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Crítica: «Un lugar tranquilo» (John Krasinski, 2018)

En el mejor cine de terror, la presa eres tú. Eso no no olvides. Como sucedía en aquellos cuentos que el viejo de la tribu contaba a la luz de la hoguera, las buenas películas del género apelan a dos temores arcaicos: el que sentimos por los misterios del más allá y el que nos inspiran esos depredadores que, en otro tiempo, devoraban a nuestros antepasados prehistóricos.

Bestias formidables ‒como hoy lo son el tigre o el tiburón blanco‒ que acechaban al ser humano, y seguían su rastro hasta cobrarse una o más víctimas. Viendo Un lugar tranquilo he sentido ese temor primitivo: el del superdepredador que olfatea o escucha en la oscuridad, detectando cualquier mínimo error de su presa.

En todo caso, John Krasinski no ha rodado una película de calibre grueso, fácilmente efectista. Al contrario. Buena parte de los hechos más terribles suceden aquí fuera de plano, sin necesidad de hemoglobina. Con la lucidez y serenidad de los buenos realizadores, Krasinski se centra en la tensión, y la acumula sobre unos personajes que nos importan mucho, porque son buenas personas y destilan sinceridad.

A diferencia de casi todo el terror que ha pasado por las pantallas este año, Un lugar tranquilo es una película apasionante, sólida, de largo alcance, contruida en ese territorio a medio camino entre la sensibilidad y el pánico.

¿Acaso hay un miedo peor que el que se experimenta cuando la muerte acecha a seres queridos? Así lo transmite la familia protagonista, los Abbott —el padre, Lee (el propio Krasinski), su esposa Evelyn (Emily Blunt), su hija sorda, la inteligente Regan (Millicent Simmonds), y sus dos hijos pequeños, Marcus (Noah Jupe) y Beau (Cade Woodward)—. ¿Y quienes son sus atacantes? Una raza de alienígenas ciegos, capaces de captar el más mínimo sonido, y tan feroces que han despoblado la Tierra, convirtiéndola en un escenario postapocalíptico.

Para los Abbott, guardar silencio es el único modo de sobrevivir, y eso nos devuelve al principio, porque estas criaturas vienen a ser el equivalente de aquellos felinos gigantes que capturaban a nuestros antepasados en la prehistoria. Como ven, es un espanto arraigado en la memoria más antigua de nuestra especie (y esa es una de las claves que hacen funcionar la película).

Siguiendo la vieja lección de Spielberg en TiburónKrasinski recrea la sencilla ‒y pavorosa‒ vida de los Abbott, matizando aquí y allá la presencia de esas bestias tan mortíferas, pero sin necesidad de mostrarlas con claridad. En estos toques es donde el cineasta derrocha personalidad y encandila al espectador con detalles de buen artesano, sobre todo en estos tiempos en los que las películas de estudio parecen rodadas por un comité (Dicho sea de paso, la presencia de Michael Bay como productor me hizo temer esto último).

La banda sonora de Marco Beltrami –no especialmente memorable, pero repleta de los adecuados golpes de efecto‒ contribuye a enriquecer uno de los aspectos esenciales de la película: el sonido, cargado de efectos y pequeños detalles, siempre bajo la supervisión de Erik Aadahl y Ethan Van der Ryn.

Krasinski ha citado como referencias más obvias Alien (1979), No es país para viejos (2007) y En la habitación (2001). Me parece que esa combinación puede servir para dar pistas al espectador, sin necesidad de contarle más detalles del argumento. A los cinéfilos les diré que, en este caso, Krasinski se apunta a ese estilo de suspense minimalista que cultiva eficazmente M. Night Shyamalan.

Un lugar tranquilo es una espléndida película. Sabe provocar escalofríos cuando es preciso, pero también nos muestra la calidez, la inocencia y los problemas más íntimos de una familia que necesita protegerse a toda costa.

