Hacía más de veinte años que no sufría pesadillas provocadas por el influjo de una serie de TV. Después de disfrutar las delicias ingenuas de trasfondo tremendo en Sin tetas no hay paraíso (la original, la de las putas de 14 que se ligan narcos de 50 a la puerta del colegio), me animé a ver la nueva producción colombiana que está arrasando en Latinoamérica: El cartel de los sapos, basada en el libro del narcotraficante arrepentido Andrés López. Y la sensación de realidad es aún más intensa.
“Amigo, el ratón del queso”, no cejan de repetir los protagonistas a lo largo de la serie. Y efectivamente, ése podría ser su lema unívoco: pues sólo son amigos del dinero y por él matan a quien sea, incluidos sus seres más queridos. ¿De qué va El cartel de los sapos? Básicamente es la crónica camuflada de las guerras entre cárteles de narcotraficantes (el de Cali y el del norte del Valle), tras la muerte de Pablo Escobar y el desmantelamiento del cartel de Medellín.
Al inicio de cada episodio, una cartela proclama que “Ésta es una obra de ficción inspirada en el libro El cartel de los sapos. Los personajes y situaciones que en ella se presentan son igualmente ficticios”. Nada más lejos (es decir, ¡más cerca!) de la realidad. Con lo rápido que cualquier cineasta yanqui se da el lujo de añadirle a su fantasía galáctica el gastado marchamo «Basado en hechos reales» –por aquello del incremento de credibilidad, prestigio y dramatismo; cuando lo importante en el fondo es el grado de adulteración a que ha sido sometida esa realidad de base, necesariamente procesada a través del prisma artístico–, resulta que estos colombianos van y hacen lo contrario: se apresuran a asegurar que lo que cuentan es todo mentira; claro que si dicen que son hechos reales, ellos sí que se la juegan.
Para que no quepa ninguna duda, en este artículo tenéis la relación del Quién es Quién en la serie y su equivalencia en la vida (o muerte, por lo que concierne a casi todos los involucrados) real, fotos comparativas incluidas.
La verdad es que ver la serie no ha sido moco de pavo: me he metido entre pecho y espalda 48 capítulos de alrededor de una hora. Eso significa unas 40 horas de serial. Eso es mucho Cartel. Imaginaos 40 horas seguidas de John Rambo. Pues no es eso, pero casi. Como para no tener pesadillas.
Bueno, antes debería establecer algunas cuestiones técnicas, porque la producción de una serie como ésta no se parece en nada a la de las series estadounidenses a las que tan acostumbrados estamos los españolitos. Para empezar, olvidaos de un equipo de guionistas y un equipo de directores: aquí solamente hay UN director (Luis Alberto Restrepo, flanqueado por una directora asistente y dos directores de segunda unidad) y un único tándem de guionistas (el propio López y Juan Camilo Ferrand), encargados de la totalidad del guión. Así, a lo macho. No está mal para una serie de cierto lujo, rodada en HD entre Miami, México y múltiples localidades de Colombia.
Naturalmente, tal sobrepeso en tal escasez (numérica) de hombros pasa factura artística. Yo le reconozco una sola ventaja al sistema: no hay una sola incoherencia en el proceder o la idiosincrasia de los personajes ni excesivas diferencias cualitativas entre los “libretos” de cada capítulo; al contrario que en las series USA, donde tanta alternancia de guionistas hace que casi siempre algún personaje hable o actúe de manera injustificadamente distinta a su precedente establecido, o se tope uno con episodios muy irregulares, cuando no de absoluto relleno o interferentes en el hilo principal… En El cartel de los sapos todo lo que se cuenta sigue un flujo uniforme y, para bien o para mal, su calidad artística es absolutamente homogénea.
A partir de ahí, uno se encuentra cosas divertidas, como que cada episodio dura lo que le da la gana: básicamente, puede extenderse 45 minutos o llegar a traspasar la hora, nunca se sabe. Reconozco que eso también tiene su gracia: no puedes predecir cuándo va a finalizar cada entrega, es como leer el capítulo de un libro, no hay extensión común prefijada. Por lo demás, el acabado técnico suele ser algo chapucero, pero es que no concibo cómo una sola persona puede rodar para una sola temporada más de 40 horas (montadas) de ficción continuada. Los planos son lo más funcionales posibles y el sonido tirando a normalito, incluso se cuela alguna toma con evidentes problemas de directo. De vez en cuando, sobre todo en las introducciones de secuencia, se permiten algún plano rumboso, como una vía de cámara que pasa por debajo de una mesa para seguir en movimiento contrapicado la despedida de dos personajes… pero, por lo general y a excepción de las secuencias de asesinatos (toca a una por episodio, prácticamente), lo demás está rodado a pelo y gracias.
