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El dinosauroide y otras especulaciones evolutivas

En marzo de 2012, la revista de la American Chemical Society publicó un estudio que sugería la posibilidad de que existan formas de vida dinosauroide en algún lugar de la galaxia.

Esta posibilidad, ampliamente explotada por la ciencia-ficción ‒pensemos en el alienígena de la saga Predator, en los Voth de Star Trek: Voyager, o en el cazarrecompensas Bossk de Star Wars‒, casi se convierte en certeza cuando la escuchamos en boca del investigador Ronald Breslow, presidente de la citada organización.

Subraya este eminente químico que los dinosaurios terrestres no se extinguieron progresivamente en la carrera de la selección natural, sino a causa de un hecho súbito y casual: el impacto de un descomunal meteorito. De no haber sufrido ese cataclismo, el ciclo de los grandes saurios se hubiera prolongado, en detrimento del linaje de los mamíferos, dentro del cual evolucionó el homo sapiens.

Aunque el paper de Breslow se centra en una cuestión científica menos emocionante ‒las razones de la homoquiralidad de los aminoácidos‒, una de sus reflexiones viene a disparar nuestra fantasía. «Desde luego ‒dice‒ lo que ocurre con esta orientación determinada no es lo mismo que habría sucedido con la orientación opuesta. (…) En cualquier otro punto del universo podría haber formas de vida basadas en aminoácidos con orientación a la derecha (al contrario que aquí) y azúcares con orientación levógira. Esas formas de vida podrían ser versiones evolucionadas de dinosaurios, siempre que los mamíferos no hubieran tenido la fortuna de que un asteroide acabase con los primeros. En ese caso, lo mejor sería no encontrarnos con ellos».

Hay otros investigadores que sí han hablado de reptiles inteligentes y que nos permiten continuar con la divagación. Es el caso de dos científicos, Dale Russell y Ron Séguin, que en 1982 publicaron su trabajo sobre el Stenonychosaurus inequalis, un saurio del Mesozoico hallado en Alberta, allá por 1932, que ahora se vincula  a la familia de los troodóntidos.

El trabajo en cuestión, «Reconstruction of the small Cretaceous theropod Stenonychosaurus inequalis and a hypothetical dinosauroid», se dio a conocer en las páginas de Syllogeus, la revista del Museo Nacional de Ciencias Naturales de Ottawa.

¿Qué se deduce del estudio de Russell y Séguin? Su idea es que el Troodon, de no haberse producido la gran extinción, hubiera aumentado su ya vigorosa inteligencia, mejorando asimismo las posibilidades de su visión estereoscópica. Ese proceso evolutivo habría conducido a la existencia de un dinosauroide.

Los científicos imaginaron como punto de partida que el dinosaurio hubiese evolucionado hasta desarrollar un cerebro más grande, lo cual le habría llevado a adoptar la postura erecta y acortar el cuello para soportar mejor el peso. Al erguirse, ya no necesitaría la cola para equilibrarse y la perdería, como nos ocurrió a determinados primates. Para soportar la nueva posición, el tobillo bajaría y el pie se volvería más largo y plano. Todo lo cual, además, le habría permitido al antiguo Troodon comenzar a experimentar con la fabricación de útiles.

Sorprendentemente, hay muchos científicos que afirman que existen pruebas de un grupo estrechamente relacionado con el Troodon que no sólo sobrevivió a la extinción masiva de hace 65 millones de años, sino que, en su evolución, aumentó su capacidad cerebral. Actualmente, se conoce a estas criaturas como aves. En particular, los síntomas de mayor inteligencia se han observado en los loros y los córvidos, algunas de cuyas especies utilizan palos como herramientas y almacenan alimentos cuando las circunstancias ambientales son desfavorables para su búsqueda.

Pero, ya puestos, atrevámonos a ir más allá: ¿y si esa evolución reptil a la que alude el artículo de la American Chemical Society no sólo fuera posible en alguna galaxia muy, pero que muy lejana, sino que se hubiera desarrollado en nuestro propio planeta?

Algo así debió preguntarse Carl Sagan cuando escribió Los dragones del Edén, libro por el que ganaría el Pulitzer en 1978. En sus páginas, Sagan especula acerca de la posibilidad de que algunos dinosaurios no se hubiesen extinguido.

Antes de nada, conviene recordar que es en ese libro donde nos dejó una de las reflexiones más grandiosas acerca de nuestro insignificante papel como especie en la vasta obra cósmica.

«Para expresar la cronología cósmica ‒escribe‒ nada más sugerente que comprimir los quince mil millones de años de vida que se asignan al universo (o, por lo menos, a su conformación actual desde que acaeciera el big bang) al intervalo de un solo año. […] La elaboración de estas tablas y cuadros cronológicos inclina forzosamente a la humildad. Así, resulta desconcertante  que la aparición de la Tierra como producto de la condensación de la materia interestelar no acaezca en este año cósmico hasta primeros de septiembre; que los dinosaurios aparezcan en Nochebuena; que las flores no broten hasta el 28 de diciembre o que el ser humano no haga acto de presencia hasta las 22.30 de la víspera de Año Nuevo. La historia escrita ocupa los últimos diez segundos del 31 de diciembre, y el espacio transcurrido desde el ocaso del Medioevo hasta la época contemporánea es de poco más de un segundo.»

