Una secreta afinidad parece reunir, en la palabra diván, al lenguaje y al cuerpo y, en consecuencia, recomendar que los divanes se utilicen para amueblar las consultas de los psicoanalistas. Pero la familiaridad viene de lejos en el tiempo y el espacio.
En el siglo XVI, por ejemplo, diván designa el día en que el Gran Turco concede audiencias. Por extensión, sirve para denominar el consejo del sultán y la sala donde se reúne. Voltaire llama diván al gobierno mismo de Turquía. En el siglo XVII, cualquier sala de recepción puede ser señalada, en Francia, con la palabra diván. Y, por fin, durante las dos siguientes centurias, el mueble típico de dichas salas. Los cafés, institución de origen oriental, lo adoptan y allí se convierte en el instrumento privilegiado de la conversación confidencial y relajada, así como de las tertulias literarias. Ya vamos cerrando el vínculo entre el cuerpo distendido y la literatura.
Si de Turquía pasamos a Persia, advertimos que diván proviene de dibir, que significa “escritor”, y es palabra que designa, en general, a cualquier conjunto de escritos. En particular, son divanes las colecciones de poemas. Pero también las oficinas donde se tramitan escrituras.
Hoy, en cualquier gran ciudad, diván es palabra que evoca a los seguidores de Freud: un mueble sin apoyabrazos, donde el analizando se tiende y deja surgir de su cuerpo el discurso del otro, mientras su oyente privilegiado escucha a sus espaldas. No es difícil advertir que la escena se parece mucho a la viñeta del escritor que se entrega a ese deleitable y difícil extrañamiento por la palabra que es la invención poética.
Esta reunión en el muelle diván remite a ciertas tradiciones con las que Paz dialoga a menudo. Señalo dos: el romanticismo y el surrealismo. Él es también, por admitir una de sus fórmulas, un hijo del limo, una criatura fangosa que sale del magma primario de la palabra mítica y original para ir hacia la luz, conformadora de contornos precisos y efímeros.
El romanticismo, entre tantos otras cosas, se plantea dar cuerpo a la razón, con toda su impura secuela, para sacarla de la atónita limpieza a que la sometió el racionalismo. La razón romántica se encarna en el cuerpo y en la historia, participa del mundo, esboza una mística de la naturaleza, es moción sensible de una infinita totalidad, tiene raza, sexo, lenguas particulares y babélicas. Propende a la música, cuerpo del signo y signo hecho cuerpo.
El surrealismo, al proponer la escritura automática, da la palabra al otro, eso que el psicoanálisis llama inconsciente, tal vez constituido como lenguaje. Más concretamente, como habla, acaso como dialecto. Tal vez sea lo contrario, que es lo mismo: el lenguaje verbal funciona por iluminaciones discontinuas y azarosas, como el inconsciente.
El surrealismo es, además, como todos sabemos, una estética del sueño. No de la ensoñación o la visión, del crepúsculo alucinante o la noche inspirada sino, concretamente, del imaginario que libera un cuerpo dormido, tal vez tendido en un blando diván. En el sueño, el cuerpo es el lugar de la escena y la escena misma. Su identidad como cuerpo personal desaparece. No nos vemos en nuestros sueños, salvo bajo identidades enmascaradas y enigmáticas, como si fuéramos actores de aquella escena o como si asistiéramos al nacimiento de un poema, de un ineluctable y misterioso poema que el cuerpo, por junto, recibe y produce, liberado de las ataduras censorias y del tiempo cotidiano.
Entre el romanticismo, el surrealismo y Octavio Paz hay un eslabón perdido, que quizá sea Freud. Nuestro escritor ha sido impregnado por ciertos aspectos del psicoanálisis al tiempo que ha hecho duros reparos a los psicoanalistas en tanto institucionalizan un supuesto modelo de salud mental que poco tiene que ver con ese paciente incurable que es, para Freud, la humanidad. Las consideraciones sobre la psicología social y la historia de los mexicanos que ha hecho Paz en un par de libros distanciados por treinta años –El laberinto de la soledad y Las trampas de la fe– trabajan con metáforas corporales o, más concretamente, sexuales.
