La vida de Gabriele D’Annunzio fue pródiga en teatralerías y, por ello, da para unas biografías histriónicas y escenográficas. Sin duda, el guionista y director Gianluca Jodice lo tuvo muy en cuenta al producir El poeta y el espía (en su original: El poeta malo), contando con un solvente elenco y unas escenografías naturales de enorme eficacia. Sergio Castellito como el poeta, Francesco Patanè como el policía fascista Comini y Elena Bucci como la amante pianista Luisa Baccara, cumplen con alta excelencia.
Buena parte de los elementos son reales y expresivos por sí mismos: el laberíntico Vittoriale degli Italiani, con sus asfixiantes interiores que parecen depósitos de anticuarios y un jardín cuyo mayor aderezo es un barco semihundido en la tierra, alternan con los monumentales y aplastantes edificios del Fascio. El uno es el apartamiento y la tibia intimidad del poeta, el otro es la fría y urbana monumentalidad del policía. Porque de eso se trata: de un joven y virginal policía que debe espiar al poeta y averiguar en qué medida disiente del Duce en cuanto a una alianza con Hitler. En una de sus cartas, efectivamente, el vate dijo al dictador, más o menos: “Ten cuidado, Benito, no vayas detrás de ese payaso.”
Todo esto hace a la materia del filme pero no se trata de un documental ni de una biopic. Estamos ante una ficción y como tal hay que juzgarla. Puede compararse con lo que Amenábar hizo respecto a Unamuno en Mientras dure la guerra. Estamos ante el D’Annunzio de Jodice y el Unamuno de Amenábar, seres ficcionales alimentados con algunos elementos documentarios.
Para estos años, los finales en la vida del escritor y al filo de la segunda guerra mundial, el áureo Gabriele era un anciano consumido por su fracaso político, un erotismo compulsivo y la droga. Mussolini, que lo financiaba con abundante dinero fiscal, sintetizaba: “Denle putas y cocaína”. Había intentado poner en pie un partido político que no funcionó y prefirió retirarse del mundo a su castillo fuerte de Gardone, al cual acudían personas y personajes como a un santuario con el patrono más o menos viviente.
Jodice prefiere hacer de D’Annunzio una suerte de héroe cívico, ajeno a las tramoyas del fascismo –al cual nunca se afilió– al que proveyó de ideología: imperialismo naval italiano, aristocracia autoritaria, antidemocratismo, antiliberalismo, desprecio de la casta política. Para ello se puso al frente de un pequeño ejército destinado a ocupar Fiume, que los aliados en la primera guerra mundial adjudicaban a la naciente Yugoslavia, hecha con Serbia y trozos de los desmontados imperios turco y austriaco. D’Annunzio, que había perdido un ojo en la contienda, tuvo enfrente a Mussolini y ésta fue su primera disidencia. La cosa no pasó de alguna guerrilla periodística.
Junto al poeta, el espía Comini es mostrado como un muchacho idealista y revolucionario del Fascio, ignorante de que es una organización de asesinos y torturadores. No se conocen y acaban coincidiendo hasta el funeral del primero, lágrimas del segundo incluidas.
Jodice escribe una novela ejemplarizadora y patriótica aunque no nacionalista, con eficaces diálogos que habilitan un buen juego actoral. Hasta creemos que la pianista Baccara fue una abnegada esposa informal de D’Annunzio, olvidando que cayó desde una ventana del Vittoriale sin que sepamos hasta hoy si intentó suicidarse o la empujó el dueño de casa. Lo dicho: admitamos la ficción y olvidemos el biopic.
Sinopsis
Giovanni Comini acaba de ser ascendido al cargo de Federal, el más joven en Italia. Es trasladado a Roma para una delicada misión: debe vigilar a D’Annunzio y asegurarse de que no tenga ningún tipo de problema.
D’Annunzio, un poeta reconocido a nivel nacional, está cada vez más inquieto y Benito Mussolini teme que pueda perjudicar la alianza con la Alemania nazi.
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