Explica José Antonio Marina en Las arquitecturas del deseo que la proliferación de los deseos siempre se consideró una amenaza a la cohesión social, de ahí la preocupación por controlar en tratados morales las codicias, las ansias y las concupiscencias:
“Ahora, en cambio, el deseo está bien considerado, y hemos organizado una forma de vida montada sobre su excitación continuada y un hedonismo asumible. No vivimos en la orgía, sino en el catálogo publicitario de la orgía, es decir, en la apetencia programada. La publicidad ya no da a conocer los atractivos de un producto. Su función es producir sujetos deseantes”.
A pesar del canto a la libertad que suena por todos los rincones de Occidente, estamos más presos que nunca. Una ideología invisible cuya música no se escucha pero a cuyo son todos bailamos nos maneja: “un sistema social invisible que, a su aire, conecta conceptos, emociones, valores, creencias, formando así una estructura que origina y da sentido a preferencias, sensibilidades, comportamientos que, en superficie, resultan inconexos».
Esa ideología ha determinado que el deseo sea el valor supremo de hoy, el faro que dicen que guía hacia la felicidad. Hay que creérselo, aunque es mentira, porque es lo único que hace funcionar la economía de consumo. Y la economía de consumo, por definición, no puede construirse sobre una sociedad feliz, ni siquiera que apunte maneras de serlo. La gente realmente feliz, serena y satisfecha consigo misma, no consume.
Dice Marina que la moral que nació de la Modernidad, al defender la autonomía del individuo, emprendió un camino de conquistas en su nombre que sólo puede acabar en autofagia: «La moral da a luz la libertad de conciencia que acaba desahuciando la moral. O mejor la pone en un estado líquido, la liquida, por utilizar la expresión de Bauman”.
Eric Fromm explica en Del tener al ser cómo la sociedad industrial se olvidó de la necesidad de liberación interior y todos sus esfuerzos fueron encaminados hacia una exclusiva liberación exterior, política, que ha llegado hasta hoy sin romperse el cráneo porque es de goma. Cosas de la inhumanidad. El yo es ignorante de sí mismo y juega a solucionar el mundo sin siquiera saber dónde nacen las soluciones.
Esta actitud condujo a una irremediable conversión de los liberadores en nuevos dominadores. Ante la nueva experiencia social que fue la aparición de las masas, tal y como explicaba poco antes de morir Edward Bernays, sobrino de Freud e inventor de la teoría de las relaciones públicas, fue un alivio descubrir que la propaganda militar aplicada al comercio bajo el nombre más atractivo de publicidad era, inesperadamente, un bálsamo garante de la estabilidad democrática. En 1928, el recién elegido presidente Hoover arengó a magnates de la prensa y publicistas ante la que se les venía encima: Tenéis la labor de crear el deseo y transformar a la gente en máquinas de felicidad en constante movimiento, máquinas clave para el progreso económico. O eso dicen que dijo.
«Mr Selfridge» (2013) es una teleserie británica inspirada en la vida de Harry Gordon Selfridge (1858-1947), el creador de los grandes almacenes que llevan su apellido. El guión se inspira en la biografía escrita por Lindy Woodhead, «Shopping, Seduction & Mr Selfridge» © ITV Studios, Masterpiece/WGBH
Máquinas de felicidad. El gran logro del siglo XX fue esclavizar al hombre de forma solapada y placentera; las cadenas exteriores se han convertido en cadenas interiores apenas advertidas por unos pocos individuos.
En El paraíso de las damas (1883), Zola llama “traficantes de deseos” a los propietarios de Bon Marché, la gran tienda precursora de los centros comerciales y las nuevas formas que impondrían las técnicas de propaganda. La anécdota de su indignación ante métodos «inmorales» muestra en qué consiste realmente la nueva era de la humanidad. Reflexiona Marina:
“Lo que le irritaba era el uso de la mercancía como tentación. Hasta ese momento, las mercancías habían estado guardadas en cajas, esperando la necesidad, la demanda, que las hiciera salir de las estanterías. Pero en el gran almacén, los objetos realizaban un strip-tease comercial, iban desnudos hacia el cliente, despertando la lascivia consumista. No paró en eso la cosa. Por esa época se inventó la lámina de vidrio y apareció el escaparate. ¡Era el colmo! Las mercancías ejercían su potencia tentadora contra el viandante. Era una especie de prostitución. En efecto, prostituere significa ponerse en un escaparate. Exhibirse excitantemente”.