En el capítulo del primero de aquéllos, “Los hijos de la Malinche”, se describe la historia de México partiendo de una violación. La madre primigenia del pueblo mexicano es una mujer violada, una chingada. Chingar es hacer el amor por medios violentos y dejar un resto despreciable: las heces, las sobras. Es un acto valioso para el sujeto activo y desdeñable para el pasivo. Ser chingón es admirativo como ser padre, usado como adjetivo que denota calidad y tamaño.
Violada y abandonada con las heces del chingador, la madre encabeza una familia de bastardos, de hijos que ignoran a su padre. Su Dios es una hipóstasis a partir de una ausencia. Se diviniza al que no está, al eludido, convertido en el Gran Aludido. El culto se dirige a Cristo, el hijo mártir, y a la Madre Dolorosa, deshonrada por el chingue y rodeada de mostrencos. La Virgen de Guadalupe se aparece a un mestizo, Juan Diego, en un antiguo santuario pagano de la diosa Tonanzin. La omnipotente y telúrica Guadalupe Tonanzin es capaz de restañar la herida de la violación recuperando su virginidad, como la Madre Tierra de las religiones agrarias. Es una Madre Invulnerable, una Doncella Perpetua. Compensa la violación de la Malinche y protege a un pueblo de hijos bastardos, mestizos rechazados por el chingador.
El padre, como corresponde, aparece escasamente en la reflexión paciana. En “Crítica de la pirámide” de Posdata –libro que, en cierta medida, se sitúa entre los dos antes mencionados– se describe la reiterada escena que define la historia de México como el sacrificio del joven elegido en la plataforma de una pirámide ritual, alegoría axial del universo. El sacerdote es el padre que sacraliza al hijo al matarlo. Detalle más o menos, es el Dios Padre que sacrifica al Dios Hijo en el mito de la Trinidad cristiana. El desorden propiciado por el Mal en el mundo es equilibrado por el martirio del Mesías. Se logra así la síncresis mestiza entre las religiones del violador y la violada.
Ante la falta paterna, el hijo se mira en el espejo de la madre, que se mira, a su vez, en el espejo de la Guadalupe Tonanzin. El modelo psicológico del mexicano es un ser corporalmente masculino y anímicamente femenino. En “Máscaras mexicanas” de El laberinto de la soledad hallamos esta bivalencia sexual cuerpo/alma que, en otros escritos pacianos, se amplía a la relación entre el cuerpo y el no cuerpo y la consideración del cuerpo cósmico.
Varón con alma de mujer, el mexicano se encierra, se preserva, plantado en su laberíntica soledad con la actitud defensiva de una doncella que se defiende de virtuales violaciones. Teme ser herido, es recatado en el mirar, se repliega en la intimidad. Su lenguaje está plagado de reticencias, circunloquios y alusiones, conformando una retórica del disimulo. Impasible y lejano, está como amurallado en su aislamiento o, cual púdica mujer, velado.
El ideal de la virilidad mexicana es no ser rajado y rajar a los demás. No dejarse penetrar, valiéndose de un símbolo sexual. Como rajada por naturaleza, la mujer es inferior al hombre, porque, a su vez, no puede rajar a nadie. Aun virgen la identifica su raja. Por el contrario, el varón se caracteriza por su virginidad, por no ser chingado. Un atributo paradójicamente femenino, el tesoro de la honra intacta.
Observando algunas características de la homosexualidad masculina mexicana, Paz señala que no es deshonrosa para el agente sino para el pasivo, el joto. De nuevo: es bueno rajar y malo, ser rajado. En el juego de los albures –un equivalente de la payada sudamericana– los contrincantes improvisan frases ingeniosas cargadas de alusiones homosexuales. Simbólicamente, se trata de penetrar al otro por medio del ingenio, de hacerle tragar la palabra del otro.
Hermético, este mexicano vive el entorno como peligroso, amenazante. A la supuesta hostilidad del medio, responde con una oblicua forma de la hostilidad: prescindir de la benevolencia. Ni ser benevolente ni acudir al otro como benevolente. Por eso, huye de la confidencia, por el temor a ser traicionado en la confesión, en el acto de confianza.
