El primer relato corto de Richard Matheson fue publicado en 1950 y su primera novela tres años después. En 1954 apareció Soy leyenda, una obra que recibió comentarios entusiastas por parte de la crítica, pero que no contribuyó precisamente a aliviar las dificultades financieras que agobiaban a su autor, responsable de una familia en crecimiento.
Matheson escribía durante el día y trabajaba de noche como operario en la planta de Douglas Aircraft en Santa Mónica. Agotado y decepcionado por la falta de resultados, decidió que si su siguiente trabajo no le reportaba mayores beneficios, abandonaría sus aspiraciones literarias y pasaría a trabajar con su hermano. Se mudó a la costa este, a su Nueva York natal, y alquiló una casa en Sound Beach (Long Island) cuyo sótano utilizó para escribir. Fue precisamente ese entorno cerrado el que le sirvió de inspiración y localización para su siguiente libro, el cuarto de su bibliografía y cuyo sugerente título fue El hombre menguante.
Aunque la idea de una persona diminuta no era totalmente nueva en el campo de la ciencia-ficción, el concepto de un hombre cuyo tamaño va disminuyendo lenta pero inexorablemente sí lo era, especialmente si la historia se abría con una escena tan impactante como la del protagonista, Scott Carey, tan pequeño ya como un insecto, a punto de ser devorado por una repugnante araña. El enfrentamiento entre ambos aportará un elemento de tensión continua durante toda la novela, cuya acción transcurre a lo largo de una semana en el sótano de la casa de Carey, convertido en todo su mundo. En ese tiempo, mientras lucha desesperadamente por sobrevivir (al frio, el hambre, la sed), Carey irá recordando a base de flashbacks intercalados con la línea argumental principal la trágica evolución física y mental que le ha acompañado hasta llegar a esa situación.
Como sucedía en Soy leyenda, con su plaga vírica extendida gracias a las tormentas de polvo levantadas por un postholocausto nuclear, El hombre menguante incorporaba también algunas de las ansiedades y preocupaciones de su tiempo –y, en buena medida, también del nuestro–, ya fueran sociales, sexuales e incluso filosóficas. El miedo a la radioactividad, causa última del encogimiento del protagonista en la forma de una misteriosa niebla; la confianza frustrada en la ciencia al no hallar los médicos que estudian su caso una cura para su mal; y su tortura psicológica, derivada en buena medida de su alienamiento respecto a la sociedad y su incapacidad de realizarse como hombre en el ámbito familiar y sexual.
Este último apartado recibe una especial importancia. «Los poetas y filósofos podían hablar todo lo que quisieran acerca de que el hombre era algo más que carne, acerca de su valor esencial, acerca de la inconmensurable talla de su alma. Eran tonterías». El verse reducido a tallas cada vez menores, ver cómo la gente lo evita, como los niños se ríen de él… constituye un angustioso martirio mental. Pero lo que se convierte en el menoscabo más grave a su autoestima es el verse incapaz de satisfacer tanto sus necesidades sexuales como las de su esposa. Aunque sus impulsos físicos son los de un adulto, su diminuto cuerpo convierte en grotesca, a sus propios ojos, cualquier relación íntima con su mujer. Cuando parece que ya ha descendido al fondo del abismo al verse convertido en objeto de atenciones de un pederasta borracho, se encuentra a sí mismo espiando compulsivamente a la canguro adolescente que cuida de su hija.
El hombre menguante abunda en escenas memorables. Los enfrentamientos con la araña son terroríficos, como también los pasajes en los que trata de llamar desesperadamente la atención de los ya inalcanzables humanos. Pero no es ésta sólo una novela de aventuras ligeras a la que el lector pueda recurrir para pasar el tiempo sin dedicarle un momento de reflexión.
