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Crítica: «Death Race. La carrera de la muerte» (Paul W.S. Anderson, 2008)

Al comienzo de Death Race. La carrera de la muerte, asistimos a una competición automovilística en el interior de una cárcel de alta seguridad. No hay reglas, y si las hay, es mejor no saberlas. Añádanse a ello una carretera llena de trampas, el aire impregnado de hollín y un tropel de asesinos entre el público. Como ven, parece que todo (la penitenciaría, los coches, el circuito) ha sido diseñado por un lector de cómics demasiado propenso al heavy metal.

“Los participantes en esta carrera de la muerte son los nuevos gladiadores –se nos dice en la película–, y la cárcel de Isla Terminal es su coliseo”.

El rey de esa persecución es Frankenstein, bajo cuya máscara escuchamos la voz de David Carradine. Su presencia en las primeras secuencias de la película sirve para recordar que Death Race es un remake de otra cinta que Carradine protagonizó en 1975: La carrera de la muerte del año 2000 (Death Race 2000), de Paul Bartel.

Producido por Roger Corman, el largometraje de Bartel pretendía ser una sátira. Para su desgracia –y a pesar de que muchos se han apresurado a clasificarla como una película de culto– Death Race 2000 es una aventura estrafalaria, prescindible y repleta de los tics habituales de la peor exploitaition (violencia gráfica, humor grueso, pésimas interpretaciones y montaje desmañado).

A su favor, diré que administra un modelo –el de los corredores adictos al homicidio– que luego llegó a un nivel admirable gracias a la saga de Mad Max. Pero no se engañen, la película de Bartel no escapa de la mediocridad, y de hecho, un crítico tan generoso como Roger Ebert la definió, en la fecha de su estreno, como un desastre absoluto.

Aquí viene a cuento aclarar que la moderna Death Race es diferente y superior a aquella humorada de Corman. Quien se deje llevar por la imaginación –¿por qué no, ya que está para eso?–, puede pensar que George Miller, el creador de Mad Max, hubiera aprovechado infinitamente mejor esta ocasión, pero lo cierto es que Paul W.S. Anderson conduce el asunto con dignidad.

Poco más o menos, el planteamiento del cineasta (autor de las dos entregas de Resident Evil y de Alien vs. Predator) puede resumirse así: de la película de Paul Bartel hereda unos cuantos ingredientes aprovechables –el futuro distópico y las reglas enloquecidas de la carrera–. A partir de ahí, Anderson utiliza el género carcelario como gran aglutinador, sin eludir ni uno solo de sus tópicos –alcaidesa diabólica, héroe en apuros, guardas que disparan antes de tiempo, matones con tatuajes en el cuello, peleas masivas en el comedor–. Y para evitar que alguien reclame mayor densidad intelectual o se fije en los boquetes del guión, acelera el montaje con un ritmo tan endiablado que más que un remake de la película de 1975, Death Race (La carrera de la muerte) acaba pareciendo la nueva versión de Carmageddon, aquel feroz videojuego editado por Stainless Games en 1995.

En ese espacio asfaltado de Isla Terminal, los personajes se pueden clasificar en tres grupos: los macarras con pinta peligrosa, los perdedores autodestructivos y los malhechores de buen corazón, que tienen la impresión de que algo se les puede caer encima en cualquier momento. El cine sobrevivirá a todos ellos, pero no se alarmen: volveremos a verlos en otra serie B con esta misma fijación general por la velocidad y por el crimen. De momento, tengo bastante claro que la taquilla responderá a la oferta de Anderson, y quién sabe si a su secuela.

Cine mercenario, de estilo directo y sin prejuicios, Death Race dispone de un billete de ida hacia la comercialidad. Agradezcamos ese detalle en beneficio de la industria.

Sinopsis

Isla Terminal en un futuro no muy lejano. El público siente pasión por los deportes extremos, y las competiciones televisadas en directo se han convertido en sangrientos reality shows. Un grupo de presos acusados de asesinato protagoniza la carrera más brutal emitida hasta la fecha. Coches trucados, asesinos enjaulados y copilotos femeninos convierten el concurso en el programa más visto de todos los tiempos. Las reglas del programa “La carrera de la muerte” son muy simples: el hombre que gane cinco pruebas será puesto en libertad. El que pierda sólo será una mancha en la carretera.

La estrella internacional de películas de acción Jason Statham (las entregas de TransporterThe Bank Job) encabeza el reparto de este thriller de acción en el papel del tricampeón de velocidad Jensen Ames, un convicto acusado injustamente de un brutal asesinato. Hennessey (Joan AllenEl mito de Bourne y El ultimátum de Bourne), la despiadada directora de Isla Terminal, le da a elegir entre ponerse la máscara del mítico corredor Frankenstein, un favorito del público del programa al que parece imposible matar, o no volver a ver a su pequeña hija.

Escondido tras la horrible máscara, el convicto participará en la terrible carrera de tres días con la esperanza de conquistar su libertad.

Para eso, Ames deberá enfrentarse y vencer a algunos de los criminales más retorcidos del mundo, entre los que está Machine Gun Joe (Tyrese GibsonTransformers2 Fast 2 Furious/A todo gas 2). Coach (Ian McShane, la serie DeadwoodLa brújula dorada) le enseña a conducir un auténtico monstruo, un Mustang V8 Fastback con dos mini ametralladoras, lanzallamas y napalm.

Ames, un hombre condenado injustamente, destruirá lo que encuentre a su paso con tal de ganar el deporte más retorcido de la Tierra.

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

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Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.

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