El mexicano siente el desprecio como puede sentirlo una mujer desdeñada, como una deshonra. La falta de imagen paterna ha cegado el espejo de Narciso, la fuente de su identidad originaria. La madre asume las cualidades paternas y el hijo es una suerte de amazona, de virgen guerrera. Ciertos cronistas de Indias, como fray Gaspar de Carvajal y Alvar Núñez, ven amazonas por todas partes, viragos vestidas de hombre u hombres vestidos de mujer, buenos varones mexicanos que son, por nueva paradoja, estoicas, pacientes y resignadas.
El disimulo lleva a la exageración de lo formal. Paz ha subrayado este carácter formalista y exterior, este ordenamiento en fórmulas, propio de la cultura mexicana. Envolverse en complejas vestiduras, aderezos, maquillajes, ritos, liturgias y cortesías. Geometrismo en la decoración, formalismo en la poesía, opulencia barroca y pobreza romántica. Su precoz emblema es el comediógrafo Juan Ruiz de Alarcón quien, en el siglo XVII, opone las virtudes domésticas al heroísmo de Lope y la teología de Calderón.
La vida corporal del mexicano es intensa pero pudorosa y recatada. Domina en ella un solapado mimetismo, una tendencia a no ser nadie, a no existir. Se trata de otro tópico femenino: la mujer como Doña Nadie, la Ninguneada, que no es individuo sino género. Tiene, por ello, el poder de ningunear, el manejo de las carencias propias y ajenas, en una sociedad donde el ninguneo hace que cada cual omita al otro y sea omitido por el otro.
La mujer mexicana, en relación con el tópico masculino descrito, es hierática y pasiva. Es como si estuviera a la espera, sin desear, en actitud de divino desdén. Muchos lectores de Paz hemos evocado en ella a María Félix, nombre de la Virgen y apellido viril que adjetiva la felicidad. Es la María Feliz, la dichosa madre de la edad dorada, anterior a la funesta aparición del padre. Mujer que, como madre, no desea sino que atrae al ser deseada, sol secreto, invulnerable ídolo femenino que se transforma en mala mujer cuando se convierte en sujeto sexual activo, mostrando su virilidad simbólica.
Si se organiza este complejo de gesticulación, mentira, autoengaño, mitomanía e identidad supuesta, se pueden conseguir resultados productivos. La mujer, engañosa y fecunda, es la clave de la fertilidad. Es la amada mendaz de la canción popular, que genera en el varón el mal de amores, pues el amor es abandono y apertura, cosa de hembras. El “buen” amor mexicano, por el contrario, es lucha y conquista, repetición de la escena fundacional entre Cortés y la Malinche. Dice Paz: “El mexicano excede en el disimulo de sus pasiones y de sí mismo. Temeroso de la mirada ajena, se contrae, se reduce, se vuelve sombra y fantasma, eco. No camina, se desliza; no propone, insinúa; no replica, rezonga; no se queja, sonríe; hasta cuando canta, lo hace entre dientes y a media voz, disimulando su cantar.”
A la vuelta de los años, Las trampas de la fe complementa y dialoga con los textos anteriores. Sor Juana también apela al travestismo y la disimulación. En el terreno neutral del monacato, ella es un fantasma varonil que logra ser vista por los demás como una mujer. Igualmente es virgen y es viril, sólo que su componente fálico no es belicoso, sino literario.
La masculinidad de Sor Juana es, en efecto, más psicológica y social que biológica. Para acceder al saber en una sociedad de hombres y para hombres, la mujer ha de masculinizarse. Pero su virilidad es fantasmal pues pertenece a un padre ausente: extinto o desaparecido. Su espectro deviene marido muerto: Sor Juana es su viuda. A su vez, la diosas Isis es su arquetipo de madre universal de los gérmenes e inventora de la escritura, señora de los signos perdurables.
Vemos, reiterado, el esquema de El laberinto…: el padre ausente, la madre que resulta esposa de un fantasma y que se mira en el espejo de una diosa telúrica y, al mismo tiempo, semiótica. En el caso peculiar de Sor Juana, el padre (la ley) es fantasmal y el padrastro (la intrusión, lo ilegítimo) es corpóreo. Este conflicto entre un padre legítimo pero inaccesible y la intrusión violadora de un padrastro, se resuelve en la figura del abuelo, dueño de una copiosa biblioteca. La escritura es uno de los poderes masculinos, pero despojado de su molesto componente corporal. “Los libros, también de signo masculino, no envejecen: son tiempo congelado, sexualidad purificada de los accidentes del acontecer, el engendrar y el morir. Los libros son la respuesta a la fecundidad carnal de la madre y a la sexualidad agresiva de los hombres.”