Sinopsis

En el thriller de terror, Un lugar tranquilo, una familia trata de sobrevivir en silencio amenazados por misteriosas criaturas que intentan eliminarles guiadas por el sonido.

Cuando John Krasinski leyó por primera vez un borrador inicial del guión de Un lugar tranquilo, de la pareja de guionistas Bryan Woods y Scott Beck (Nightlight), la terrorífica premisa resultó particularmente impactante. La esposa de Krasinski, Emily Blunt, acababa de dar a luz a su segunda hija, y el cineasta estaba pasando sus noches atenazado por el susurrante silencio y la ansiedad derivados de la nueva paternidad. En ese ambiente, se sintió absolutamente conmovido por la idea de la estremecedora búsqueda de la seguridad de la familia, jugándoselo todo, así como de su íntima necesidad de conexión, en un mundo en el que un simple llanto, o una pisada más fuerte que otra, podrían causar la extinción instantánea.

Aparentemente, la historia abarcaba los más despiadados temores de la paternidad… elevados a la enésima potencia.

En aquella época, Krasinski era conocido tanto por su faceta de actor dramático (que había tenido recientes interpretaciones en Detroit y 13 horas: Los soldados secretos de Bengasi), como por su carrera de escritor (entre cuyos guiones destacaba el de la película dirigida por Gus Van Sant Tierra prometida), mientras que su carrera de director empezaba a despuntar (con un debut con el largometraje Brief Interviews With Hideous Men, seguida por Los Hollar). Sin embargo, con Un lugar tranquilo, Krasinski sintió el irrefrenable impulso de asumir los tres papeles, con lo que se convertía en su primer largometraje importante en el que desempeñaba un abanico tan amplio de funciones. A medida que avanzaba en la tarea de reescritura de la esencia de la historia de Woods y Beck, percibió la oportunidad de aprovechar de una forma bastante eficaz toda la potencia del género de terror. Por descontado, uno de los objetivos era crear temor y tensión fotograma a fotograma, en la mejor tradición de las películas de suspense que te dejan sin aliento.

Pero un objetivo aún más importante consistía en plantear una batalla entre el sonido y el silencio y entre el temor y el amor, una batalla que generase una experiencia tensa, emocional y participativa para el público.

Krasinski recuerda qué fue lo primero que le atrajo: «Cuando este guión cayó en mis manos, me encontraba en un momento vital en el que tenía que abordar todos los temores que se plantean a los padres primerizos, cómo mantener seguras a mis hijas, cómo ser un buen padre, así que conecté con la historia en un plano profundamente personal. Percibí que tras la historia superficial subyacía una interesantísima, y aterrorizante, metáfora sobre lo que supone ser padre. Me tocó la fibra sensible en un momento en el que tenía las emociones a flor de piel, por lo que mi imaginación se desató, pensando en los extremos a los que llegarían unos padres para proteger a sus hijos, haciendo lo que fuera, por imposible que pareciese, como vivir sin hacer ni un ruido. Se abrió ante mí un mundo de posibilidades. Era una idea que tenía múltiples facetas que quería explorar».

A medida que trataba de imaginarme cómo sería ser padre en un tiempo apocalíptico, más terrorífica y potente parecía la idea. La historia estaba cargada de sobresaltos paralizantes, pero también estaba la necesidad punzante de la familia de comunicarse, por mal que se pusiesen las cosas. «En la vida normal tratas de asegurarte de que tus hijos estén contentos, tengan buena salud, estén bien alimentados, atendidos y educados, y eso ya son muchas cosas de las que ocuparse. Pero en este mundo de pesadilla, la tensión de ser padre es eso multiplicado por diez mil», indica Krasinski. «En el mundo de los Abbott, un mal paso puede hacerte perder a un ser querido, y todos son perfectamente conscientes de ese hecho».

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

Copyright de imágenes y sinopsis © Platinum Dunes, Paramount Pictures. Reservados todos los derechos.

Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.