¿Se puede desmontar una película por partes?
Esta es la duda que me asalta cuando reflexiono sobre La Ballena (The Whale). Por supuesto, marca el regreso «oficial» de Brendan Fraser, la amada estrella de cine de los 90 que no hace mucho reveló los acontecimientos (verdaderamente horribles) que le llevaron a retirarse de forma abrupta del centro de atención. De no haberla visto, es difícil no querer que The Whale alcance el éxito, y que Fraser ‒quien parece, a todas luces, una persona tan decente y agradable como las películas que le llevaron al estrellato‒ complete su arco de regreso y retorne a la primera línea de Hollywood.
Tengo buenas noticias: Fraser es, de hecho, una revelación en The Whale, y su actuación es digna de la metanarrativa que la rodea. Ojalá se pudiera decir lo mismo de la película, que encuentro casi imposible de recomendar a cualquier nivel, al margen de sus interpretaciones.
Es muy probable que quienes vayan a ver The Whale para sentirse bien con esa narrativa del retorno se sorprendan con la escena inicial, en la que Fraser, envuelto con un enorme traje prostético de obeso e instalado en un ruinoso apartamento, sufre un ataque cardíaco casi fatal mientras se masturba furiosamente viendo porno gay en un ordenador portátil. El Charlie de Fraser es un hombre destrozado: un profesor de inglés (enseña a distancia y su cámara está siempre «rota») que ha sido llevado por una tragedia personal a una espiral de depresión y de atracones, hasta acabar con un peso de 270 kilos y casi inmóvil.
Su único salvavidas, en un sentido figurado y literal, es Liz (la siempre bienvenida Hong Chau), una enfermera que lo cuida en su tiempo libre. Liz le informa de que, a juzgar por sus signos vitales, probablemente esté muerto para el fin de semana, a menos que cambie ese estilo de vida que no parece tener ganas de variar. Es entonces cuando Charlie se acerca a su hija, Ellie (Sadie Sink), una adolescente rebelde y distante, quien claramente le detesta y solo se para a verlo con la promesa de que él le hará los deberes.
Luego tenemos a Thomas (Ty Simpkins), un joven misionero de la iglesia evangélica Vida Nueva, que se adentra en lo que parecen ser los últimos días de la existencia de Charlie y ve una oportunidad para salvar su alma. ¿Pero es el alma de Charlie el problema, o hay algo más que lo mantiene en el sofá?
Lo diré de nuevo, porque es la razón por la que es probable que la mayoría del público vea The Whale: Brendan Fraser se transforma en su personaje con una sublime sinceridad, por razones que van más allá de esa montaña de prótesis (aunque eso no es todo). Puedes reconocer en sus ojos y escuchar en su risa al adorable tonto de El hombre de California (Encino Man) o al modesto aventurero de las películas de La Momia (The Mummy), pero hay algo más: una melancolía hechizante y conmovedora que, si estaba allí en otro tiempo, era el más leve de los matices. Es algo que se siente en su interior, porque lo ha vivido. No sé si Fraser ha pasado su etapa lejos de las cámaras perfeccionando su oficio (sospecho que no), pero está claro que ha aprovechado todos los sentimientos que acumuló durante sus años de vida campestre y los ha enfocado en algo positivo. El llamado Brenaissance («Brendancimiento») se ha convertido en una especie de meme durante el período previo al regreso del actor, y me complace decir que su actuación en The Whale lo respalda: es un buen actor, y realmente espero que esta vez haya venido para quedarse.
Y sin embargo, ¿no hay algo un tanto indecoroso en la forma en que la película que apunta el regreso de Fraser nos invita a mirar boquiabiertos a esta estrella tan querida? Al fin y al cabo, la mayor parte de lo que capta la cámara es el resultado de elaborados efectos de maquillaje, pero de forma innegable y aunque nos pese, también hay algo propio de los tabloides sensacionalistas en el modo en que el film usa nuestra familiaridad con el estatus de ídolo matinal de Fraser para atraernos y para llevarnos a decir: «Mira lo que le pasó». La cámara lo encuadra resoplando y muestra su pesadez y sus pliegues en cascada. Su circunferencia se enfatiza en las proporciones del formato académico del film, que apenas puede contenerlo. El hecho de que Fraser esté al frente y en el centro del plano durante casi todo el metraje refuerza esta idea. Cualquiera que sea la intención, el efecto es «Paga un centavo y así verás al monstruo«.
Teóricamente, por supuesto, esta es una película sobre la empatía, pero la empatía que sentimos se debe en gran medida a la interpretación de Fraser (así como a la de Chau, una actriz increíblemente buena que merece algo mejor que papeles secundarios e ingratos).
El guion, adaptado por Samuel D. Hunter a partir de su propia obra de teatro, está tan preocupado por ametrallar diálogos y por los soliloquios listos para reproducirlos como un clip que solo roza la superficie de las emociones («Está sobrescrito», dice Ellie a propósito de una tarea de lectura, aparentemente sin una pizca de autoconciencia). Sabemos lo que sienten estos personajes porque así nos lo cuentan ellos mismos. «¡La gente es increíble!», exclama un sonriente Charlie en lo que se ha convertido en el eslogan de la película. Pero nunca está claro por qué lo cree así, o si la película está de acuerdo. Aparte de Liz, todas las personas con las que interactúa siguen una línea que va de la crueldad irreflexiva a la malicia activa. The Whale es una historia que podría interpretarse como un melodrama doméstico o como una sátira cortante y negra como el azabache, pero a menudo no está claro por cuál de las dos opciones se inclina.
¿Es The Whale capacitista? No me siento el adecuado para decidirme en un sentido u otro, aunque ha habido un debate apasionado desde ambos extremos. Sin embargo, sí que me siento cómodo diciendo que supera a Blonde como una de las películas más desagradables del año. Al igual que Charlie, la película se introduce en una rutina de autocompasión y sudor tan enervante que es difícil preocuparse por el resultado final. Esta es una película sofocante: el tipo de adaptación teatral tan precisa como para acabar resultando inerte, y el tipo de historia empalagosa que se tambalea entre el «sentimiento edificante» y la «pornomiseria» (recuerdo ahora otro entretenimiento de dudosa sinceridad, lanzado durante las fiestas, y cuya letra decía: «¡Esta noche, gracias a Dios, son ellos y no tú!”).
Me alegro por Brendan Fraser y me emociona que haya salido de su exilio como actor más fuerte que nunca. Solo desearía que su regreso se produjera con una película que pudiera recomendar a cualquier espectador.
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Copyright del artículo (CC) © Oscar Goff. Este artículo se publicó originalmente en inglés en Boston Hassle y se traduce en Cualia con permiso del autor.