En 1917 Carter, el Gran Carter, estaba cansado de recorrer el mundo con su espectáculo de magia. Decidió retirarse.
Compró una tienda en Nueva York. De magia, por supuesto. Se llamaba Martinka & Company. Era la más antigua de Estados Unidos y había fabricado ilusiones para los magos norteamericanos durante cuatro décadas. El Gran Hoffmann, Kellar, Thurston o Houdini tejieron allí secretos.
Carter estaba realmente agotado de ir de aquí para allá. No le resultó difícil deshacerse de sus grandes ilusiones. De la mujer cortada que presentaba, para alimentar la truculencia, rodeada de enfermeras. Ni del elefante que desaparecía en el aire. Y, por supuesto, del siniestro patíbulo, en el que le ahorcaban y, al desplomarse, supuestamente muerto, se esfumaba su cuerpo.
Seguía siendo mago y podía hacer desaparecer cualquier cosa, también los recuerdos. Pero ¿cómo escamotear a Monty? Carter era fiero y malencarado. Sólo Monty, el viejo león, le tenía tomada la medida. Realmente era su único amigo.
Carter le encontró hueco en la trastienda. Allí se acomodó el león como un residuo más de los viejos espectáculos que se concibieron en el taller. Sesteaba en un par de metros cuadrados de desolación y tristeza sin más energía que la que se precisa para aburrirse.
¿Podía ser que echara de menos los viajes, la tensión del escenario, los aplausos? Cada vez que alguien entraba en la tienda su gran cabeza sobresalía entre aparatos incongruentes. De vez en cuando la tensión de la cintura se transmitía a los fuertes hombros y a la sombría mandíbula.
Lo cierto es que los rugidos de Monty acabaron ahuyentando a los clientes.
Carter vendió la tienda a Harry Houdini. Y regresó con Monty a los escenarios.
Copyright del artículo © Ramón Mayrata. Reservados todos los derechos.