El almanaque reunió, no sin razones, las fechas de nacimiento de dos músicos americanos en 1899. En Buenos Aires, Julio de Caro; en Washington, Edward Kennedy Ellington, para siempre rebautizado Duke.
Destinos similares los esperaban a lo largo de los audaces y locos años veinte: ser los jóvenes protagonistas de músicas entonces jóvenes, el tango y el jazz, salidos de los tiempos empíricos y penumbrosos de la marginalidad para llegar a los lugares convenidos como decentes.
Don Julio y el Duque vistieron sus músicas con el pudor cultural y las elegancias de timbres y armonías de quien debe revalidar sus títulos ante un público exigente. El porteño, dentro de los rígidos marcos de la orquesta típica y con un esquema rítmico tendente a la fijeza. El norteamericano, con la libertad de orquestación, la facilidad improvisadora y la rica variedad de ritmos del jazz.
Ambos se endomingaron bajo las luces de los cabarets y los clubes de la buena sociedad. Trajeados de esmoquin y brillantes de gomina, consiguieron interesar a buena parte de los grandes músicos del siglo, desde Stravinski a Hindemith, desde Milhaud a Ravel y Poulenc.
Música de torvos arrabaleros y de negros humillados, la suya tuvo algo de vindicación, a la vez que torció la mirada europea hacia los lejanos puertos de ultramar. A Don Julio le correspondió un país promisor y esquinado. Al Duque, el ombligo del mundo. Las posibilidades de producción y difusión fueron muy distintas, pero nada impidió que cada cual abriera el mayor espacio posible del que disponía.
Nacidos y crecidos en el mismo continente, situados en los dos extremos de su geografía, lanzaron al mundo unas voces americanas que la historia cubrió con sus ecos. Los seguimos percibiendo.
Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.