Hasta mediados de los años veinte la literatura popular carecía de las fronteras entre géneros que hoy tan naturales nos parecen. Los límites conceptuales eran difusos y porosos y las librerías no dedicaban espacios bien delimitados para la ciencia-ficción, la fantasía o el terror . Tampoco los autores se sentían constreñidos a un tipo particular de literatura, pasando de un género a otro con total naturalidad. Eclecticismo que también era la norma en las revistas populares en las que encontraban acomodo la mayoría de aquellas historias.
Hasta 1926 no aparecería Amazing Stories, la revista pulp dedicada exclusivamente al género de ciencia-ficción y que comenzaría a separar a éste del resto contribuyendo a crear entre autores y lectores el sentimiento de participar en algo claramente diferenciado. Por el momento, los escritores no tenían inconveniente en mezclar todo tipo de elementos en sus relatos, a veces de forma aleatoria o inconexa. El libro que ahora comentamos es un buen ejemplo de esa ausencia de reglas temáticas e hibridación de géneros.
Henry Rider Haggard (1856–1925) había hecho fama y fortuna gracias a las aventuras del explorador Allan Quatermain, cuya primera entrega, Las Minas del Rey Salomón (1885), le aseguró un lugar en la galería de clásicos inmortales. Aunque las mejores novelas de Haggard fueron escritas en el siglo XIX y se movieron en los parámetros de las aventuras en parajes exóticos, la entrada del nuevo siglo hizo que él, como muchos otros autores, comenzara a mezclar las líneas generales de aquel género con otras típicas de la fantasía, la ciencia-ficción o el terror. Así, el escritor, que ya contaba con 63 años, decidió probar suerte con dicha fórmula en la que sería su cuadragesimooctava novela (llegaría a escribir cincuenta y ocho en su vida, una producción que no era inusual en los tiempos de la serialización de historias en publicaciones periódicas).
Fue en 1916, en plena Guerra Mundial, cuando Haggard empezó a darle vueltas a la novela, cuyo título original iba a ser The Glittering Lady (La mujer centelleante). Cuando fue por fin publicada tres años después lo hizo ya con otro título, When The World Shook (Being an Account of the Great Adventure of Bastin, Bickley, and Arbuthnot). Como suele ser habitual en las novelas de aventuras, ésta comienza presentando a los personajes, tres ingleses de pura cepa (como en tantas novelas de este tipo, desde la propia Las Minas del Rey Salomón hasta Cinco semanas en globo de Verne): el narrador y terrateniente Humphrey Arbuthnot, el sacerdote Bastin y el cirujano Bickley.
Tras la muerte de las esposas de dos de ellos, el grupo decide embarcarse en un largo crucero hacia las islas de los Mares del Sur. Un tremendo ciclón los convierte en náufragos en una apartada isla poblada por caníbales adoradores de una extraña deidad. Los acontecimientos se suceden y en el interior del volcán que ocupa el centro de la isla los protagonistas descubren a dos humanos en animación suspendida, Oro e Yva, padre e hija que han dormido durante 250.000 años.
Buena parte del resto del libro se centra en explicarnos el origen de estos seres y sus intenciones. Ambos son los únicos supervivientes de una antiquísima civilización que dominó el mundo, una especie de aristocracia de seres de gran poder que ejercía su tiranía sobre el resto de los humanos. Cuando éstos se rebelaron contra ellos, Oro utilizó su dominio sobre las fuerzas naturales para arrasar el planeta, cambiar el clima y transformar los continentes. Por desgracia, tras examinar el estado del siglo XX mediante una serie de viajes astrales, Oro decide que el mundo necesita otra limpieza….
En este libro, claramente inscrito dentro del estilo pulp propio de la época, Haggard recuperaba varios de los temas que ya había visitado en novelas anteriores: las civilizaciones perdidas, los escenarios exóticos, las tribus primitivas, la reencarnación, el amor que sobrevive a la muerte, un toque de terror sobrenatural y otro de fantasía…, si bien introduce un giro novedoso dentro de su bibliografía.