Esta reflexión nos debería permitir entrar con mayor receptividad –o no– en el mundo de los mitos. Dicho lo cual, continuemos con Sagan y su especulación sobre la supervivencia de alguna especie reptiloide: «¿Es una mera coincidencia ‒escribe‒ que los sonidos onomatopéyicos que el hombre emite para reclamar silencio o llamar la atención tengan extraño parecido con el silbido de los reptiles? ¿Puede pensarse que los dragones llegasen a constituir un gravísimo peligro para nuestros antecesores protohumanos de hace unos cuantos millones de años, y que el terror que suscitaban, junto con las muertes que causaban, impulsaran la evolución del intelecto humano? ¿O debemos considerar, quizá, que la alegoría de la serpiente constituye una referencia a la utilización del componente reptílico agresivo y ritualista de nuestro cerebro en la posterior evolución del neocórtex? Salvo una excepción, el relato del Génesis acerca de la serpiente que tienta al hombre en el jardín del Paraíso es el único caso expuesto en la Biblia en que el ser humano acierta a comprender el lenguaje de los animales. ¿No es posible que el temor a los dragones fuera en realidad temor a una parte de nosotros mismos? Sea como fuere, sin la menor duda en el Paraíso había dragones».

«El fósil de dinosaurio más moderno ‒añade‒ se remonta a unos sesenta millones de años. Los antecesores del hombre (no, sin embargo, el género Homo) vivieron hace unos diez millones de años. ¿Es concebible que criaturas antropoides llegaran a coexistir con el Tyrannosaurus rex?¿Es posible que hubiera dinosaurios que lograran escapar a la muerte a fines del periodo cretáceo? ¿Cabe pensar que los sueños pertinaces y el temor generalizado que sienten los niños hacia los «monstruos» tan pronto son capaces de hablar sean vestigios evolutivos de respuestas sumamente adaptativas —al estilo de los babuinos— a la amenaza de los dragones y las aves nocturnas?

Después de haber escrito este pasaje descubrí que Darwin había expresado una idea similar. Decía concretamente: «¿No es lícito suponer que los vagos pero no por ello menos reales temores de los niños, que nada tienen que ver con la experiencia, sean resonancias heredadas de peligros reales y toscas supersticiones de la humanidad primitiva? Es bastante congruente con lo que sabemos acerca de la transmisión de rasgos antaño perfectamente desarrollados, que aparezcan en una fase temprana de la vida para luego desaparecer» Como las hendiduras branquiales del embrión humano, añado yo».

Desde luego, uno no puede dejar de pensar en ciertas representaciones que aluden a tal supervivencia, aunque sólo sea en el inconsciente colectivo. Y para ello no hace falta sino observar esas inquietantes esculturas de los vincas o de los ubaid que tienen entre cinco y siete mil años de antigüedad.

Por otro lado, las reflexiones de Sagan no podían pasar desapercibidas para alguien a quien aún no he citado pero que resulta inevitable al hablar de estos temas: David Icke, toda una celebridad en el campo de las teorías conspiranoicas.

Imagen superior: pese a los delirantes planteamientos de David Icke sobre los reptilianos, lo cierto es que éstos han inspirado varias creaciones en el campo de la cultura popular. Por ejemplo, los Chitauri, unos conquistadores extraterrestres creados por Mark Millar y Bryan Hitch en «The Ultimates» (2002) © Marvel.

En su libro El mayor secreto (The Biggest Secret, 1999) leemos lo siguiente: «El astrónomo, Carl Sagan, sabía de lejos más de lo que alguna vez hizo público y de hecho dedicó gran parte de su carrera a guiar a las personas lejos de la verdad. Pero su conocimiento de la situación verdadera se manifestó ocasionalmente, como cuando dijo que: “…. no hace ningún bien en absoluto ignorar el componente reptil de la naturaleza humana, particularmente nuestro comportamiento ritual y jerárquico. Al contrario, el modelo puede ayudarnos a comprender todo sobre los seres humanos.” En su libro Los Dragones de Edén, añade que incluso el lado negativo del comportamiento humano es expresado en los términos de un reptil, como ocurre con un asesino a sangre fría. Sagan (el nombre al revés se refiere a los dioses reptiles de India Oriental, los Nagas) claramente sabía mucho, pero decidió no revelar abiertamente qué».

Más allá de la desbocada imaginación de Icke, resulta desconcertante leer que uno de tus ídolos de la infancia estaba relacionado con los reptilianos y que te mantuvo engañado hasta el día de hoy.

Imagen superior: los silurians de la releserie «Dr. Who».

Copyright del artículo © Rafael García del Valle. Reservados todos los derechos.

Rafael García del Valle

Rafael García del Valle es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca. En sus artículos, nos ofrece el resultado de una tarea apasionante: investigar, al amparo de la literatura científica, los misterios de la inteligencia y del universo.