Otra noción que el espectador profano debe pasar por alto es la de la CONCRECIÓN. Estamos ante una serie colombiana. Aquí no hay síntesis que valga: los personajes hablan y hablan, juran y requetejuran y, faltaría más, a ninguno se le ocurriría cortar una conversación por móvil sin despedirse antes con mil cariñitos. Nada del sentido de la economía (verbal y gestual) anglosajona. ¿Para qué decir algo con una palabra si se puede decir con mil? En este tipo de ficción no se comprime: se dilata. Los circunloquios son la salsa. Señores, aquí nunca se sabe cuándo va a terminar un careo. Puede prolongarse horas. Hay que serle fiel a las raíces.
Los momentos de violencia, como ya he dicho, son para darles de comer aparte. Quizás en realidad no se trata tanto de que estén mejor rodados que el resto (aunque hay varios que sí, que están muy bien rodados), sino que, por desmadejado que sea el montaje o el encuadre, la impresión de realidad que transmite ese desmañado formal es tal, y tan verista la representación de acciones homicidas, que impresiona profundamente al espectador.
Pero, para mí, el gran secreto de la serie está en su reparto. Desde Los Soprano no contemplaba tamaña reunión de individuos de catadura oscilante entre lo patético y lo sórdido. Y, ciertamente, no dejan de ser Los Soprano colombianos. Adivinad quiénes dan más miedo.
Repaso algunos.
Manolo Cardona es el protagonista, el galán y el niño bueno de la historia. Interpreta a Martín González, alias “Fresita”, el alter ego de Andrés López (quien en la vida real se apodaba “Florecita”, para que comprobéis el coherente vínculo nominativo establecido). Yo sólo había visto a Cardona en esa sosería llamada Rosario Tijeras (que sólo salvaba, como salva casi todo, Unax Ugalde) y allí me pareció un pijo tontorrón. Sin embargo, el tiempo transcurrido le ha sentado bien. Físicamente tiene un aire a Fernando Guillén Cuervo, y da en pantalla igual en lo simpático y lo inofensivo. La verdad es que hacía años que no veía a un actor recurrir a un tic para componer un personaje: a Cardona no se le ocurre otra cosa que endosarnos cada medio minuto un espasmo nervioso que une el guiño de un ojo con la sacudida de un homóplato, ahí es nada… Pero al final hasta tiene su gracia. Martín González, aunque hilo conductor, en el fondo es lo de menos, y Cardona cumple bien su tarea de… caer bien. A fin de cuentas, es casi exclusivamente el único personaje positivo de toda la trama.
Todos los actores que encarnan a los narcos en liza están tremendamente inspirados a la hora de construir sus caracterizaciones. Guadaña (Julián Arango) es el más tierno de los sicarios y todo espectador honesto no podrá evitar empatizar con él; el chaparro Don Julio (Fernando Arévalo) es el capo más comprensivo y familiar del grupo: su actor, el mencionado Arévalo, le da mucho peso y profesionalidad, aunque para representar tan entregado padre de familia delata una pluma excesiva; el panfilote es el protagonista, Fresita; el trajeado Óscar Cadena (Fernando Solórzano) es el gran señor de la droga, un tipo cruel e implacable, pero con cierta nobleza de fondo: Solórzano le otorga mucho porte y elegancia a su rol; Don Mario (Santiago Moure) parece un patriarca gitano, con su bastón, su renquera y su mala leche; Buñuelo (Juan Carlos Arango) es uno de los narcos más bufos, aunque tampoco se arredra a la hora de quebrar a sangre fría: va siempre en chándal y a todas luces sería el que más desapercibido pasase entre los Soprano (o entre Los Chichos); Pepe Cadena (Diego Cadavid), el mejor amigo de Fresita, tampoco muy de fiar, con un carácter bien “bravo” y un actor que le pone mucho coraje: él, más que de Los Chichos, parece salido de Estopa; y, finalmente, Pirulito (Juan Pablo Raba) quien, pese a su nombre de coña (el narco real se apodaba “Chupeta”), se revelará uno de los narcos más crueles y el enemigo mortal de Fresita.