Sor Juana busca en los libros el lugar del reconocimiento. La mirada del padre ausente la acecha entre las líneas de la escritura. Busca, en consecuencia, el sitio original. A su vez, como lo corporal, la escritura –sobremanera, en el barroco– es simulación y reflejo, espejo y no cuerpo. Así como el hábito monjil oculta el cuerpo y desdibuja su identidad sexual, la escritura tiende un velo sobre los fantasmas sexuales. El erotismo de los poemas y comedias de Sor Juana será arquetípico, nunca confesional. El amor sáfico entre personas de elevado rango social, declarado en versos cultos, también es arquetípico y no se toma como confesión lesbiana, como los poemas de Sor Juana a la condesa de Paredes.
Cuerpo y escritura, sobre todo escritura religiosa, comparten sus espacios en el barroco y es ésta otra encrucijada para Sor Juana. Los amantes del barroco se mortifican hasta el ascetismo, en el gozo de la privación, mientras los ascetas deliran como amantes, en el simétrico gozo, el de la ausencia. Dios es una suerte de amado infinito y ausente.
En este libro Paz señala que el México moderno se funda en el barroco. Así como en El laberinto… se describe la fundación simbólica de México por la conquista simbolizada en la concepción violenta de un pueblo mestizo y bastardo, el México histórico de Sor Juana es su respuesta diferida: al varón con alma de mujer le contesta la mujer con alma de varón.
En otros textos pacianos vuelve a aparecer la correspondencia significante entre cuerpo y escritura. Por ejemplo: el capítulo “La metáfora” en Conjunciones y disyunciones dedicado al paralelismo entre la cara y el culo, a partir del dibujo de José Guadalupe Posada: un niño que tiene un segundo rostro en el trasero.
La cara representa el principio de realidad. Por eso está en la parte más elevada del cuerpo, conteniendo los centros superiores de control y dotada de palabra y de visión. En tanto, el culo representa el principio del placer. Son, respectivamente, la expresión y la explosión. El culo es, en general y en nuestras culturas, algo ridículo, ridi–culo, porque, al reírnos de él, nos reímos del cuerpo. Nuestras culturas privilegian el alma, el no cuerpo, y asocian lo anal a lo despreciable. Los ejemplos huelgan. Si se altera la relación entre lo de arriba y lo de abajo, tenemos una anomalía, que alguien tiene “cara de culo” o que “va de culo”: mal humor, mala hostia, mala suerte.
Paz, invocando a Quevedo y a Norman Brown, en su espléndido Eros y Tánatos, rescata el valor mítico del culo. Es el cíclope quevediano, que cuenta con un solo ojo, agudo y felino, capaz de ver en la tiniebla. Es el emblema de la edad de oro, cuando regía, soberano omnipotente, el principio del placer. Por ello se suelen asociar excremento, oro y acumulación capitalista, con la analidad retentiva, así como el despilfarro de las aristocracias, con la analidad explosiva. Nuestra cultura –platonismo cristianizado, por decirlo rápidamente– tiende a separar ambos extremos, a distinguir netamente lo superior de lo inferior, hacer que la vista y el lenguaje ignoren al culo, cercano a los genitales, zona de espasmos y convulsiones que permanece fuera de nuestra visión.
La Edad Media condena el oro y el excremento. Lutero asocia lo anal con lo demoníaco. Su Demonio es pedorro, huele a anhidrido sulfuroso. Oro y heces se ocultan en los tesoros de los Bancos y en los gabinetes higiénicos. A comienzos de la modernidad, la noción de vida privada se consolida a partir de la incorporación a las viviendas de un privatus, antepasado de nuestro cuarto de servicio. El oro amonedado se convierte en abstracción cuantitativa y las heces se dispersan en las cloacas. Se niega su realidad inmediata y corporal y se los traduce al léxico de la muerte. Aquí, la relación cuerpo–escritura es negativa.
La conquista de América, obra maestra del capitalismo mercantil, es vista por Paz, en esta perspectiva, como una metáfora corporal y, más precisamente, sexual. Es la quiebra de la Edad de Oro, que se supone vigente en las Indias a la llegada de los españoles y portugueses y, a la vez, una violación anal, en busca del oro escondido, el metal precioso oculto en el cuerpo de la diosa telúrica y materna.
