck y que es conocida como “ópera seria”. Mozart respeta sus convenciones: sucesión de arias (además en este caso de un dúo, un terceto y alguna participación del coro) al servicio del lucimiento de los cantantes. Páginas intercaladas entre recitativos, en alguna ocasión acompañados por la orquesta y no únicamente por el bajo continuo, momentos encargados de llevar hacia delante una acción que se detiene para que los personajes den rienda suelta a sus puntuales estados de ánimo.
Que el joven Mozart ya sabía moverse en este convencional territorio lo demuestran las bellísimas y onerosas páginas canoras, además de saber describir con certeros matices algunas atmósferas, como la que preside la escena desarrollada en las tumbas de los héroes romanos (acto I, escena tercera), a través de una solemne introducción orquestal y un magnífico coro.
La anterior Mitridate (Milán, 1770) le sirvió al compositor de preciosa experiencia; más tarde elevaría este género a su máxima expresión con Idomeneo (Múnich, 1781) y, sobre todo con La clemenza di Tito (Praga, 1791), clausurándolo para siempre.
Lucio Silla, en definitiva, seguramente, poco tiene que envidiar a los productos líricos que por entonces se exhibían en los teatros, los de Anfossi (Alessandro nell’Indie), Traetta (Antigona), Porpora (Montezuma), Piccinni (Ipermestra), Sacchini(Armida), Salieri (La secchia rapita) o Jommelli (Le aventure di Cleomede). Todas estrictamente contemporáneas a la partitura mozartiana de la que aquí se ocupa.
Lucio Silla llevó mucho tiempo marginada de los repertorios, mereciendo modernamente bastante consideración si se considera que, en lo que va de siglo, se ha programado, aparte de en las citadas Barcelona y Viena, en Lausanna, Amsterdam, Santa Fe, Niza, Salzburgo, Burdeos, la Scala milanesa y Versalles.
El montaje mozartiano visto en Madrid era una colaboración con Viena (el Theather an der Wien y el Festwochen) y el Liceo barcelonés, donde se representó en 2013 con un reparto muy similar al madrileño, al menos el considerado como primer equipo, el que cantó la obra el 23 de septiembre, fecha a la que corresponden estos comentarios.
Claus Guth, alemán de Fráncfort, es un director de escena que viene del medio teatral en prosa y verso, o sea, el característico Regietheater a la alemana, con el peligro que ello conlleva como punto de partida. Es uno de los nombres que hoy más suena en el medio, con trabajos a lo largo y ancho de Europa, con obras de diferente consideración que van de Haendel (de quien ha escenificado hasta El Mesías) y Gluck a los contemporáneos. En Madrid se disfrutó de un anterior trabajo, el de la Rodelinda de Haendel, aunque no tanto con un previo Parsifal de Wagner. Su reciente Rigoletto para Paris-Bastille puede ser definible, sin tapujos, como horrendo.
En esta mozartiana ocasión, en una reposición encargada a Tine Buyse, Guth ha acertado plenamente. Con unos decorados giratorios de Christian Schmidt, quien firma también el vestuario, narró sin problemas el contenido de la obra, añadiendo algún que otro toque de fina y respetuosa ironía. Movió con sentido teatral a los solistas, aclarando las características asociadas a cada distinto personaje y a cada situación dramática asignada por partitura, evitando la estaticidad propia de cada situación y dando a cada escena el contenido dramático correspondiente. En definitiva, un espectáculo en general tan inteligente y disfrutable como digno de encomio. Eso sí, nula la referencia a “la Roma antigua”, la de alrededor del año 80 a. de C.
Patricia Petibon, conocida y popular soprano francesa, fue una Giunia sobresaliente. Expresiva y entregada, con unos silencios de una eficacia apabullante, coronó su página más exigente (Parto, m’affretto), pese a hallarse al límite de sus posibilidades, de manera magistral, hasta el punto de merecer y conseguir el aplauso más cerrado y sonoro de la velada. Si hubiera evitado alguna que otra nota fija, sin vibración, los resultados serían aún mejores de lo que en conjunto fueron.
Cecilio cuenta con tres de las páginas más interesantes y, por ello, más frecuentadas discográficamente hablando: Il tenero momento, Ah, se a morir mi chiama y Pupille amate. Las dos primeras de enormes exigencias vocales, la última de significado más íntimo y concentrado. En las tres estuvo soberbia la mezzo valenciana Silvia Tro Santafé, en una exhibición de medios, estilo y efusión realmente deslumbrantes. En esencia, resultó la mejor intérprete de la velada.
(¡Cómo ha crecido esta chica desde una Zerlina de sus inicios en el Festival Mozart de 1994! Escrito sea de paso, tres intérpretes de estas representaciones fueron dados a conocer o comenzaron carrera en estos citados festivales: la Moreno y Kurt Streit).
La parte tenoril que se mueve preferentemente por la zona central-grave no le dio apenas problemas al citado Kurt Streit, quien, además, definió al personaje muy bien, intenso y comunicativo, acorde con su enorme experiencia en el mundo mozartiano.
La encantadora Celia, una especie de embrión de las futuras Pamina o Servilia como entidad dramática, y no por vocalidad, le permitió a María José Moreno cantar impecable toda su participación en la obra. La Moreno tiene a su favor que nunca defrauda, cante lo que cante, incluso cuando fuera una inesperada Nedda de Pagliacci. He ahí la base de una excelente profesional.
La primera aria de la obra corresponde a Cinna, Vieni ov’amor t’invita, que encontró a Inga Kalna con la voz algo fría, por lo que las agilidades exigidas quedaron un tanto irregularmente expuestas. Se recuperó con creces en sus dos intervenciones siguientes, la voz rica y potente, con el dato curioso de que interpretó dos arias en el acto III, o sea, que se cambió de lugar una de ellas que, por partitura, está situada en el acto II: Nel fortunato istante.
De un derroche de distribución puede considerarse el Aufidio de Kenneth Tarver. Reducida su parte en los recitativos, sólo pudo lucirse en el aria que abre el acto II, Guerrier, che d’un acciaro. Lo consiguió, con el salto de octava más impresionante de toda la función en una partitura llena de estos alardes de canto di sbalzo para todos los solistas. Si se le hubiera distribuido a Tarver en la parte de Silla, hubiera hecho también una competente labor.
Aquí puede que se imponga un inciso. Cuando Nikolaus Harnoncourt grabó la obra para Teldec en 1989, con dos “estrellonas” como la Bartoli (que empezaba entonces a ser conocida) y la Gruberova, prescindió del personaje de Aufidio. ¿Cómo se entiende esto en alguien que iba por la vida como restaurador del para él auténtico cosmos mozartiano?
El coro, bien en todas sus intervenciones. Lo mismo que la orquesta, que en manos de Ivor Bolton sonó rica y contrastada, y lo que es más importante, con un impulso y una eficacia dramáticas inusuales. Y, en este sentido, probablemente hay que darle un mérito más al concepto escénico de Guth, probable origen de esa motivación.
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