Ciertamente, Edward Bulwer Lytton ya había desarrollado el tema de la antigua civilización de superhumanos en posesión de avanzada tecnología y que viven escondidos mientras esperan el momento de aniquilar a la Humanidad en La raza venidera (1871). Haggard, sin embargo, había recurrido con frecuencia en su obra a la magia (como en los diferentes libros que componen la serie Ella) pero aquí se sirve decididamente por la ciencia: el radio, los aviones, los gases asfixiantes, los bombardeos sobre civiles, los submarinos, las ametralladoras… eran invenciones recientes; e incluso los grandes poderes mentales que despliegan los superhumanos (telepatía, viajes astrales, teleportación, telequinesis) se explican en base a directrices más científicas que místicas (en puridad, deberíamos decir pseudocientíficas). El hecho de que, a ojos de los ingleses, los prodigios de los que son capaces Oro e Yva parezcan fruto de la magia se debe sencillamente al enorme salto científico que media entre ambas razas.
Los personajes principales son planos y tópicos y apenas sufren evolución alguna a lo largo de su peripecia, limitándose a servir de meros instrumentos para impulsar la historia hacia delante. Arbuthnot, es un avatar del propio Haggard: abogado, escritor de éxito, viajero, con cierta inquietud espiritual e interesado por las antiguas civilizaciones y lo paranormal. Sin embargo, a pesar de ejercer el papel de narrador, revela bien poco de su vida interior y de los dilemas que lo atormentan; no es más que un aburrido millonario embarcado en una búsqueda espiritual del que se podía haber sacado mucho mejor partido y que, en el mejor de los casos, puede ser calificado como soso.
Por otra parte, sus dos compañeros de aventuras representan arquetipos, divertidos pero algo repetitivos, de dos maneras opuestas de ver e interpretar el mundo. El recurso del choque de personalidades, del que abundan ejemplos en la literatura universal, fue ampliamente utilizado en el marco del género de aventuras por autores como Julio Verne.
Haggard utiliza el mismo recurso, a menudo con intención satírica y humorística, contraponiendo la visión espiritual, estrecha de miras y de una fe a toda prueba de Bastin con el materialismo acérrimo y cabezón de Bickley. Ambos puntos de vista, según el momento y la situación, pueden ser igualmente acertados o erróneos: la tozudez misionera del sacerdote, por ejemplo, coloca a todo el grupo en una situación de vida o muerte entre los indígenas; pero cuando los protagonistas encuentran a los dos superseres provenientes del lejano pasado de la Tierra, el científico Bickley encuentra más dificultades en asumir como reales los prodigios que presencia, ajenos a la ciencia tal y como él la concibe, que el religioso Bastin, para quien los hechos sobrenaturales e inexplicables son de uso común en la Biblia.
Por otra parte, los superhombres del pasado tienen algo más de interés aunque también quedan desaprovechados. Oro, el anciano, es un individuo soberbio, cruel y dominante, pero al mismo tiempo temeroso de la soledad en vida y angustiado ante la incógnita de la inevitable muerte. Durante un tiempo se nos da a entender que busca la redención de sus pasados actos de destrucción, pero tal evolución psicológica no llega a concretarse. Su hija es uno de esos personajes femeninos sublimados a partir de las fantasías masculinas: una mujer bella y bondadosa, fiel, leal y dulce, una mezcla de esposa perfecta y madre afectuosa. La historia de amor eterno que la conecta con Arbuthnot es insulsa, postiza, cursi, inverosímil e innecesaria.
Puesto que Haggard nunca fue un gran creador de personajes y su punto fuerte fue la aventura narrada en un estilo simple y directo, uno podría esperar que en Cuando el mundo se estremeció tendríamos una historia trepidante y vigorosa. Pero no es así. La narración comienza de forma tranquila y pausada, cobrando impulso con el comienzo de la navegación, el naufragio y la vida de los tres protagonistas entre los indígenas. Pero, curiosamente, cuando se produce el descubrimiento de Oro e Yva y el lector se prepara para el auténtico estallido de acción y acontecimientos maravillosos y espectaculares, el ritmo se desploma. Se suceden largas peroratas, esperas, diálogos, explicaciones, ensoñaciones y discusiones… es como si el cansancio del propio autor se hubiera traspasado a su obra, decidiendo prescindir de héroes aventureros y dinámicos. Sólo al final nos ofrece un clímax dramático que, sin carecer de cierta fuerza visual, no consigue despertar el sentido de la maravilla del lector en grado similar a otras obras contemporáneas.