América será, para españoles y portugueses, católicos de la Contrarreforma, el tercer mundo en el cual se sintetice el cuerpo indígena con el alma europea, dando origen al mestizaje. En cambio, los conquistadores anglosajones, fuertemente puritanos, se mantendrán siempre alejados del contacto promiscuo con el nativo. El abismo entre el alma y el cuerpo es insalvable y el indio ha de aislarse en la reserva o, finalmente, ser exterminado.
Como se ve, la consideración del cuerpo en Paz no es del orden de lo fisiológico sino de lo imaginario, es decir de aquella facultad mental que nos permite pensar lo que nos falta. Así se advierte, con mayor claridad teórica, en El arco y la lira, donde se apela a las categorías taoístas del Yin y el Yang. El Tao, camino cósmico, es la alternancia de esos dos emblemas: el Yin (invierno, mujer, casa, sombra, cerrazón, maduración en la oscuridad, simbolizado por la puerta y la serpiente) y el Yang (luz, trabajo agrícola, caza, pesca, apertura, aire libre, simbolizado por el dragón). El ritmo del mundo pendulea del uno al otro, dejando, en medio, el espacio movedizo, inalcanzable, utópico, que es la imagen de la totalidad. El Yin y el Yang son significativos. El movimiento que lleva del uno al otro no es signo sino ser. Se lee en Claude Lévi–Strauss o El nuevo festín de Esopo: “Los signos eróticos destruyen la significación – la queman y la transfiguran: el sentido regresa al ser. Y, del mismo modo, el abrazo carnal, al realizar la comunicación, la anula. Como en la poesía y en la música, los signos ya no significan: son. El erotismo trasciende la comunicación.”
En el cuerpo, en su ejercicio erótico, en la experiencia mística y en la escritura poética hallamos, por fin, un elemento común: el descubrimiento del ser, algo ajeno a las peculiaridades, al proceso de la historia y al tiempo sucesivo. En todos es imprescindible la desnudez, saber cuál es el último velo y alzarlo para ver, en visión decisiva, lo que hay detrás. El ser es lo más hondo de nuestra identidad y es, al mismo tiempo, la más profunda extrañeza. Como el amor. Lo dice Paz en El arco y la lira: “El amor nos suspende, nos arranca de nosotros mismos y nos arroja a lo extraño por excelencia: otro cuerpo, otros ojos, otro ser. Y sólo en ese cuerpo que no es el nuestro y en esa vida irremediablemente ajena, podemos ser nosotros mismos. Ya no hay otro, ya no hay dos. El instante de la enajenación más completa es el de la plena reconquista de nuestro ser. También aquí todo se hace presente y vemos el otro lado, el oscuro y escondido, de la existencia. De nuevo, el ser abre sus entrañas.”
Sexualmente, el lugar donde se funden las categorías de sujeto y objeto, es el orgasmo. De ahí su sentido metafísico y ontológico. La unión orgásmica es, metafísicamente, la totalidad y, ontológicamente, la apertura al ser. La retención del semen produce la disolución del sujeto en la vacuidad, es decir que da lugar a la aparición del objeto. La eyaculación o, por mejor decir, la dación o abandono del semen, provee a la unión del objeto con el ser. El mundo se constituye en sujeto y éste renace de su propia desaparición. El sujeto es, ahora, mundo. Vemos, entonces, que todo cuerpo es productor de signos, como la escritura poética, y que ésta se consolida en cuerpo de palabras, en corpus. Esto es así no sólo porque toda escritura es corporal sino porque todo cuerpo es, al tiempo, un más allá del cuerpo. O, por mejor decirlo con estas líneas de El mono gramático: “Todo cuerpo es un lenguaje que, en el momento de su plenitud, se desvanece; todo lenguaje , al alcanzar el estado de incandescencia, se revela como un cuerpo inteligible. La palabra es una desencarnación del mundo en busca de su sentido; y una encarnación: abolición del sentido, regreso al cuerpo. La poesía es corporal: reverso de los nombres.”