Por cierto, casi todos los capos son ex policías, ojo al dato.
Mención aparte merece el personaje del Comandante Ramiro Gutiérrez (interpretado con flema y un descaro hilarante por el actor Alberto Palacio, de considerable parecido físico con Victor Garber, el papá de Sydney en Alias): considerado un héroe nacional por acabar con Pablo Escobar, tras su fachada de azote del narcotráfico se esconde un buen pájaro, un zascandil de mucho cuidado que negocia con todos los narcotraficantes y acaba él mismo traficando.
Otro personaje hilarante es el de “David Paz”, un jeta que se inventó el rol de enlace entre los capos de la droga y la DEA, para supuestas negociaciones de rebaja de pena en caso de entrega voluntaria. Todo era en realidad un timo montado por este tipo, que se llevaba de los narcos millones de dólares servidos en bandeja. Hay que destacar la capacidad de su actor, Armando Gutiérrez, de convertir a su personaje en un encantador vivalavirgen que no pierde la compostura en los momentos más comprometidos y continúa negando la evidencia de su estafa con incomparable gracejo. Un pícaro español, a su lado, mero aprendiz.
Lo que no me ha convencido de El cartel de los sapos es el aporte femenino. Sandra Reyes aparte (quien encarna con garra y cojones a la única narco del panorama, Amparo Cadena), falta el talento y encanto que una Sandra Beltrán, por ejemplo, regalaba a espuertas en Sin tetas no hay paraíso. Solamente me han gustado dos actrices: Natalia Betancurt («Juliana”, la amiga del trapicheo y del alma de Fresita) y Juliana Galvis («Eliana”, la mujer de Pepe Cadena). La primera es una Shakira (el mismo cuerpo chato sin tetas y el rostro algo más fino) con buenas dotes artísticas: la mejor actriz de la serie, de lejos; la segunda es una cucada de muchacha, de semblante porcelanil y carácter férreo. (PD. Ahora compruebo que la Galvis ya ha aparecido en la revista española Interviú por una teleserie titulada Pura sangre; las fotos de la revista colombiana Soho molan más). Los papeles de ambas, algo tangenciales, no les hacen justicia.
Como curiosidad, señalar también el concurso inesperado de la actriz española Paulina Gálvez en un personaje muy secundario. La cosa supongo que viene de que Paulina (que siempre me ha parecido una mujer muy atractiva) se casó con Alexis Valdés, el cómico cubano, quien se ha hecho muy popular en la TV de Miami. Me imagino que al residir allí, le salió esta oportunidad y dijo sí.
El caso es que Paulina Gálvez interpreta a una agente chicana de la DEA: siguiendo un criterio desconcertante –¡se supone que hace de yanqui latina!–, decide mantener el seco acento español de Estudio 1 (que canta como una almeja en paella de conejo), únicamente matizado con la consabida conversión de las ces y zetas en eses. El resultado es, lamentablemente, muy marciano.
Pero, sin duda, el gran descubrimiento (para mí) y la gran confirmación (para el espectador colombiano, imagino) de El cartel de los sapos es Robinson Díaz, el actor que encarna al alma de la serie: el despiadado sicario devenido gran capo, Milton Jiménez “El Cabo”.
Robinson Díaz es, al parecer, un actor de teatro y cine muy popular y prestigioso en su país. También ha protagonizado numerosas telenovelas. A la hora de preparar su papel de “El Cabo”, ha dicho públicamente que su intención primordial era provocar miedo en el espectador. Doy fe cabal de que lo consigue. Su caracterización abarca unos matices que entran a pecho descubierto en el territorio de lo siniestro, lo sórdido y hasta lo luciferino. Ello no le impide pulsar el resorte de lo humorístico cuando le viene en gana: junto a Guadaña, forma un dúo cómico entrañable, digno de Pajares y Esteso.
En su rostro cruel y su sonrisa crispada de hiena leo los rasgos morunos de mi padre y la mirada torva de mi tío. Vamos, que podría ser de mi familia tranquilamente. Lo cual, usando una expresión que el propio Cabito utiliza, “me llena de desconfianza”.
La magistral interpretación de Robinson Díaz es razón más que suficiente para echarle una mirada a la serie, enganchosa de por sí. Pero cuidado, que mirar a los ojos de El Cabo es como mirar al abismo.
Copyright del artículo © Hernán Migoya. Previamente publicado en Comicsario, un blog para la fenecida editorial Glénat España. Reservados todos los derechos.