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‘De qué hablamos cuando no hablamos de nada’ de Julio Ocampo

‘Esto no es un libro -escribe Julio Ocampo-, y por lo tanto no tiene un principio ni un final. Todos los personajes están muertos. La mayoría nació ya personaje… Por lo tanto, lo único que pidieron desde bien pequeñitos fue vivir. Vivir por encima de todo, incluso de la conciencia’.

En Cualia reproducimos un fragmento de De qué hablamos cuando no hablamos de nada (La Marca Negra Ediciones), de Julio Ocampo.

Epitafio

Era mejor llamarlo así que epílogo. En vano quedaron esos intentos estériles -cual furtivo a la desesperada- en los que el autor buscaba retazos de amor a través de los múltiples protagonistas que conforman esta colmena decadente, escurridiza y menguante, llena de pliegues menudos y toscos. Hizo dos más antes de marcharse, aunque el gatillazo fue de órdago. En uno, un individuo está en casa mientras llega su mujer y le dice que se marcha con otro. Bien, entonces entra en pánico y, sin saber muy bien qué hacer, le pregunta si puede acariciar su tripa una vez más. Cuando las cosas iban bien, solía hacerlo a la altura del ombligo. Andrés, que se llamaba así, estaba muy afectado por lo sucedido, pero desconocía que su principal malestar era porque creía merecérselo: por tonto, por niñato, por ingenuo. Acariciándola, trató de entender que no podía mutilar esa interpretación suya. De lo contrario, esta habría crecido sin parar. Podía haber actuado de mil maneras, pero decidió acariciarla mientras ambos se miraban y esbozaban un conato de sonrisa. No pretendía perdonarla, ni siquiera tramaba un chantaje moral para retenerla. No era un desaprensivo. No. Él quería evitar flagelarse aún más por haberse flagelado por vez primera. Quería perdonarse él. Punto.

Exacto, Andrés estaba -a través de su tripa- mimándose por haber adulterado salvaje y cruelmente el último revés recibido. Consiguió esquivar, sacudir el juicio de su propia interpretación, pero cuando supo también que se adentraba en un sendero neutro y equidistante de cualquier polaridad, le clavó un cuchillo en la tripa que ya había comenzado a besar por miedo a quedarse solo. Entonces, ante la crueldad de semejante acto, dudó entre quitarse la vida con torturas y demás rollos o sacar pecho como un rufián altanero, un narcisista machista… Y salir a la calle a gritar, cual militante, «no al racismo». Cuando entendió que ambas le podían hacer más daño que el propio crimen, se hizo un paquete de palomitas en el microondas y se sentó en el sofá a observar por la ventana una corneja mientras oteaba con piedad y compasión su pánico a la soledad. Le pareció la escena más bonita del mundo. ¿O las escenas eran dos? ¿La corneja y él con miedo a estar solo?

Entonces sí, se quitó la vida cuando terminó las palomitas y ya se sentía prácticamente inhabilitado -por abatimiento- para sostener una duda pluscuamperfecta: en una traición, el mayor desgaste es querer entender los motivos exactos del hipotético perdón, en caso de que haya voluntad de hacerlo. Voluntad siempre condicionada por la moral o los convencionalismos progresistas y/o conformistas. Lógicamente también por el amor, que también puede ser usado como coartada para no hacerlo.

También es cansado comprender por qué no se traiciona o no se absuelve… Incluso la no traición. Lo explica mejor que nadie el escritor Italo Svevo, quien no conseguía dejar de fumar solo porque lo estaba intentando. Proponía una técnica ardua y eficaz: entrenar la mente hasta hacerte creer que no estás tratando de dejarlo. Se puede conseguir la gesta- el autoengaño, aunque no dura más de dos segundos. Luego, enseguida, uno sabe que en realidad sí quiere dejar de fumar. Toma conciencia de ello, y se pone triste. Explicar semejante tirabuzón te hace estar despierto, pero no ayuda a salir de la jaula. Por eso Andrés se quitó la vida. Para salir de ella, del personaje… Al menos unos segundos. Concretamente hasta que comprendió que su cometido de vida era ese. Ese y poner en tela de juicio que fuera un revés, y no una bendición, lo que le sucedió. Total, ya sabía que ambas le hacían el mismo daño, y meterse en los grises suponía darles la espalda. En sus intentos huidizos no había salida. Estaba claro.

Italo Svevo -a través de su alter ego, Zeno-, y Andrés, hablaban de aniquilar sibilinamente el propósito por dos motivos: si su consecución solo portaba alivio y liberación momentánea, cuando implosionaba venía la condena. Exacto, eso era. Por eso jamás es conveniente implementar los epílogos para alargar la agonía.

Tampoco crear doctrina justo de lo contrario. Quizás, el primer retazo de amor puro fueron los dos primeros segundos en que Andrés acariciaba la tripa de Ana, cuando ni siquiera se cuestionó la razón por la que lo hacía. ¿Y el segundo y último? Justo después de clavarle el cuchillo, cuando aún no tenía ni dudas sobre qué hacer.

Autor: Julio Ocampo. Título: De qué hablamos cuando no hablamos de nada. Editorial: La Marca Negra Ediciones.

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