La economía, desde entonces, dejó de ser economía de la demanda y se convirtió en economía de la oferta, necesitando la propaganda, cuya primera acción eficiente habría de ser cambiarse el nombre por el de publicidad para evitar las connotaciones bélicas que el término acarreaba, como actividad fundamental y obligatoria en las nuevas relaciones de intercambio, y no como la simple ayudante esporádica y desatendida que había sido hasta entonces.
Los ciudadanos pasaron a convertirse en consumidores, y desde entonces la continua sensación de carencia ha sido una necesidad social para evitar el colapso del sistema. Continúa Marina: “Su función es producir sujetos deseantes o, lo que es igual, hacer a los individuos conscientes de sus carencias, obligarles a que se sientan frustrados, fomentar la envidia hacia el vecino, inducir una torpe emulación inacabable, para ofrecer después una salida fácil a su decepción: comprar. Los psiquiatras saben que comprar puede convertirse en una adicción, y el común de los mortales reconocemos que comprar es un gran ansiolítico”.
«Fuera de onda» («Clueless», 1995), de Amy Heckerling © Paramount Pictures
El consumo es un modo activo de relación, dice Baudrillard, que soporta todo nuestro sistema cultural: la economía ya no busca cubrir necesidades, sino estimular deseos.
“Hay un exceso de producción, una necesaria y obsesiva exageración productiva en los países desarrollados, consumistas, que ya no se rige por las demandas del cliente, sino por la misma oferta que el sistema crea. Primero se fabrica, y luego se induce la necesidad de lo fabricado, que permitirá vender esos productos, con frecuencia excedentes y superfluos. Hace falta provocar una bulimia, una glotonería ávida, que metafóricamente se hace visible en la plaga de obesidad que padece Occidente”.
Sólo fomentando el ansia y la insatisfacción se puede lograr que la gente pierda su vida en las largas colas de un centro comercial. La estimulación permanente y nunca resuelta, pues lo que se busca nunca está en lo que se compra, provoca un estado duradero de decepción que sólo tiene dos derivaciones emocionales, dice Marina: la depresión y la violencia. “Además, a su rebufo se ha consolidado la idea de que los deseos son fuentes de derechos, lo que ha dado lugar a una cultura de la queja apoyada por una catastrófica pedagogía de los derechos, que añade una prolongación imprevista, una nueva galería a explorar”.
Un ejemplo de este absurdo de la satisfacción del deseo como derecho fundamental se encuentra en las revueltas populares de los últimos años, catalogadas por la opinión pública como protestas contra un sistema social establecido que se considera injusto. Pero esas revueltas, y los actos vandálicos que acompañan sobre todo a los movimientos “antisistema”, son en realidad la reacción desesperada de gente totalmente atrapada en la ideología dominante dispuesta a morir por que el sistema se perpetúe.
El problema de buena parte de los ciudadanos que protestan es que no son antisistema, sino que carecen de los medios para llevar a cabo lo que la ideología dominante exige de ellos: el impulso salvaje hacia la acción consumista.
Como explica Slavoj Zizek en La guía ideológica para pervertidos, los individuos de hoy en día se sienten tan culpables como en la época más estricta y dogmática que se quiera imaginar. En eso no hemos avanzado, aunque los ingenuos defiendan lo contrario. La única diferencia está en que la culpa de hoy no reside en el incumplimiento de los deberes morales sino, al contrario, en la sensación de no estar gozando lo suficiente.
Es por esta razón por la que esos amagos de revueltas masivas que de vez en cuando animan a eso que algunos llaman “pueblo” están condenadas al fracaso, pues el fondo de sus exigencias no es el fin del sistema, sino la reivindicación del goce perdido, del opio que se agota. O sea, el pueblo, lejos de aspirar a la justicia y/o cualesquiera otros valores nobles que se antojen, lo que quiere es más sistema, más droga que lo anestesie.
Es entonces cuando los cascarones lingüísticos que simulan una sociedad de valores, como justicia, libertad o igualdad, se disuelven ante la única realidad que mantiene en funcionamiento a esta sociedad: la necesidad de gastar.