La carga psicológica que Matheson integra en el relato hábilmente mezclada con los pasajes de acción consigue transmitir magistralmente una sensación de horror mental a través del desmoronamiento de sus relaciones familiares. Ante su mujer, pasa de ser amante esposo a niño delicado; para su hija deja de cumplir el papel de padre para ser utilizado como una muñeca; incluso el gato se convierte en una peligrosa amenaza.
A medida que Scott va reduciéndose, los objetos pierden su función, la estufa se convierte en una torre mágica, la araña en un horrible monstruo, una manguera en una enorme víbora inmóvil, un alfiler en una lanza. «La realidad era relativa. Cada día que pasaba estaba más convencido de ello. Al cabo de seis días la realidad se borraría para él, pero no por la muerte, sino por un acto de desaparición tremendamente sencillo. Porque, ¿qué realidad podía haber a cero centímetros?»
La frustración, el miedo, la dificultad de asumir su nueva condición, la horrible sensación de estar alejándose no sólo de los seres queridos, sino del resto de su propia especie, del mundo material tal y como lo conoce… es un sentimiento de terror, de indefensión, de incomprensión, de soledad, de incapacidad para vislumbrar el futuro más inmediato. Es un viaje no deseado hacia lo desconocido, hacia territorios donde ningún ser humano ha puesto el pie antes y que deberá explorar en total soledad. Y, sin embargo, a pesar del tono oscuro y enervante de la novela, Matheson sabe rematarla con un final abierto que deja lugar a la esperanza, el sentido de la maravilla y la fe en el indomable espíritu humano.
Los puntos de contacto con su obra anterior, Soy leyenda, resultan evidentes. Ambas son novelas que mezclan con brillantez el terror y la ciencia-ficción. En ambas la soledad, el aislamiento y la imposibilidad de comunicación con los semejantes son claves en el desarrollo emocional del protagonista, un protagonista casi único sobre el que recae todo el peso del argumento. Y aunque ambos son supervivientes, mientras el Robert Neville de Soy leyenda trata de hallar una solución a su angustiosa situación, el Scott Carey de El hombre menguante ha perdido toda esperanza y aguarda tan sólo la llegada de la muerte.
La novela también tiene sus defectos. Algunas de las escenas en las que Carey pasa por mil tribulaciones para llegar a tal o cual sitio se hacen a mi gusto demasiado largas y sus lamentaciones pueden ser reiterativas. Con todo, El hombre menguante es un cuento brillante que regala al lector imágenes imborrables además de embarcarle en una aventura profundamente emotiva y traumática.
La novela atrajo inmediatamente la atención de los estudios de Hollywood y Matheson supo jugar bien sus cartas: vendió los derechos a los estudios Universal, condicionando dicha venta a que el guión de la película fuese escrito por él mismo. De esta manera, utilizó esta obra para entrar en el lucrativo oficio de guionista cinematográfico. Su situación financiera experimentó una mejora notable, no sólo por la cesión de los derechos en sí, sino por el éxito que la adaptación cinematográfica, El increíble hombre menguante obtuvo en taquilla.
El cambio de título por uno más sensacionalista no fue responsabilidad del escritor –sino del productor Albert Zugsmith–, pero sí el guión, inteligentemente espurgado de los elementos sexuales más «incómodos»; éste, junto a los efectos especiales convirtió a la película en uno de los mejores films de ciencia-ficción de los cincuenta. Matheson se trasladó de nuevo a California para trabajar como guionista, si bien no tardó en sentirse frustrado ante la mediocridad y exigencias banales por las que se encontró rodeado (como escribir el guión de una secuela, The Fantastic Little Girl, que nunca llegó a rodarse).
La esencia de lo que nos convierte en humanos, la importancia de la esperanza, la exaltación de la capacidad de supervivencia y adaptación del hombre… son temas inmortales que se adentran en lo filosófico y espiritual. Su inteligente fusión con la aventura y el terror es lo que convierte a El hombre menguante en una obra de referencia dentro de la ciencia-ficción.
Copyright del texto © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus artículos aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.