Hasta el momento no he sido demasiado benevolente con esta novela. Por lo que he comentado, bien podríamos estar ante alguna de las obras de Abraham Merritt que en su momento comentamos en este espacio: un envoltorio de aventura con una pizca de misticismo y unas cucharadas de ciencia-ficción. Nada particularmente original. Pero Haggard aporta algo más, un mensaje subyacente, amargo y crítico, que no resulta del todo evidente hasta mitad del libro.
Haggard había nacido en la Inglaterra victoriana y en el curso de su vida no solo había sido testigo de avances sociales, grandes logros culturales y descubrimientos científicos y tecnológicos que cambiaron el mundo, sino de guerras, injusticias y corrupción. La Primera Guerra Mundial le afectó profundamente. Como otros autores que vivieron aquella desgracia, se vio impelido a incluir una carga política en su obra. No se trataba de realizar propaganda ideológica, sino de exponer los errores y defectos humanos que habían llevado al conflicto, haciéndonoslos ver a través de la mirada de alguien ajeno a nuestra civilización y cultura.
Así, cuando llegan los ingleses a la isla, se comportan de acuerdo a la mejor tradición colonialista: su superior conocimiento de las ciencias, su sorprendente aspecto y la utilización de aparatos incomprensibles para los nativos, hacen que éstos los vean como seres casi divinos. No tarda el sacerdote en emponzoñar la situación en su empeño de obligar a los aborígenes a abandonar sus creencias ancestrales en favor del Dios cristiano. Pero, al poco, los propios ingleses se encuentran en el campo opuesto: enfrentados a unos seres superiores, provenientes de una civilización infinitamente más avanzada y con un dominio de la mente y el mundo físico que se antoja divino. Y, como el hombre blanco frente a pueblos más atrasados tecnológicamente, estos seres se creen dioses aunque no lo sean: pretenden ser servidos a cualquier precio e imponer su modo de vida. Si les resulta imposible o se ven enfrentados a una revuelta, no dudan en sacrificar a todos los insurrectos, aunque la masacre se cuente por millones.
La corrosiva sátira no termina aquí. Por si acaso no había quedado suficientemente clara al lector, Arbuthnot acompaña a Oro en una serie de viajes astrales cuyo fin es que el anciano se haga una idea del estado del mundo y la civilización. Visitan Inglaterra, donde el británico no puede sino avergonzarse ante las desigualdades sociales, la estupidez de los políticos, la degradación de las costumbres y la indiferencia religiosa; luego se trasladan al frente bélico, donde contemplan los horrores de la guerra y las atrocidades perpetradas por alemanes contra civiles y turcos contra armenios (sin faltarle del todo la razón, Haggard no pudo desprenderse completamente del sesgo racista y de la influencia de la reciente propaganda bélica). Oro sólo mostró una condescendiente admiración por la India (alabando el gobierno colonial británico) y China (cuyos habitantes, afirmaba, habían poseído siempre capacidad ilimitada y que, con un gobierno apropiado y con instrucción, estos chinos serían provechosos en un mundo regenerado).
Estamos, pues, ante una historia de evasión netamente pulp que aunque intenta incorporar el tipo de reflexiones sociales que, gracias a H.G. Wells, dieron inicio a la ciencia-ficción moderna, no se desprende del todo de un tufillo algo anticuado que habría achacar no sólo a la prosa y el estilo propios del siglo XIX, sino a su trama mayormente previsible, unos personajes toscos y una filosofía de cándida ingenuidad. Me atrevería a recomendarla no sólo a los aficionados a Haggard (aunque no es de sus mejores novelas, sí es una de las más peculiares de su bibliografía) sino a aquellos amantes de la fantasía y la ciencia-ficción primitivas que deseen encontrar ciertas reflexiones interesantes, críticas y poco corrientes en el ámbito del pulp de esta época sobre la naturaleza de la especie humana, reflejo del trágico conflicto que a aquella generación le tocó vivir.
Copyright del texto © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus artículos aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.