La comedia «Confesiones de una compradora compulsiva» («Confessions of a Shopaholic», 2009), de P.J. Hogan, se inspira en la serie de novelas de Sophie Kinsella, protagonizada por una periodista adicta a las compras © Touchstone Pictures, Jerry Bruckheimer Films, Walt Disney Studios Motion Pictures.
Los escándalos y transgresiones de Sade tenían sentido, como tales transgresiones, frente a un absolutismo que coaccionaba al individuo. Ahora, la coacción consiste en que todo el mundo está obligado a comportarse como Sade. El deseo desenfrenado ya no es transgresión, sino sometimiento al poder que gobierna desde dentro.
Esto enlaza con la descripción que Marina hace de la personalidad que esta sociedad se ha inventado y generalizado para sobrevivir:
“Esta moda de los deseos efímeros, intensos, urgentes y desechables ha contagiado a nuestro mundo afectivo, que se ha fragilizado, porque incita a un hedonismo inquieto y un poco escéptico. La moda, con su atractivo imperioso y efímero, se ha convertido en arquetipo vital. Nada proporciona un gran placer, y la única solución es encadenar múltiples y veloces placeres, plenamente sustituibles. […] Esto enlaza con una de las más curiosas características de la “nueva economía”. Lo importante no es ofrecer objetos, sino experiencias. Se trata de una nueva economía libidinal. Coches, alimentos, ordenadores, relojes, no se publicitan exponiendo sus ventajas, sino prometiendo una experiencia. Experiencias, por supuesto, que se viven en el régimen veloz del capricho, porque el mercado no puede detenerse y necesita el combustible de la insatisfacción para funcionar”.
Acumulación de experiencias transitorias que se ha terminado extendiendo a todos los ámbitos de la vida, incluyendo las relaciones de pareja. Tal es la personalidad requerida para una cultura de la diversión y el consumo. Esta personalidad creada por la sociedad actual conduce al aumento de las adicciones y a la falta de atención, pues no soporta el aplazamiento de la satisfacción y no concibe la frustración.
Y esto desemboca en problemas educativos como la falta de atención de los alumnos. Se trata de la conciencia atraída por demasiados focos de atención simultáneos, de un Yo desmembrado por un exceso de estímulos no sólo deseados sino deseados de manera inmediata.
El consumismo contiene por su naturaleza a la agresividad, la depresión, la fragilidad y la incapacidad de concentración:
“Por ejemplo, los fracasos de las campañas de prevención de las toxicomanías o de la violencia de género no se pueden explicar sin conocer el sistema invisible que las fomenta. Gastar tantos esfuerzos para disuadir de tomar drogas, al mismo tiempo que fomentamos el sistema que induce a tomarlas, es una conducta contradictoria y bastante estúpida. Y espantarse de los actos de violencia cuando se siguen transmitiendo patrones machistas es una impostura”.
Decía Freud que la libre satisfacción de los instintos es incompatible con la sociedad civilizada, y que la renuncia y el retardo de las satisfacciones son los prerrequisitos del progreso. Esto quiere decir que esta sociedad se está construyendo con una contradicción de base que la ha de terminar destruyendo desde dentro.
La lógica interna del sistema nos lleva donde nos lleva.
“Sospecho –concluye Marina— que estamos siendo víctimas de una superchería que nos esclaviza dulcemente, y contra la que apenas podemos revelarnos, porque nos gusta. […] Es verdad que luego nos asustan algunas disfunciones sociales –la violencia, la depresión, la desconfianza generalizada, la fragilidad de los sentimientos, la corrupción, el abuso de poder—, pero no las relacionamos con el sistema invisible”.
Tras el 11 de septiembre de 2001, la revista Time pidió a los americanos que, como acto de patriotismo para superar la tragedia que habían vivido, salieran a comprar. En ochenta años, se había pasado de la invitación privada de Hoover a la pública de la prensa. El controlador, el gran Otro que dice Zizek, ya está en la mente de cada buen ciudadano de cada país «libre» de este planeta. Un mensaje racionalizado; sus soluciones se antojan naturales.
La incoherencia es pública. Y resulta agradable. Esa es la maldición de una sociedad que no sobrevivirá sin consumir pero que, cuanto más consuma, más se consume.
Es lo que tiene la autofagia.
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