La aparición del cine sonoro fue musical, con El cantor de jazz protagonizado por Al Jolson. La nueva modalidad del arte luminoso, que abandonaba para siempre la mudez, exigió el concurso de actores que fueran cantantes, tomados del mundo de la ópera y la opereta, la comedia musical y la zarzuela. Debían ser fotogénicos, eventualmente bellos, tener técnica vocal aunque no necesariamente unos medios generosos.
El micrófono suplía cualquier deficiencia. Así se hicieron estrellas Jeannette MacDonald, Nelson Eddy, Imperio Argentina, Tino Rossi, José Mojica, Lilian Harvey, Willy Fritsch y el resto de la compañía.
A Libertad Lamarque (1908–2000) le tocó ser la soprano cinematográfica del tango y, en tal carácter, asomarse al primer largo metraje sonoro argentino, llamado, ineludiblemente, Tango (1933, dirigido por Moglia Barth).
De voz timbrada y extensa, manejada con solvencia, desenvuelta aunque no gran actriz, simpática a la luz eléctrica y la cámara si no especialmente bella (el estrabismo la asociaba a la ilustre familia de Greta Garbo y Rodolfo Valentino), Líber se convirtió en la estrella por antonomasia de una industria que, por entonces, era la más importante en lengua castellana.
Su filmografía es inmensa pero quizá basten sus trabajos con Luis Saslavsky (Puerta cerrada, Eclipse de Sol y La casa del recuerdo) para acreditar su excelencia como intérprete de un melodrama y un vodevil estetizados a la francesa y trufados de memorables canciones como las milongas y candombes de Homero Manzi y Sebastián Piaña.
Líber estuvo vinculada a gente progre y actuó en festivales de apoyo a la República durante la guerra civil española. Una actriz muy subalterna, Eva Duarte, lo hacía en favor de Franco. Cuando llegó a primera dama por su matrimonio con Juan Perón, provocó el exilio de Lamarque, que se instaló en México, donde aceptó la ironía de Luis Buñuel, que anuncia y posterga su aparición, repetidas veces, en Gran Casino.
Allí, en México, pocas horas después de una filmación televisiva, pudo con ella la muerte, como diría un tango. Murió trabajando, esta hija y nieta de obreros que hizo sus pinitos recitando poemas de barricada en las fiestas de socialistas y anarquistas del Primero de Mayo.
Luego, como madre atormentada, amante despechada, doncella amenazada por la locura o vieja señora resignada y sabia, quedó para siempre en esas tiras de celuloide que pasan de la junta de sombras al reino de los fantasmas. Allí sigue confesando, como Sol Bernal en verso de Manzi: «Se me va de las manos la pequeña canción».
Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.