A comienzos de 1936, Margarita Xirgu planeaba un viaje por América con su tropa y propuso a Federico García Lorca que la acompañase. El escritor prefirió quedarse en España.
Vino la guerra, algún amigo le sugirió que Granada era más segura que Madrid. Lo demás es tristemente consabido.
Más de una vez, pasando por las calles porteñas de sus primeros éxitos internacionales, por Corrientes o la Avenida de Mayo, me pregunté qué habría sido encontrarlo como, a veces, a Casona o Alberti, en aquellas mismas aceras. Lamentablemente, la historia no conjuga el modo potencial.
He recordado la escena al hilo de la propuesta, tantas veces desechada por su familia, de remover el barranco de Víznar donde yacen sus huesos. No soy afecto a estas cosas. Mis mayores reposan lejos de mí. Consulto siempre un diccionario que mi madre encuadernó con recortes de un vestido de mi abuela. Fue su última labor.
Sigo usando el jabón de afeitar La Toja que empleaba mi padre. Veo las manos de mamá, sus agujas y sus hilos. Huelo el aroma que despedía el cajón de la mesilla de luz de papá. Me siguen acompañando como si estuvieran cerca.
Ian Gibson, cumplidísimo biógrafo del poeta, dice que el hallazgo contribuirá a contestar la pregunta de la historia: ¿dónde está Federico García Lorca? No sé si la historia formula preguntas. Más bien pienso que, definitivamente, no las contesta nunca.
Por si acaso, respondo por mi cuenta: Federico está en sus poemas, sus dramas, sus farsas, sus dibujos de infantil ensueño. No hace falta excavar tumbas para hallarlo, basta con leerlo. No hay tiempo, ni fusiles, ni odios cainitas que puedan con él.
Unos años atrás, algo similar le ocurrió a Diego de Velázquez. Por suerte. Rescatar las falanges de aquellas manos prodigiosas habría resultado macabro. Muy barroco, si se quiere, pero fúnebre y morboso. Velázquez está, aquí en Madrid, al alcance de cualquiera. Pruebe el lector —una vez más— a situarse delante de «Las Meninas». Al rato verá cómo se agita su pincel y, junto al armazón con su tela, sigue trabajando mientras nos clava su mirada inmortal.
Imagen superior: Federico García Lorca con la actriz Margarita Xirgu y Cipriano Rivas en la presentación de «Yerma» (1934).
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