Así como al ajedrez se juega sobre un damero, a las brujas se juega en Salem. Este es el tablero obligado para el macabro pasatiempo de hechiceras y hechizados.
Cabe decir, a modo de apunte histórico, que el antiguo Salem Village del siglo XVII -pedanía de colonos agricultores donde se produjo la persecución brujeril-, es en realidad la actual localidad de Danvers, situada a diez kilómetros de Salem Town, ciudad principal portuaria en la que tuvieron lugar los famosos juicios, y en la que el visitante encontrará el parque temático dedicado a las brujas en forma de museos y merchandising.
Un juego a vida o muerte
Juega o muere es un Jumanji donde el hallazgo casual de un objeto mágico activará una competición a vida o muerte en la que los roles de cazador, cazados y bichos salvajes, los encarnan esta vez un grupo de muchachos involuntariamente implicados en la mortal yincana.
Dirigida por Eren Celeboglu y Ari Costa, la película responde con solvencia al canon del slasher juvenil, con un metraje ligero que aborda el desarrollo de la esquemática trama sin estirar el chicle más de lo necesario, ni sacar conejos de la chistera, cosas ambas que se agradecen.
La maldición de la daga
El eje de la historia gira en torno a una daga maldita, tallada en un hueso humano. Esta daga tiene el don de apropiarse de la voluntad de aquel que invoca el lema escrito en su hoja: «Juego, no lo dejo», práctica diabólica cuyas normas básicas consisten en el sacrificio de aquel que pierde el desafío en juegos de niños como el escondite o el ahorcado.
Un mal día, el pequeño Jonah (Benjamin Evan Ainsworth), halla por azar el extraño cuchillo y un libro de embrujos, en una timburtoniana cabaña calcinada por el paso del tiempo en la que ha entrado a jugar. El siniestro instrumento pronto comenzará a comunicarse con el muchacho con revelaciones estremecedoras.
Una familia rota
Jo, junto con sus hermanos mayores, la ácrata Billie (Natalia Dyler), y el turbio Marcus (Asa Butterfield), componen una familia desestructurada y nihilista sin figura paterna, y en la que la madre apenas ejerce ningún poder sobre su prole. El decadente caserón que habitan está perfectamente a juego con su idiosincrasia: caótico, oscuro, vetusto, y necesitado con urgencia de una reforma al estilo Ikea.
En ese tenebroso antro, tan falto de armonía como de buen gusto, nada bueno se puede gestar en materia de convivencia y sanas relaciones humanas -como tantas veces nos ha mostrado el cine-, lo que aboca a sus habitantes a una continua fricción, y dispone el escenario ideal para el habitual despliegue de sustos y macabros acontecimientos propios de este tipo de desventuras.
Terror visceral
Cuchilladas, sobresaltos y pilladas a traición son los ingredientes que el filme nos va a servir de principio a fin, aliñados con los consabidos ruidos estridentes que levantan al espectador de su butaca, y que crean el desasosiego y las arritmias cardiacas a las que tan aficionados son los fans del género.
“Historias olvidadas que no nos contaron”, dirá Billie en referencia a la historia que vincula al cuchillo maldito con la persecución fanática que tuvo lugar en la población hace tres siglos. Nuevos juicios por nuevos crímenes, alentados por viejos demonios, van a tener lugar en Salem. La historia se repite.
La triple A del terror: asco, angustia y asesinatos
Sin mostrar grandes aportes, Juega o muere cumple con el precepto de la triple A del terror (no confundir con otras triples aes existentes): asco, angustia, y asesinatos. Nada que objetar. Producto de consumo claramente destinado a un público, que lo tiene, y que generacionalmente se renueva con una fertilidad que se echa en falta en otro tipo de propuestas cinematográficas en declive, y acaso más apetecibles.
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