Por sintetizar: el cuerpo y la escritura tienen en común el ser, paralelamente, evidentes e intocables, porque postulan siempre un más allá movedizo, acaso el país donde el deseo se encuentra con su objeto, es decir la utopía del cuerpo satisfecho y de la escritura plenamente significada.
En Occidente, sobre todo por la hegemonía de un pensamiento protestante ligado a la productividad material y espiritual, el cuerpo se relaciona con un más allá sublime, donde van a dar los deseos no satisfechos, atraídos por unos objetos socialmente valiosos. En cambio, en Oriente – la otra mitad de nuestro diván – el tantrismo nos propone el cuerpo como un escenario cósmico donde están su más allá y su más acá. En el acto sexual se fusionan los contrarios en un rito corporal que asume el universo como plenitud o como vacío, y el sujeto es una partícula insujeta del todo.
La orgía tántrica es un rito gastronómico, un banquete cuya mesa es el cuerpo de una muchacha desnuda. Paz recordará que los surrealistas imitaron el procedimiento en algún momento de sus búsquedas. Se mezclan allí los sexos, las castas, las sustancias permitidas con las prohibidas, en una misma ceremonia de alimentación y copulación. Comer y amar son actos cósmicos, ajenos al sujeto y a la historia. En él todo hombre es, aunque fugazmente, toda la humanidad y ésta, una parte del universo.
La iluminación mística y el acto poético participan de este orden de fenómenos cosmológicos que convierten al individuo en mundo y, en consecuencia, originan un mundo. Por ello, precisamente, son cosmológicos. Sexualmente, el varón recobra su femineidad y la mujer, su virilidad, como ocurre en los cuerpos de los dioses de la India y también en ciertas ceremonias matrimoniales arcaicas relacionadas con ritos agrarios. No hay ya amor sagrado y profano, pues todo erotismo es sacramental. Vale recordar también el Cantar de los cantares traducido por fray Luis y a San Juan de la Cruz.
Esta coincidencia de opuestos desarrolla y universaliza, pues, las intuiciones de Paz acerca de la identidad sexual del prototipo mexicano y dialoga con fuentes culturales lejanas. Una ya la hemos referido: el budismo tántrico. Pero también la erótica china tradicional, cuyo ideal de sujeto cósmico es, justamente, la unión sexual. No somos sujetos sino en ella, durante la cual cada uno adquiere la sustancia del otro, por medio de un fenómeno alquímico que es una androginización simbólica. No ya dos en uno como en la noche romántica, sino lo uno en dos, lo mismo en ambos.
La sexualidad, entonces, excede el juego fisiológico cuyos extremos son la urgencia y la satisfacción. La sexualidad es el lugar donde el cuerpo se explicita como signo. Es la formulación de un símbolo. Por eso, no hay erotismo si no existe un más allá del cuerpo, un no cuerpo. De igual manera, no hay religión sin cuerpo. Es esta zona se intersectan religión y erotismo. Es indiferente partir de la una o del otro.
Atento a estas consideraciones, Paz se ha manifestado contrario a todo reclamo de derechos sexuales o, por mejor decir, de estatuir el sexo dentro de un código de derechos. Es como regular el erotismo por medio del matrimonio y la procreación.
La libertad sexual no puede reclamarse a partir de un sujeto de derechos porque entonces queda destinado a una nueva sujetación, cuando el erotismo es, como la religión y la poesía, tema de una desujetación. El sexo ha de reclamarse en nombre de una entidad ideal, una utopía religiosa de plenitud corporal cósmica: el hombre, el ser humano. En Oriente, el tantrismo y, en Occidente, el amor cortés y el romanticismo, son ejemplos de esta productividad imaginaria que se instala donde confinan el arte, la religión y el erotismo sexual. La felicidad, como el bello poema, la iluminación y el orgasmo, no son sociales, no se tiene derecho ni obligación respecto a ellos. Precisamente, allí donde no hay derechos ni deberes aparece la fantasía que funda la libertad. Allí, en un manojo de poemas que es un altar que es un lecho. Un diván.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo forma parte de la obra Lecturas americanas. Segunda serie (1990-2004), publicada íntegramente en Cualia. La primera serie de estas lecturas abarca desde el año 1974 hasta 1989 y fue publicada originalmente por Ediciones Cultura Hispánica (Madrid, 1990). Reservados todos los derechos.